Voy a referir una anécdota de la que fui protagonista muchos años atrás y que, todavía hoy, es motivo de hilaridad entre nuestro grupo de amigos. Hasta el punto de pedirme, toda vez que nos juntamos a comer un asado bien regado, que la cuente por milésima vez.
Era febrero, y un día más de mi vida concluía sin pena ni gloria; había regresado del club y estaba tirado en casa mirando televisión con la depresión típica del soltero que, en vísperas de sábado a la noche, todavía no tiene chica para salir y difícilmente la tenga. Mamá había salido y estaba solo en la gran casa que compartíamos ambos en pleno centro de San Isidro. Mi viejo había muerto y mis cuatro hermanos habían ido casándose, uno a uno, para dejarnos, a mi madre y a mí, bajo una melancólica convivencia. Lo único que cortaba, de algún modo, con la soledad que caracteriza a los solterones, era mi tardía vida de club; ésta me había permitido, recientemente, hacerme de un nuevo grupo de amigos, célibes como yo, aunque bastante más jóvenes.
Esa noche, “El Soga” Biasi, uno de ellos, cumplía años; habíamos estado juntos hasta recién y si bien me había enterado, por sus comentarios, del asado que organizaba en su casa, no me daba por invitado formalmente. Todavía no me sentía cómodo dentro de un grupo que se conocía de toda la vida y al cual yo era un recién llegado; me preguntaba indeciso si debía ir o no. De pronto, el ring del teléfono despertó mi modorra: para mi alegría, era “El Soga” que me llamaba para invitarme, formalmente, como yo quería. Se había hecho tarde y, por el griterío de fondo, deduje que ya estarían todos reunidos o, por lo menos, la mayoría.
Hice unas pocas cuadras con el auto y recordé que no sabía con exactitud la dirección de lo de mi amigo, ya que sólo había ido una vez; pero no me preocupé porque creía poder reconocer la cuadra y con tantos autos estacionados en la entrada me sería muy fácil identificar la casa. Avancé por Avenida Libertador hacia Punta Chica y, pasando el colegio Marín doblé a la izquierda por Liniers; me bastó recorrer tres cuadras para encontrar ambas veredas con coches estacionados de esquina a esquina. Mientras cerraba el auto, oí cantar a mis amigos desde el interior de una de las casas y reconocí la camioneta blanca de “Natán” subida a la vereda. Toqué timbre y esperé ansioso............................Alguien a quien no conocía abrió la puerta y, dejándome parado en el umbral, corrió hacia el interior de la casa a oscuras; caminé a tientas hacia la mesa en la que alegres cantaban todos mientras el agasajado cumplía con la ceremonia de soplar las velitas una vez más. Tan sólo segundos después, las luces estaban prendidas y la totalidad de los presentes, a quienes no conocía, me miraba con extrañeza; di media vuelta abochornado y me fui sin decir palabra.