Había nacido aquella mañana.
Cuando abrió los ojos no encontró más que su propio aliento. Recortadas contra el fondo gris del cielo, las pequeñas nubes lechosas creaban hipnóticas volutas vaporosas, formas intangibles difíciles de interpretar. Confuso y perdido en la ensoñación, observó como el fenómeno se repetía periódicamente, sin que el patrón al que estuviera sometido diera muestras de actuar de forma no lineal. Las fantasmales gasas brotaban siempre del mismo sitio, justo delante de su visión, y desaparecían disueltas en un fluido invisible.
El neonato miró fuera e interrogó dentro, buscando una respuesta al acontecimiento tan asombroso que estaba presenciando. Su curiosidad provocó dos emociones, recorriendo a la par los canales vacíos de su cognición, las primeras que experimentaba en su cortisima vida. Sorpresa ante el milagro que suponía encontrarse en unas coordenadas concretas de tiempo y espacio, sorpresa al percibir la energía y la materia, sorpresa al encontrarse viviente. Desesperación ante el deseo de recordar las razones de su advenimiento, desesperación por sentir el impacto rudo en medio de su vacua memoria, contra el impenetrable muro de inutilidad mnemónica que le rodea impertérrito, sin brechas. Estancado en ese estado cercano a ser, infinitamente lejos de cualquier realidad, lanzando cuerdas a su alrededor. Quién era. Dónde estaba. Respuestas sin pregunta. Avalancha sutil y eficaz de neurotransmisores inundando cada porción de su joven y torturada alma.
Él no lo sabe, su estado no le ofrece ni tan siquiera la oportunidad de imaginarlo. Pero si pudiera, si realmente consiguiera por un instante conocer el sufrimiento que me supone verle nacer, enfrentarse contra aquella pared de incertidumbre, sin poder hacer otra cosa más que observar su desesperación, no lograría resistirlo. Él no tiene culpa alguna de ser como es, como yo tampoco tengo culpa alguna de hacerle como somos. Es lo mejor para los dos, el dolor queda amortiguado, se hace más llevadero. Si le abriera los ojos súbitamente, acabaría haciéndonos daño. Sólo tengo que serenarle, lograr que su química neuronal se equilibre, establecer los parámetros adecuados, como hago a diario. Después todo volverá al cauce convenido.
La mano extendida produjo sombras líquidas delante de sus ojos.
En su corta lucidez se sintió modelado por extrañas fuerzas, esculpido por las texturas que le rodeaban, ajeno a sí mismo, puro olvido, morador del desértico oasis. La angustia, producida por la carencia de identidad, le condujo a una lucha atroz por obtener una esfera de referencia válida, punto inmóvil al cual amarrar todas sus esperanzas y sueños, pilar donde mantener el virtual e ínfimo peso de su recién creada entraña. Remolinos de colores surgieron del abismo, formando una visión caleidoscópica, cada vez más y más compleja, un modelo matemático de aparatosos fractales, caos en medio del caos, orden multicromática sesgando el lógico fluir de las formas. Obtuvo deseos de realizar un acto reflejo condicionado, remitidos directamente por aquello que no podía percibir. En alguna parte de su ser, separado por aquella muralla de grosor inimaginable, habitaba él mismo, comisionado implacable de dictaminar cuales eran las directrices a seguir en todo momento. Obedecería sin poder oponerse, con total sumisión. Aceptaría cualquier escenario diferente que le extrajera del perpetuo entumecimiento y le indicara el camino a seguir. Haría lo que fuese para liberarse de la apatía, que le conducía por círculos cerrados, cada vez más amplios, sin más salida que la vacuidad. Aquel proceso automático, almacenado en su mente desde el inicio de los tiempos, fue ejecutado, como cada vez que era asaltado por emociones desestabilizadoras. Le proporcionó tranquilidad, arrullándole con palabras silenciosas de sosiego y anhelo.
Él siempre termina por deducir mi existencia. No ha habido día en que no se percatara de la presencia que le sigue a todas partes, aunque de forma vaga, muy alejada de la realidad. Me piensa como el redentor que le ha liberado del precipicio infinito donde se hallaba recluido desde su nacimiento. A partir del momento en que decide acatar la orden impuesta por mí, obtiene una proto-identidad que le ayuda a ejecutar su tarea, alejado del sufrimiento que le supone el encontrarse absolutamente vacío. Es fundamental para los dos que logre realizar su trabajo de manera precisa, con la menor tasa de error posible.
Caminar, sólo caminar, solo.
Impulsado por el vasallaje exigido al que habitaba en lo más recóndito de su conciencia, aplicó las fuerzas necesarias para comenzar a deslizarse por el espacio profundo. Sólo desplazarse, desplazarse solo, sin poder ni querer determinar cual es el destino o cual el propósito del éxodo, abandonado en los brazos de quien una vez le sacó del averno.
Infinidad de longitudes de onda desafiando las leyes de la cordura, dando vida a la quietud absoluta. El movimiento sugirió absurdas teorías que eran eliminadas nada más emerger, sensaciones nuevas lanzando redes entre sus neuronas, configurando escalas cada vez mayores. Vida.
No es fácil caminar entre aquel laberinto de calles, avenidas sin principio ni final, túneles que descienden hasta las mismas entrañas de La Tierra. Ocasionalmente descubre un cráter, una montaña de escombros, que le impiden avanzar, obligándole a dar rodeos inverosímiles, desviándole decenas de kilómetros entre los edificios. Hace frío, mucho frío, la nieve se acumula en las aceras y el desconchado pavimento. El viento gélido le atraviesa la tenue piel, penetra muy profundamente, instalándose en sus huesos de delicado marfil. No tiene ropa, camina desnudo en medio del páramo, amoratado, con la idea grabada a fuego en lo más profundo de su ser. Hacia el norte, siempre hacia el norte. Ningún ser humano podría resistir tanta penuria, tanto desazón, tanta crudeza. Pero él la resiste, está hecho para soportar peores condiciones físicas y emocionales. No puede saberlo, no debe conocer el por qué de su naturaleza, ni los designios que le han sido impuestos, ni cual será su final. Vive en la más hundida ignorancia, prácticamente como nosotros, con la diferencia que supone el no ser dueño de sus propios actos. Manejado por hilos invisibles, la marioneta del destino continua su marcha, feliz por ser, calentado por la resolución que alberga en su frágil memoria.
Abuelo.
No podría establecer la cantidad real de tiempo que transcurrió, pero la luz a su alrededor perdió gran parte de potencial. Era difícil moverse sin percibir la energía lumínica que le ofrecía tantas referencias. El tránsito dejó de poseer una velocidad uniforme, perdiendo cadencia según discurría aquel proceso desconocido. Con su escasa experiencia advirtió que debía detenerse, dejar de enviar impulsos nerviosos, cambiar el centro de gravedad y provocar un estado que redujera moderadamente sus constantes vitales. Los ecos de la aureola colorista, antaño poderosos, estaban ahora prácticamente apagados. La firmeza de la orden había pasado a ser un simple estímulo, para derivar a una caricia agradable. El otro le agradecía su esfuerzo con promesas placenteras y lánguidos sonidos armónicos.
Poco a poco la madeja neuronal fue perdiendo consistencia, las sensaciones perdieron interés. El pequeño conjunto de experiencias almacenadas se revolvió contra él, dando lugar a difusos espasmos de desconcierto. Desde detrás del muro surgió una silueta amorfa, demasiado conocida, con intenciones consabidas, presta a causarle daño. No podía huir de él, no había refugio en aquel estrecho hueco de su mente. Encogido, contempló como le era arrebatado hasta el último pedazo de existencia, desgarrando la trama que tanto esfuerzo le había costado tejer. Roto, sin poder optar a recomponer los aislados segmentos que lo compusieron, se entregó a la mortaja del crepúsculo. Una vez más, el vacío de su interior se vació por completo.
Sólo matándole es posible hacerle resucitar de nuevo, nuevo, sin recuerdos del amargo pasado, alejado del sufrimiento soportado durante la agotadora jornada de marcha, la agonía de moverse por aquella masa apocalíptica de hierros torcidos y aberrantes formas geométricas. Con su muerte se termina un mundo de desesperación y sorpresa, de vasallaje ciego, de autocompasión. Con su muerte olvido lo que una vez fui y seré, para abandonarme en los brazos de aquel que me dio la libertad, que me ofreció una conciencia y la posibilidad de alejarme del vacío. Con su muerte me siento un recién nacido, con las esperanzas y los sueños que me proporcionan el pilar en el cual me asiento, la esfera de referencia sobre la que pintar todos los colores de mi visión caleidoscópica. Con su muerte sé quien es y donde estoy, respuestas sin pregunta, bañando mis conexiones neuronales con neurotransmisores musicales, los sonidos de mis ancestros, el canto de las ballenas.
Cuando el haz de partículas ínfimas llegó a mis receptores foto-luminiscentes, un mandamiento imperativo me fue demandado. Abrí los ojos y no encontré más que mi propio aliento. Pequeñas nubes lechosas recortadas contra un fondo grisáceo pálido, surgiendo delante de mis propios ojos.
Había nacido aquella mañana.