Cuatro eran las mujeres que desde afuera me observaban. Supe el género por los vestidos que traían puestos y sobre todo por esa fisonomía oculta que poseen las mujeres. Quise ver sus ojos, pero los antifaces que llevaban consigo me lo impedían.
Sentí que me dolían las manos, estaban sucias y las froté sobre mis piernas. Me quedé parado frente a la ventana. Afuera estaban ellas. Tanto silencio me incomodaba, así que decidí sentarme y les di la espalda. No quería mirarlas. No sabía por qué estaban allí. Me froté nuevamente las manos. Estuve durante mucho tiempo allí. No sé cuanto. Ahora no sólo me dolían las manos, sino que también empecé a sentir un dolor ligero en mis piernas. Quizá era la quietud en la que me encontraba. Me paré de repente. Las mujeres seguían allí, con sus antifaces. Mirándome.
De momentos me preguntaba si estaba allí o en la habitación blanca en el que siempre creí estar, en mi cueva, mi celda. No sabía si en realidad era a mí a quien observaban. Me sentí sólo. Gritaba, pero ellas no me escuchaban porque ninguna se movió. Sólo me miraban y su rostro no mostraba cambio alguno. Los antifaces sólo dejaban ver sus pómulos pálidos y caídos. Unos labios blancos grisáceos, pero nunca sus ojos. Esa ventana blanca, enorme, estaba frente a mí y afuera esos cuatro antifaces. Me pasé horas mirándolas. Traté de describirlas, pero me di cuenta que no había mucho que representar y referir de su atuendo. Sus vestidos eran largos, negros, parecía terciopelo. No resaltaba su silueta, sólo caía sobre su cuerpo. Los vestidos les llegaba hasta los pies, éstos dejaban entrever un color extraño, difícil de reconocer. Era negro, verde o quizá blanco. Sólo los pies de una mujer tenían un tono rosado, tenue, pequeño… hermoso. Sus cuerpos denotaban cierta delgadez, fue tanta mi impresión que toqué el mío con las manos. Me recorrí entero. Toqué mis piernas débiles, frágiles. Después toqué mi cabeza y por último mis ojos. Estaba despierto. Volví a gritar pero ninguna me respondía. Me seguían mirando. Querían algo.
Mi rostro se quedo inmóvil cuando una de las mujeres dejó ver sus dientes largos, amarillos, separados. Me sonrió. Me hizo una larga mueca que me invitaba hacia lo desconocido. Una lágrima cayó sobre mi rostro. Esa sonrisa se quedó grabada en mí. No pude olvidar ni por un instante dicho acto, aún después de que la mujer dejó de sonreír. Ese gesto estaba maquinado. Era una sonrisa de dolor, de odio. Fue lo único que hizo. No se movió. Las demás no hacían nada, no sonreían, no hablaban, no movían su rostro. Le quise devolver la sonrisa, pero me arrepentí. Llegué a creer que no era a mí a quien sonreía. Pero estaba sólo en la habitación. Creo que movían sus manos, su cuerpo. Fingí ver ese movimiento. No sabía qué veía. Me volví a sentar. Esta vez no les di la espalda. También las miraba a los ojos, o creo que a los antifaces.
Quería cerrar lo ojos y dormir. No lo logré, sus miradas eran muy fuertes. Entonces decidí quedarme así, quieto. Observar cómo llegaba la noche y el día. Ver cómo el atardecer hacía que sus antifaces se oscurecieran. En ocasiones creí no verlas.
Así pasaron nueve noches. Conté todos aquellos momentos en que la sombra se apoderaba de la habitación.
Aún en la noche, las mujeres seguían tras la ventana blanca, enorme. Ellas siempre estuvieron allí. Yo simulaba no verlas. Aspiraba acostumbrarme a su presencia. Seguía sólo en la habitación. Siempre estuve sólo. No quería pararme, pero el cansancio me obligó a hacerlo. Tal vez las mujeres no estarían allí. Pretendí pensar que me equivocaba, que se habían ido, que no las había visto en ningún momento. Pero no, todo era cierto. Ahí seguían, fijas, inmutables. Sus rostros no denotaban cansancio. Volví a gritar, pero tampoco recibí respuesta. Decidí analizar sus antifaces, era lo que más resaltaba de sus cuerpos. Estos se difuminaban por momentos y sólo quedaba el color intenso de los antifaces. El antifaz de la tercera mujer era de color rojo carmesí, a los lados sobresalían unas plumas negras que daba la sensación de un estado necrófilo, el de la cuarta mujer era de color amarillo, tenía unas líneas delgadas azul índigo que hacía que su rostro se viera alegre, diferenciándola del resto. El de las otras dos era azul ceniza. No se distinguían. Parecían dos mujeres perdidas. No sé por qué sus antifaces eran distintos. Cerré mis ojos, estaba cansado.
Cavilé tanto en lo que iba a hacer. No aguante más porque sabía que debía acercarme a las mujeres. Por primera vez sentí miedo. Deseaba saber quiénes eran y por qué me miraban. Por qué a mí. Por qué estaba sólo. Siempre lo había estado. Ahora no quería ese silencio, ese murmullo. Por qué después de nueve noches no se habían ido. Abrí la puerta y camine lentamente. Me sentía cerca a ellas. Cuando me aproximé no encontré a nadie, sólo estaban los antifaces en el piso. No los recogí por el miedo que sentí al pensar que me encontraría a las mujeres de frente. Los antifaces eran más intensos al verlos tan próximos a mí, tan míos. Me gustó verlos, pero no quería sentirlos. Sólo los miraba y analicé su forma, su magnitud. Eran medianos, reconocí claramente que estaban hechos de alburente y borne. ¿Cómo podían las mujeres ponerse aquellos antifaces? -me pregunté al instante-.
Entré nuevamente a la habitación y por la ventana principal volví a ver a las cuatro mujeres. En realidad sólo había una ventana. Esta vez ya no las sentí tan cerca. Estaban paradas frente a mí. Pude ver sus ojos penetrándome. Caían lágrimas de sus rostros. Movían lentamente sus manos, pero no me tocaban. Cada vez se acercaban más, cómo pidiéndome algo. Me miraban los ojos. Se acercaban más y más. Cuando la cercanía se hizo cada vez más íntima, desperté. Escuché voces lejanas. Alguien estaba al frente rezando y alabando. Miré toda la habitación. La recorrí con mis ojos. Buscaba a las cuatro mujeres pero ya no estaban. Ahora sólo hallé a muchas personas que me rodeaban. Estaban todas vestidas de negro, sentadas en sillas contiguas hablando en silencio. No sé si notaban mi presencia. Quería ver a los cuatro antifaces y a las cuatro mujeres. Cuando me di la vuelta observé con asombro cuatro ataúdes. Yo estaba llorando y miraba los cuerpos en la habitación que en un principio estaba vacío. Todo cambió porque ahora, las personas me observaban con miedo sin entender por qué estaba en el funeral. Me acerqué a un grupo que estaba cerca a los ataúdes y les pregunté qué pasaba. Les pregunté por las mujeres y ellos me miraron con asombro y no me respondieron. ¿Dónde estaban y qué hacía yo ahí? Los miraba ahora y les decía en silencio que me dijeran. Un señor alto, flaco, con cara de pez mentiroso, que estaba en la esquina de la habitación, se aproximó y me dijo que les había arrancado los ojos con mis propias manos. Lo escuché con asombro, pero la gente gritaba y me señalaba. Me querían sacar de la habitación. No entendí qué pasaba. Sólo quería estar en mi habitación blanca, en mi cueva. Les dije que no me tocaran y corrí hacia los ataúdes. Las vi. Moví mi cabeza lentamente. Se veían más pequeñas que detrás de la gran ventana blanca en donde su cuerpo se percibía completamente. Sentí pesar por ellas. Intenté tocarlas, pero el vidrio grueso me impidió que las sintiera y le quitara los antifaces. Por mucho rato me quedé ahí, en silencio. Mirándolas.
Escuche un grito fuerte, que retumbó en ese recinto cerrado, -no se parecía en nada a mi cueva-. A ese grito se sumó toda esa gente que estaba en la habitación. Querían que me fuera. Grité y les dije que sólo veía a cuatro mujeres con antifaces que se acercaban a mí sin saber por qué. La gente sacó los ataúdes. Sólo les dije que me acordaba de cuatro antifaces que me encontré en la calle y traté de cogerlas. Dos hombres se acercaban a mí. Venían vestidos de blanco.