Justificó su acto en el consenso. Todos sabían que no había otra solución. Los niños en esa zona eran negros, sucios y más que feos, peligrosos.
El pequeño muerto yacía en la vereda, cara al piso, permitiendo ver la miseria de su vestimenta lamentable. Las zapatillas eran de una marca conocida pero estaban sucias y rotas. Carecía del abrigo adecuado para el invierno tan crudo que se nos vino encima y sus manitas estaban aún amoratadas por el frío.
El asesino tenía el arma en la mano y contaba, con aire triunfal, su hazaña a los vecinos.
-El mocoso se me vino encima, con un cuchillo en la mano. Entró y me pidió dos pesos ¡dos pesos¡ ¿qué le parece? Y me miraba como si yo tuviera la obligación de dárselos. Le dije que no, que se mandara a mudar y ahí nomás sacó el cuchillo. Yo siempre tengo el arma a mano, por las dudas ¿vio? Y disparé nomás, con estos no hay otra solución.
Los vecinos miraban con fascinación y horror el minúsculo atado de trapos que sangraba en la vereda y ni siquiera la sirena de la policía los apartó. Continuaron allí mucho después que la ambulancia se llevara el cadáver, escuchando con gravedad la historia contada una y otra vez por el verdulero que en ningún momento abandonó el arma. La pasaba de mano en mano mientras hablaba sin parar.
Nadie sabía el nombre del niño aunque muchos decían haberlo visto por el barrio, tampoco hubo el menor gesto de piedad. Cada uno de los oyentes del verdulero se preparó para una situación semejante y comenzaron a limpiar mentalmente sus armas.
Ana Neirotti 27/8/07
A.N