Él abre la puerta como si pesara algunas toneladas, y ve, al desaparecer la madera pintada de blanco, el rostro lívido y los pequeños labios rosados de ella, quien mira al suelo simulando no advertir la presencia de su anfitrión. Intercambian frugales palabras de saludo, amparándose más en las buenas costumbres que en la voluntad de hacerlo. Él la invita a pasar y cierra lentamente, resignado, la puerta que conduce al pasillo y a la entrada del edificio. Ella viste de falda roja hasta las rodillas, seguramente acaba de salir del trabajo; el saco negro cubre una blusa blanca con motivos de flores en el cuello, sus brillantes zapatos negros de taco la dirigen hasta el asiento de orejas, se sienta y permanece estática mirando al suelo.
Él, a pesar de su sentido común y costumbre de precaver hasta el límite, se ha puesto la ropa que ella, durante algún paseo vespertino en los remotos días de felicidad, había dicho le encantaba. La camisa de cuadros en tonos pasteles y el chaleco marrón, rematados por esa boina que ella solía acomodar con una adictiva mezcla de ternura y autoridad. El pantalón de tono crema, con pliegues y los zapatos de gamuza del mismo color, habían conseguido traspasar el muro que había construido alrededor de ella y lo miró de soslayo (recordando la misma tarde que él) sin entender muy bien la intención de tal vestimenta. Él notó que el primer obstáculo había sido vencido y se precipitó con las primeras palabras de la tarde: “¿Cómo te ha ido?” “Bien”.
Con esta introducción, que podríamos llamar cotidiana, se inició una charla que los llevó por las tan exploradas áreas del clima, la salud de la abuela enferma y los inconvenientes de trabajo. Él se levantó un par de veces para llenar su copa de vino. Y ella, con esa indiferencia falsa que sólo las mujeres pueden interpretar, rechazó la invitación para unirse al brindis sin motivo. De pronto, el silencio que reina en la salita de tres sillones, rodeada de libreros y con un ordenador en el extremo que da a la única ventana, decreta que los temas inofensivos se han acabado.
Él comprende tal situación y adopta un gesto de circunstancias, antes de dirigir su mirada fría y azul a la copa de vino que aún guarda un poco del dulce licor en su fondo. Respira profundo, y sin apartar la vista del vidrio húmedo, abre con sus palabras la puerta que conduce a aquellos bajos fondos de que está compuesta la podredumbre del amor una vez que éste ha fenecido: “Para lo que vinimos. No quiero ser insensible, pero estos días y los recientes sucesos, han demostrado con creces que lo nuestro ya carece de sentido y lo mejor sería dejarlo aquí y ya”. La frase retumbó en los oídos de ella, a pesar de esperarla. También respiró profundo y, mirando con ojos húmedos de dolor a su amado, esgrimió las mejores razones que el amor desesperado es capaz de esgrimir, tan nobles, tan insensatas, tan inaudibles en momentos como éste. La tensión crece cuando el llanto inunda su ánimo y la lleva a mezclar las razones del amor desesperado con reclamos de desamor y reproches sobre errores que él casi no recordaba. “Es tan difícil cuando amas y no te aman de la misma forma”. Ella llora y sus lágrimas se mezclan con la cólera que en él nace al recordar los momentos felices que tuvo en los días recién pasados. Claro que fueron felices en compañía de aquella compañera de trabajo que lo encandiló con labios muy rojos y ciertas curvas dibujadas por retazos de tela de algún traje, del que luego la despojaría.
Su rabia se plasma en gritos que repiten los desamores que habían crecido tanto en los últimos meses. Ella ahora llora desconsoladamente y lo empuja cuando él viene a tomara por los hombros para sacarla a empellones del departamento. Después de algunos segundos de lucha desigual, la fuerza de él logra sacarla, entre gritos de dolor y desesperación. Cada uno queda a un lado de la puerta. Ella llorará a partir de hoy lágrimas que él no verá jamás. Vivirá para las memorias de sus caricias y no resistirá la tentación de llamarlo, aunque sea sólo para escuchar su agria voz y comprobar que está bien antes de cortar. Posiblemente pasará algún tiempo antes de que llegue alguien más a sus días y la libre de estos tormentos.
Él, que tan bien interpreta los papeles de orgullo y desdén que le corresponden, abrirá aquella misma puerta de madera a su compañera de trabajo, un par de horas después de que ella se fue. Los dos vivirán horas de pasión y deseo disfrazados de amor momentáneo, y sus ánimos morirán en desiertos de olvido, ingratitud y deslealtad. Todo esto cuando ella decida entregarle sus horas de amor a otro hombre del trabajo, seguramente con un cargo superior. Y él, tocado por los brazos interminables de la nostalgia, se preguntará mil veces por día, que sería de sus amores si esta tarde nunca hubiera a plasmarse en la realidad de los corazones que viven apresurados en esta ciudad.
tus palabras me dejaron por momentos ver,casi , casi, casi sentir ...no del todo pero es una construccion ...fue ....linda