Son las siete y diez de la tarde. Hace ya una hora y media que he vuelto a mi casa después de estar toda la tarde trabajando. Estoy solo, completamente solo, inmerso en una soledad tan absoluta como en la que se encuentra un corredor de fondo. Voy ya por el tercer vaso de ron con coca-cola. Cada vez me cuesta menos ver el fondo del vaso de tubo. En este último vaso solo he tenido que hechar la mitad de los cubitos de hielo que en el anterior ya que no ha dado tiempo a que se derritieran. Voy ya por el tercer vaso y he decidido ponerme a escribir, ya que las palabras me salen mejor cuando me deshiniben los cuarenta grados del Pampero venezolano. No se cómo he llegado a esta situación, o quizá sí, sí que lo sé, y por lo más sagrado -si es que queda algo sagrado- juro que daría cualquier cosa por no saberlo, daría lo que fuera porque la ignorancia me hubiese guiado en este viaje que sé que llegará a su fín muy pronto. El vaso se ha vuelto a vaciar. Mientras recorro el cada vez más largo pasillo de mi oscuro piso pienso en cómo he llegado a esta situación. No me cuesta mucho llgar a lo más profundo de mi alma, a analizar hasta el más secreto de los recovecos del ánima mía, no me cuesta nada en realidad, pues todas las noches de aquí a un tiempo las he pasado despedazando como un león a su presa cada ínfima parte de mi ser, cada pedazo, haciendo pequeños paquetes que cuidadosamente he etiquetado y guardado en un lugar de fácil acceso en lo más profundo de mí, tan solo debo abrir una estrcha puerta para llegar a ellos, una puerta que se abre cada vez con más facilidad ante el aplastante efecto del etil venezolano. Si bien, aunque las razones y causas de mi actual situación no se esconden -dessgraciadamente- a mi entendimiento, el momento y el lugar en el que empezó a fraguarse este fuego que me consume -o quizá a apagarse el ardor y la constancia que me caracterizaba- no consigo fijarlos, ni siquiera consigo acercarme a tiempo en que todo comenzó, pues cada vez que creo he llegado a la respuesta el recuerdo de una situación temporalmente anterior me hace pensar que el mal está más arraigado en mí, que hace más tiempo del que me gustaría que esta desilución se ha apoderado de mí completamente. Temo -me aterra- pensar que así llegaré hasta el día en que nací, que esa fue la fecha de autos, que ese día hace algo menos de veinte años en una soleada aunque oscura mañana de mayo en Madrid fue el sía en que comenzó a cuajar en mí lo que de pronto desaparecerá y dejará este mundo conmigo. El ron está cumpliendo su labor, era inminente, era necesariamente inminente. Me levanto a por el quinto vaso, la botella está ya media vacía, o medio llena como diría el filósofo, yo no la veo ni medio llena ni medio vacía, solo puedo ver -anhelar- el momento en que se acabe, pero soy paciente, y ese momento llegará pronto, muy pronto. Mientras recorro de nuevo el pasillo en el que cada vez se escapa más luz por la ventana del fondo, pues al fono hay una habitación con la puerta abierta, con una ventana también abierta por la que se escapa la luz de mi casa, la luz de mi alma. Pero no iré a buscarla, ya no, he corrido tantas veces detrás de ella que por fín he escarmentado, ya no correré más, la dejaré ir si ese es su deseo, ya que ahora sí, ese es también mi anhelo. Vuelvo con el vaso repleto de hielo, ya no me fijo en la cantidad de Pampero que echo en el vaso, solo echo. Mientras le doy un nuevo trago abro sin cuidado el pequeño tarro que compré el domingo pasado a una bella gitana que con unos dulcísimos ojos me decía que lo sentía, que lo sentía mucho. Abro por completo la botellita y la vacío entera en el ron. Le doy el último trago y así doy fin a mi historia, "mi historia", es un bello sintagma, pero ya no me importa. Ya nada tiene sentido, por primera vez soy felíz en mucho tiempo, ninguna preocupación, nada que me abra las puertas del insomnio, nada que atormente mi alma, la vacía nada, sólo eso. Dejo el vaso encima de la mesa y miro por la ventana, un pequeño gorrión se ha parado a descansar en la cornisa, le miro por un instante. Él me devuelve la mirada, parece decirme "pero qué has hecho". Niego con la cabeza, me comienzo a tambalear y caigo, me dejo caer, suavemente al suelo, está frío, pero ya no importa tampoco, todo acabará en unos segundos, así había de ser, así es.
No todo está perdido si aún puedes aprecir la dulzura de unos ojos, apreciar el vuelo de un ave, sentir la luz que se cuela en tu habitación . . Esa luz que está ahí para alumbrar tus pasos . . . no para que desistas de seguir caminando No sé si fue la intención del cuento, pero es una fantástica descripción de la soledad que arropa a un borracho y de la impotencia para enfrentarse a la realidad