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Categoría: Historias Pasadas

Don Manuel

Mi nombre es Jorge Daneri y soy natural de Chapalcoy, provincia de Buenos Aires. Aunque estoy radicado en Capital por motivos laborales (soy periodista), vuelvo todos los fines de semana a mi pueblo, como me gusta llamarlo, aunque se ha convertido en una populosa ciudad; allí tengo a mis amigos de toda la vida y a mi querida madre, que espera ansiosa las semanales visitas de su único hijo. El sábado próximo es un día muy especial para mí y para muchos chapalcoyenses, sobre todo los de la guardia vieja; se conmemoran diez años de la muerte de Manuel Antonini, quien ha quedado en la memoria de cuantos lo conocieron y, especialmente, en la mía, que fui su “pollo”; así es como paternalmente solía apodarme.
Muchos años atrás, allá por mediados de la década del sesenta, llegó a Chapalcoy el protagonista de ésta historia quien, procedente de Buenos Aires, se instaló en una modesta casa que había heredado de su tía Elsa, antigua vecina del lugar y muy querida por todos. Como sucede siempre con los porteños, nuestra primera actitud hacia él fue de recelo; pero don Manuel o “Manolo”, como también le decíamos , no era el porteño típico, pedante y engreído. A pesar de nuestros desaires iniciales, él se las arregló desde un principio para conquistarnos a todos con su simpatía y sencillez. Según nos fuimos enterando era viudo, sin hijos y, en realidad, aunque nacido y radicado muchos años en Capital, había pasado su infancia y juventud en San Isidro; quizás ello explicara su condición de porteño atípico.
La casa de don Manuel estaba ubicada en la misma cuadra en la que yo vivía con mi familia. Mi padre era un hombre más bien hosco, poco mundano diría; pero congenió con el nuevo vecino, de quien se hizo buen amigo con sorprendente rapidez. En cuanto a mí, no estaba acostumbrado a que un adulto le llevara el apunte a un “mocoso” de ocho años; “Manolo” tenía una rara virtud, la de prestarle especial atención a los niños y jóvenes, la de tratarlos como a iguales. Ahora que lo pienso, si bien se movía como pez en el agua entre los de su edad, era en compañía de los jóvenes que pasaba la mayor parte de su tiempo. Rápidamente, don Manuel se convirtió en alguien muy popular en el pueblo; no había persona que no lo conociera, cualquiera fuera su edad, sexo o clase social. Como, según decía, contaba con una buena jubilación y la renta que le daba un departamento en Capital, podía darse el lujo de no trabajar y vagar todo el día haciendo amigos, cosa que disfrutaba especialmente; pero la verdadera pasión de su vida era el rugby.
Don Manuel había sido un extraordinario exponente de ese deporte en la década del treinta; como capitán del Club Atlético de San Isidro, se jactaba de haber ganado tres campeonatos de primera división y de haber lucido, también como capitán, la camiseta del seleccionado Argentino en sus dos enfrentamiento de 1932 con los Junior Sprinboks. Los chicos de mi edad, necesitados de ídolos, lo admirábamos como si se hubiera tratado de Moreno, Pedernera o tantos otros ex futbolistas que mi padre y los viejos, en general, gustaban nombrar con nostalgia. Para nosotros, y me refiero a todo Chapalcoy, el rugby no había existido hasta que apareció “Manolo” en nuestras vidas; ni siquiera lográbamos pronunciar bien la palabra que daba nombre a ese ignorado deporte, y mucho menos todos los demás términos en inglés que don Manuel, con paciencia, intentaba enseñarnos. Se había propuesto, el muy idealista, fundar un club de rugby y no pararía hasta lograrlo.
Una ventaja de los pueblos, entre otras, radica en que todos se conocen, cualquiera sea su ubicación en la escala social. Chapalcoy, en ese tiempo, no era la excepción y la amistad que “Manolo” había entablado con nuestro intendente de entonces facilitó notablemente los trámites para la cesión, por parte de la municipalidad, de unos terrenos de su propiedad que don Manuel había elegido previamente y solicitado para sus fines rugbísticos. Una vez logrado este primer objetivo, Antonini encaró la parte más ardua de su ambicioso proyecto que consistía en la obtención de dinero para la construcción de instalaciones mínimas que permitieran el normal funcionamiento del nuevo club. Para ese entonces, “Manolo” se había convertido en una figura familiar dentro de la clase pudiente de Chapalcoy y su popularidad entre los hijos de éstos hizo el resto; en unas semanas se reunió plata suficiente para la construcción de un quincho, vestuarios y la cancha reglamentaria con una pequeña tribuna de madera. De los trámites de habilitación e inscripción en la Unión Argentina de Rugby se ocupó don Manuel personalmente quien, según nos dijo, tuvo que hacer valer sus influencias para que todo saliera en tiempo récord. El Chapalcoy Rugby Club comenzó a funcionar oficialmente el 4 de agosto de 1968 y jugó su primer partido tres días después; se trató de un amistoso contra San Antonio de Padua en el cual nuestro inexperto equipo perdió por abultado “scorer”.
Mientras tanto, mi relación con don Manuel se había ido estrechando y éramos inseparables; por supuesto que mi admirado amigo fue el primer presidente de la naciente institución y aunque, por edad, no pude ser parte de las primeras comisiones directivas, fui un destacado jugador de divisiones inferiores y su más cercano colaborador. A los cuatro años de la fundación del club, mi padre cayó en cama y, luego de una penosa enfermedad, pasó a mejor vida. “Manolo”, con su infinita bondad, se convirtió en el sostén de nuestra familia y, sobre todo, en mi “padre”; yo necesitaba reemplazar a mi perdido progenitor y don Manuel cumpliría hasta su muerte con dicho reemplazo que, por otra parte, disfrutaba tanto como yo y, según decía, lo hacía inmensamente feliz. Pero, aunque el más querido, yo no era su único hijo; era tal la popularidad que, a través de su amado club, había adquirido entre la juventud chapalcoyense que bien se podía decir que estaba lleno de hijos que lo adoraban y seguían a todas partes con devoción.
Los años fueron pasando y me convertí en un muchacho recién recibido de bachiller y en edad de estudiar y/o trabajar; “Manolo” insistió en costearme estudios de periodismo en Capital pero, luego de mucho evaluarlo, llegamos a la conclusión de que sería mejor aprender el oficio en el El Cívico, bisemanario local dirigido por Tadeo Mariani, decano de periodistas e íntimo amigo de don Manuel. Esta profesión, que acometí con vocacional entusiasmo, me permitió difundir fanáticamente las bondades de mi amado deporte, generador de amigos y de una auténtica camaradería que, según mi opinión, ningún otro deporte brinda.
A medida que el tiempo pasaba y la popularidad de “Manolo” traspasaba las fronteras de nuestro despoblado partido, el ambiente deportivo le fue quedando chico y, luego de mucho analizarlo, entró nuestro admirado hombre en la política local; primero como consejero escolar y luego como concejal, su actuación no tuvo fisuras y su proverbial hiperactividad lo convirtieron en natural candidato a intendente. Esta candidatura, una vez oficializada, era el corolario de todos sus esfuerzos y de una etapa, la de su radicación definitiva en Chapalcoy, de dedicación tiempo completo a la búsqueda del bien común que tanto le interesaba. Con la campaña pre-electoral en marcha y los afiches publicitarios empapelando todo el pueblo, y cuando nadie lo esperaba, nuestro querido Manuel Antonini fue internado de gravedad; estaba muy enfermo y todo Chapalcoy desfiló por el hospital a la espera de una mejoría que los médicos, en vísperas de una decisiva operación, consideraban poco probable.
La intervención quirúrgica, a realizarse en Buenos Aires, no se llevó a cabo; según los facultativos a cargo no solucionaba nada y exponía al paciente a sufrimientos innecesarios. Don Manuel quedó internado en terapia intensiva condenado a una muerte que los cirujanos anunciaron como inminente. Yo, apesadumbrado y muy a mi pesar, viajé a Capital por primera vez en mi vida; don Tadeo, que se hizo cargo de mi pasaje y estadía en un hotel barato, me encomendó dos importantes responsabilidades: en primer lugar, debía ubicar a los familiares de “Manolo” e informarlos de la triste noticia; en segundo lugar, me encargó la realización de una nota periodística que evocara la admirable vida de nuestro candidato a prócer. La búsqueda de familiares fue un verdadero fracaso, ya que nadie en Buenos Aires que figurara en la guía de teléfonos con el apellido Antonini, y conste que los llamé a todos, reconoció lazos de sangre con don Manuel. Nuestro adorado vecino carecía de familia que lo despidiera, pero nos tenía a nosotros, el pueblo de Chapalcoy, que le haríamos el homenaje que él se merecía.
Don Tadeo, a efectos de mi nota evocativa, me había recomendado entrevistarme con Diego Mc Kay, un octogenario periodista especializado en rugby que firmaba sus artículos con el seudónimo “Free Kick”; pero, en mi timidez, preferí ir directamente a los archivos de diarios y revistas deportivas de la época y evitarme el encuentro con tan ilustre personaje. Las dificultades que hallé desde un principio para detectar el nombre de don Manuel en las crónicas rugbísticas de la época, no me hicieron dudar en ningún momento de la veracidad de su historia; sólo insistí en mis investigaciones convencido de que, tarde o temprano, aparecerían sus hazañas de capitán victorioso. Recorrí con infinita paciencia todas las formaciones del primer equipo del C.A.S.I. en sus campañas de la década del treinta y..............nada; me pasé a las formaciones del S.I.C., el otro equipo de San Isidro, y tampoco encontré rastros de Antonini. Hasta me tomé el trabajo de buscarlo en las décadas del veinte y del cuarenta; pero debí rendirme ante lo evidente, “Manolo” nunca había jugado al rugby, por lo menos en primera división, y menos todavía en el Seleccionado Argentino. Volví al hotel y, tirado en la cama, lloré como un chico.
Cuando desperté eran las ocho de la noche y el teléfono sonaba. Con la voz entrecortada Tadeo me informó que don Manuel había entrado en coma profundo, que debía acelerar mi vuelta, ya que moriría de un momento a otro. No tuve el valor de decirle lo que me había pasado; sólo me limité a comentarle que “Manolo” carecía de parientes en Buenos Aires.
A la mañana siguiente me reuní con Mc Kay, quien me recibió en su pequeño departamento con cariñosa hospitalidad.
-Me temo que tu amigo es un mitómano –afirmó “Free Kick”, una vez terminado mi relato.
-No sé que hacer –contesté confundido- ¿cómo hago para no desilusionar a tanta gente que lo quiere?.
-Yo no contaría nada de lo que has descubierto, ¿quién sos vos para “pincharle el globo” a todo un pueblo......
-Pero no puedo ser cómplice de semejante engaño; me convertiría, yo también, en un mitómano.
-Olvidate de la mentira –Mc Kay habló con firmeza- Probablemente él, de tanto repetirla, se ha convencido sinceramente de su veracidad. Juzgalo por el bien que le ha hecho a tu pueblo y bríndenle igual el homenaje que se merece.
-Y con la nota, ¿qué hago?. La etapa de rugbier tendré que inventarla de cero. Ni siquiera hay una mísera foto.
-Vos escribí la etapa Chapalcoyense, que del rugby me encargo yo...........
-¿Está seguro de lo que vamos a hacer? -pregunté inseguro.
-Mañana, temprano, date una vuelta por acá que te llevás una evocación rugbística de don Manuel con fotos y todo.
-Se va a notar la abismal diferencia entre su oficio de periodista y mi ineptitud de novato, Mac Kay.
-No te menosprecies muchacho; escribí tu parte y traela mañana que la corregimos juntos. Y no te sientas culpable; hacé de cuenta, ya de regreso en Chapalcoy, que este viaje a Buenos Aires sólo ha sido un mal sueño.
Don Manuel murió el 5 de abril de 1980 a las 20 horas; tenía 71 años. No me enteré de la mala noticia hasta mi llegada a Chapalcoy dos horas después de su deceso. Lo velamos en el club durante toda la noche y lo enterramos a las 10 de la mañana del día siguiente en el cementerio local. No hay palabras para describir el enorme pesar que invadió a nuestro pueblo y a tantos que lo habían conocido de los pueblos vecinos y del ambiente del rugby; el desfile de gente que se acercó a Chapalcoy para despedirlo fue interminable y emotivo. Si bien había sido elegido como orador para darle el último adiós, no pude articular palabra y me reemplazó don Tadeo improvisando una muy linda despedida. La nota salió publicada en El Cívico con tirada record e impecablemente escrita; y fue repetida por varios de los periódicos de la zona con inesperada repercusión.
Poco tiempo después, como conté al principio, me radiqué en Capital hasta el día de hoy y, aunque lo he intentado, me cuesta recordar a don Manuel sin un dejo de indignación. Infinidad de veces, en todos estos años, he analizado lo sucedido entonces, y la hipótesis a la que he arribado, y que me sirve de consuelo, es la siguiente:
“No sería improbable que la historia de Antonini, en su falsedad parcial, tuviera antecedentes en las de más de uno de los tantos próceres, demasiados para mi gusto, de nuestra querida patria. Héroes sin duda, y dignos de admiración también; pero con biografías especialmente confeccionadas para el bronce y que, sobre una base de realidad, quizás hayan ocultado sucesos oscuros, magnificando acontecimientos de menor trascendencia o tal vez, como en el caso de Antonini, se hayan hecho eco de la imaginación frondosa, por no decir mitomanía, de algunos de sus ilustres biografiados y/o acólitos de éstos”.
En fin, diez años después de su muerte, y aunque dudé en su momento, me alegra haber seguido el consejo de Mc Kay. don Manuel tuvo el homenaje que se merecía y Chapalcoy tiene su prócer; hasta una calle lleva su venerado nombre. En cuanto a mí, ya casi me he convencido de que aquel viaje a Buenos Aires fue sólo un mal sueño.
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1 comentarios. Página 1 de 1
ana maria
invitado-ana maria 24-12-2003 00:00:00

me parecio triste pero a la vez bonito, me gustaria escribirte uno y que me digas que te parece

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