Xamirú vivía en un pequeño asteroide del sistema solar Torio, llamado Miuria. Era un ser reservado e inaccesible, nunca salía de su residencia, la Mansión de las Siete Torres. Por eso cuando convocaba a una de sus extrañas fiestas, los invitados llegaban desde los confines más remotos del universo, como yo, atraídos por la enigmática personalidad de Xamirú.
Los heraldos de Xamirú eran Silmus alados, especie de lagartos azules gigantescos, capaces de volar en las atmósferas más letales. Los Silmus ya extintos en todas las galaxias, habían encontrado entre los cráteres de los asteroides de Miuria, su último refugio natural. Xamirú los amaestró para deshacerse de sus enemigos y para que le llevasen las invitaciones de fiesta. Los saurios voladores de Miuria son animales dañinos, capaces de matar con una sola mirada de su ojo izquierdo; además del extraño don de la muerte, estos dragones añiles tienen buena disposición para repetir y recordar las ordenes, así las invitaciones de la Mansión de las Siete Torres llegaban más allá de los anillos heliogónicos de Torio. Cuando me visitaron para entregarme el mensaje de Xamirú, evité la mirada ponzoñosa de su lado nefasto. Decidí ir a la fiesta seducido por la fastuosidad del banquete y el espectáculo de la subasta. Llegué al puerto aéreo de Miuria y mi vehículo descendió, escoltado por la fría luz crepuscular a los hangares de la Mansión. Allí vi las naves de los otros invitados. Sobre sus puldías superficies ostentaban escudos e insignias de Aglanis, de Mohgu-Tan, de Capiria y otras regiones ignotas. Algunos como yo, no tenían planeta de origen. Por una devastación bélica o telúrica habíamos quedado huérfanos de patria, deambulando por todo el cosmos sin rumbo fijo. Los apátrdías usábamos como distintivo, la vieja insignia negra con los símbolos dorados y rojos de la casa real de los Torios, antigua dinastía procedente del país de Nimente, que regia todo el sistema.
Caminé hacia la recepción atravesando el enorme estacionamiento. En el trayecto; a pesar de la espesa bruma verde que emanaba del sistema de ambiente atmosférico y lo desdibujaba todo, pintando fantasmas a mi paso, vi varios vehículos especiales que como el mío ostentaban el escudo toriado en sus carrocerías. Yo conocía alguno de estos vagabundos del espacio, eran los incondicionales de los grandes banquetes. Nos habíamos reconocido el rostro en muchos ágapes, a través de los grasientos manteles, disputándonos las bandejas de Tofus de Aglanis, brindando en copas de cristal rojo llenas de vino pontopórico traído en ánforas desde Nimente, la región de los pantanos y las nieblas azules. Entre ellos abundaban los rapsodas, los poetas y los cuentistas; a todos les había escuchado hasta la saciedad, epopeyas sobre civilizaciones perddías, poemas épicos, sonetos amorosos e incluso chistes crueles sobre la la muerte del sol de Capiria. Unos presumían de ser grandes magos, duendes del tiempo capaces de leer el destino en un plato de comida, confeccionar una carta astral en la servilleta o relatar las siete vías de la iluminación antes de llegar a los postres. Otros eran aventureros, sobrevivientes de todas las tragedias humanas. También abundaban los comunicativos comerciantes de objetos y los prestamistas. El caso era hacerse escuchar, atraer la displicente atención Xamirú, contando historias inverosímiles, chismes escandolosos que provocaran ataques de risa histérica o la curiosidad de nuestro anfitrión. Hacerse notar, brillar entre tanta luminaria tesorera de leyendas primigenias, era el objetivo de muchos de los que asistían a la fiesta esta noche. Iba recordando los nombres de algunos de ellos: Gargol el Príncipe de Nimente, Guarnerio el Trashumante..., mientras escuchaba el eco de mis pisadas en el frío suelo del hangar.
Al llegar al elevador vi El Comenta Rojo, era el avión espacial del viejo Terencio de Aldebarán, el último testigo de la explosión de las Pléyades. Siempre contaba aquella historia de cómo se salvó de la tremenda lengua de fuego que lo persiguió en su nave por tres sistemas solares, alcanzando velocidades de más de 500.000 kilómetros a la hora, hasta que llegó a la galaxia de Kuris. Algunos de ellos no usaban transportes convencionales, como el misterioso Doulos Oukón, Comandante Espuela del Gallo Solar de los Abraxas, que llevaba tres mil eones buscando por todos los reinos de la materia a su amada Helena Ukusa, desterrada por los hierofantes a uno de los planetas menores. Vagabundos, príncipes del sol, escritores hambrientos, profetas sin iglesia y aventureros ya ancianos venidos de todos los mundos de la constelación de Kuris, habían arribado a aquel pequeño asteroide del sistema de Torio, para gozar de una velada inolvidable, alumbrados por la luz verde de la luna de Miuria.
Según entraba en los recintos y los pasillos de la Mansión pensé que mi caso era de los peores. La vida no me había concedido ningún don sobresaliente como orador, mis aventuras se limitaban a las largas y solitarias jornadas de exploración ocular, en la base astronómica de Fobos, en el cinturón orbital del lejano Marte. No era lo que se dice un espécimen interesante, sin embargo era invitado a todas las fiestas de esta parte de la confederación toriada. Resultaba muy curioso para los súbditos torios, conocer al último sobreviviente de otra raza. Sentado a la mesa, entre tanta criatura escamosa, alagartada y multifacética, llamaba poderosa la atención mi rostro humano. A Xamirú le gustaba tenerme entre sus invitados, aunque sólo fuera porque era el único sobreviviente del planeta Tierra.
Yo, Christophe Bouvier, era un insignificante científico abandonado en una observatorio astronómico del sistema solar. Mi función era estudiar la actividad de los agujeros negros; otros se encargaban de los cometas y los vientos solares, para reportar a la tierra los posibles cambios climáticos que pudieran afectar a la agricultura, a las cosechas y por ende a la alimentación. Me inscribí en el proyecto de la FAO, porque me fascinaba, casi como a un niño, el misterio de los hoyos negros. Me atraían como imanes.
Teníamos el observatorio instalado en el satélite Fobos en la órbita de Marte, lugar de atmósfera irrespirable pero cristalina, perfecta para ver los cuerpos celestes. Eran las fiestas de diciembre del 2,100. Aquel año me había tocado en suerte quedarme de guardia, para vigilar los registros del gran telescopio electrónico, mientras los demás científicos regresaban a la Tierra, a pasar la Navidad con sus familias. Ella también se fue.
Desde allí observé, lleno de rabia e impotencia, la gran hecatombe. Todo aquello parecía una broma del destino. Un microorganismo capaz de combatir el cáncer, había sido fabricado genéticamente. El 23 de diciembre, los biólogos del Instituto Pasteur dieron teleconferencias a todo el sistema solar, para informar a la comunidad científica interplanetaria de su fascinante descubrimiento: La humanidad venció al cáncer. El virus que habían sintetizado devoraba el oxigeno que tenían las células cancerosas y así detenía la terrible enfermedad. Yo saboreaba un poco atónito aquel regalo de Navidad; mientras pensaba irónico, en los millones de "Gauloises" que mis ancestros bretones habían fumado, para contribuir al cáncer de pulmón, sin éxito. Lo celebré abriendo una de las dos botellas de champagne que tenia reservadas para la cena de Nochebuena, la otra nunca la llegué a tomar. Brindé frente a los monitores y los instrumentos, por el triunfo de la ciencia sobre la muerte. Acabé ebrio en mi sillón, cantado una antigua canción de escocesa, sobre la consola de instrumentos.
Me desperté temprano el día de Navidad, con una jaula de grillos en la cabeza y una tormenta de ácidos en el estomago. Hice unas lecturas de rutina sobre la mesa de los 666 agujeros negros, que observaba sin piedad todos los días desde hacia seis años y me dormí hasta las doce. Me disponía a almorzar, cuando llegó un mensaje urgente de la oficina central de FAO en Roma. La cara lívida del Director General apareció en la pantalla. Se veía excitado, sus palabras eran una atropellada hilera de aturdimientos verbales, sobre una tragedia sin precedentes. El microorganismo que cura el cáncer, se hallaba fuera de control, desde aquella mañana. Un estúpido error en el transporte; cuando enviaban unas cepas a las ciudades del norte de América, provocó la rotura de la caja de Petri que lo contenía y se escapó libremente a la atmósfera. Al entrar en contacto con el aire, su metabolismo enloqueció con la presencia del oxigeno, por él que tenia una avidez desmedida. El laboratorio biomédico estaba evaluando los efectos que esto tendría. Me advirtió sobre los daños de una epidemia por la esporación generalizada del virus, esparcido por los vientos en todo el planeta. El asunto era serio, le prometí estar al pendiente de los movimientos eólicos e informarlo cuanto antes de los cambios climáticos. Aunque la estación meteorológica me pareció el sitio menos apropiado para controlar una epidemia viral, los mantuve enterados del clima, como si fuese un parte de guerra.
Las noticias de la Tierra eran amenazantes. El organismo se reproducía a razón de 20.000 veces por segundo; al principio no comprendí el peligro que extrañaba, pero conforme pasaron los días vislumbré su verdadero alcance. Era capaz de soportar temperaturas entre 70 y menos 10 grados centígrados; para él toda la tierra era buena. La capacidad de combustionar oxígeno en su complicado metabolismo era inagotable y sus esporas diseminadas como polvo por el viento, fueron esparciendo la muerte.
La pesadilla pronto se extendió por todo el continente americano. Una semana después había llegado a Europa y recibí en el observatorio los primeros reportes sobre la escasez de oxígeno en los Alpes suizos. Probaron controlarlo con armas químicas, pero todo fue inútil, su velocidad de reproducción lo hacía invencible, era más rápido que cualquier veneno.
El 8 de enero las noticias daban a conocer al mundo los primeros casos de muerte por asfixia. En todo el planeta se marchitaban las plantas, los animales caían extenuados al menor esfuerzos, para luego sucumbir por falta de oxígeno, en una agonía espantosa. Las personas se desplomaban por las calles, las ciudades estaban llenas de cadáveres sin enterrar, en los colectivos, en los edificios aparecían sus rostros amoratados. Tenían los ojos abiertos con la mirada fija en el infinito y sus lenguas hinchadas y negras asomaban por la boca, en una mueca atroz. Nunca vi nada tan horrible.
En los países independientes de Texas y California, antes parte del antiguo imperio de los Estados Unidos, los científicos y los líderes se encerraron en refugios atómicos, en submarinos y en naves espaciales, pero cuando el oxígeno de sus tanques se acabó, sobrevino lo inevitable. Los hombres habían alterado el delicado equilibrio ecológico del planeta y pagarían muy caro aquel error. Yo observaba cómo agonizaba la Tierra, sin poder hacer nada, desde mi cúpula sagrada, a más de novecientos millones de kilómetros de distancia.
El treinta de enero del año 2.101, la señal de la oficina central de la FAO en Roma no llegó a la estación. Busqué comunicarme, en vano durante toda la mañana, recorriendo todas las sintonías del radial. Aquella señal por seis años había sido la única comunicación con mi familia, con la cultura y con el mundo de los hombres; ahora la Tierra había enmudecido para siempre. Ella también habría muerto seguramente. Aquel día fue el más triste de mi existencia. Estaba definitivamente solo, en medio del espacio, en una aséptica y desolada estación astronómica en Fobos, satélite de Marte en el seno de la nada.
Los primeros días no podía creer la crueldad que el destino me había jugado. A diario radiaba con el láser mensajes a la Tierra, que se perdían en el vacío y nunca recibía respuesta. Conforme pasaba el tiempo abandoné mis estudios y mis observaciones de los cielos. El misterio de los hoyos negros dejó de interesarme; la ciencia me deprimía. Me dediqué al ocio para no pensar en mí, ni en ella. Pronto acabé con todos los libros de la biblioteca electrónica; no quise leer Robinson Crusoe. Supervisaba la planta de energía constantemente y cuidaba con esmero el huerto hidropónico. Por último jugué al ajedrez con la computadora. Las partidas me abstraían en un principio y llegué a olvidarme de todo por un tiempo pero, luego de vencer a mí oponente transistorizado diez veces seguidas; ya sin interés, caí en un profundo estado depresivo.
Deambulaba por la base llorando desconsolado, a veces me dejaba caer al piso y quedaba tirado horas mirando mis manos. Mi llanto duró días, tal vez semanas, nada me sacaba de aquella postración, la idea de ser el último hombre, era insoportablemente cruel. El suicidio acechaba mis horas de debilidad; pero los breves momentos de ilusión, en que anidaba en mi la vana esperanza de encontrar algún sobreviviente de la Tierra, alejaban de mi mente aquella salida. Aunque estaba acostumbrado a la soledad, la idea de estarlo para siempre se me hizo insoportable. Cuando ya no pude más decidí abandonar la base.
Era el 28 de febrero del año 2,101. Subí a mi nave los objetos más imprescindibles y las provisiones necesarias para un largo viaje; no olvidé mi última botella de champagne, la que guardaba como un amuleto, y preparé mi partida. La posibilidad de encontrar algo o alguien, en medio de las grandes distancias intergalácticas, era de una entre un billón, sabía que aquel viaje era mi suicidio. Me despedí de la base astronómica FAO XX1; con una extraña ternura vi empequeñecerse la que había sido mi casa durante seis años, mientras mi vehículo se sumergía en la negrura abismal del espacio. Aunque no pensaba regresar, anote en mi bitácora la ruta de vuelo. La visión del cosmos salpicado de estrellas rutilantes y lejanas, me tranquilizo.
No sabía a donde ir. Vagué sin rumbo dando vueltas a los últimos planetas del sistema solar, pronto las sombras negras de Neptuno y Plutón quedaron atrás. Conforme me adentraba en la inmensidad, una atrevida idea surgió de mi interior: explorar un hoyo negro. Durante diez años los había observado, visto, medido y analizado, pero nunca tuve un conocimiento concreto de lo que eran; puras hipótesis de física astronómica. Yo quería ver, tocar uno. La nave no tenía energía para un viaje tan largo, pero si lograba acércame lo suficiente a él, su enorme campo de atracción haría el resto. Estaba decidido a morir con la magnífica visión del centro de un hoyo negro grabado en mis pupilas. Había localizado uno muy cerca de Alfa Centauro. Para llegar a él necesitaría diez años. Me conecté al sistema de hibernación que regula las funciones vitales en los viajes intergalácticos, mientras yo inhalaba el gas sicotrópico que alarga el periodo MOR, hasta donde acaban los sueños. La computadora corregiría el rumbo y seguiría el programa de navegación los próximos diez años, mientras yo dormitaba. El tiempo se hacía eterno en la espera del sopor; hibernar es como morirse.
Acostumbré mis ojos a la luz interior. Desperté entumecido y sediento, y me dispuse a observar mi hoyo negro que no debería estar lejos, luego de aquel largo viaje de diez años luz. En efecto, allí estaba, en medio de un gigantesco remolino de planetas colapsados, estrellas sin luz y cometas errantes que danzaban en su derredor y se hundían en la negrura de su centro. Era más impresionante de lo que jamás había imaginado desde mi pequeño radiotelescopio. Su poder de atracción era inmenso. Sistemas solares completos con planetas, satélites y asteroides desfilaban lenta e inexorablemente hacia él; al principio despacio, majestuosos, luego aceleraban sus órbitas elípticas y se hundían vertiginosas y espirales en la nada. Algunas dejaban atrás un reguero de luz y polvo estelar. Allí estaba yo, en medio de aquel espectáculo sideral; único sobreviviente de una raza perdida, viendo un hoyo que se tragaba pedazos del universo. Tenia un solo camino que escoger. La nave apenas tenia energía, pero la atracción del hoyo empezaba a notarse. Caía hacia él, despacio y maniobraba con cierta elegancia, esquivando los pequeños meteoros y las escorias siderales. Al cabo de una hora de navegar, entre aquellos sargazos minerales, la aceleración se hizo muy fuerte. Conecté el campo de fuerza y me dispuse a disfrutar de mi holocausto. Lo que pasó después, es para mi inexplicable. Vi una tormenta de estrellas, un huracán de luces y un torrente de cuerpos gigantescos lanzándose a velocidades imposibles hacia un agujero del tamaño de una pelota de ping-pong. Lo cuerpos, parecían licuarse al acercarse al centro del remolino cósmico. Yo iba en ese río desbocado a fundirme con lo desconocido. Las luces se convirtieron en rayas por efecto de la aceleración. Tuve miedo y cerré los ojos. Mientras apretaba los párpados escuché una chirriante vibración que lo sacudía todo. Luego perdí la noción del tiempo.
Un extraño silencio me despertó. La nave flotaba en medio del espacio. No se veía el hoyo negro; en su lugar una pequeña estrella brillante, irradiaba su luz cegadora. Del centro salían despedidos cuerpos velocísimos que se alejaban hacia los confines de aquel sistema. Miré alrededor y no reconocí donde estaba. Sólo tenía una lejana noción de haber atravesado el pozo negro, y eso me parecía la única explicación satisfactoria. Con el poco combustible que me quedaba y procurando evitar los veloces cometas que despedía la estrella, me dirigí hacia un brumoso grupo de planetas. Era la constelación de Kuris, en la inconmensurable galaxia de Aurán, y entre aquel cúmulo de incontable de luces, estaba el sistema solar de Torio, mi nuevo hogar. Allí encontré seres y civilizaciones sorprendentemente amigas y sociables. Aunque su forma era bien distinta de la humana, aprendí a convivir con ellos; con el tiempo no me producía repugnancia, ni rechazo, su piel escamosa, sus varios ojos tentaculares o sus continuas salivaciones verdes, de lo que serían unas fosas nasales. Había llegado a Miuria, el pequeño asteroide del sistema Torio, hacia tres años. Aquí conocí a Xamirú el señor de la Mansión de las Siete Torres, y a otras extraños personajes que habitan en esta esquina dimensional del universo, detrás de los hoyos negros, más allá de los últimos cuasares. Aquí, en este zoológico demencial, perdí toda esperanza de encontrarme otra vez con lo humano. Pronto me hice famoso entre los habitantes de los distintos planetas toriados por mi extraña cara con dos únicos ojos.
Era costumbre entre los torios coleccionar seres, cuentos y objetos fantásticos y raros. En toda esta parte del pluriverso se hablaba de la fantástica colección de objetos y cosas; que luego de deambular por mil eones, descansaban en las vitrinas del museo particular de Xamirú. Su dueño no era un hombre sensible al arte, más bien era un acumulador compulsivo de las anécdotas y de las cosas. Habla pagado grandes fortunas por adquisiciones caprichosas. Su colección abarcaba desde los futiles objetos cotidianos, hasta las grandes obras de artistas famosos de todos los sistemas de la galaxia Albar. Su satisfacción era más grande cuando adquiría objetos vulgares, pero difíciles de obtener. Lo único, lo irrepetible encerraba para Xamirú un tesoro y despertaba en él la pasión del deseo. Nunca compraba nada, sin antes escuchar la historia del objeto durante la subasta pública que él mismo organizaba para recreo de sus invitados y amigos. Había ocasiones en que pagaba fortunas, más por lo ingenioso de la historia, que por el valor intrínseco del objeto. Esta era la única ocasión en que sus invitados podíamos ver y oír tales prodigios. Luego de la adquisición, el objeto y su historia escrita eran colocados en su museo privado en los infinitos salones de las Siete Torres. A nadie le estaba permitido visitar la colección, donde cien Silmus alados custodian siempre alertas los tesoros de su dueño. Nunca supe por qué, el coleccionista nos permitía ser testigos de las extrañas transacciones que realizaba. En el gran salón de los Abraxas, Xamirú recibía a los comerciantes que llegaban desde los confines de las constelaciones más efímeras, trayendo consigo los materiales y las formas más sorprendentes y curiosas que yo haya visto jamás. La fama de su riqueza y lo espléndido que era en el pago de sus compras, atrajo a los anticuarios de todo el universo. Vendedores de objetos robados, ladrones de tumbas y mercaderes de lo imposible, llegaban al asteroide de Miuria con la sutil esperanza de colocar su mercancía en los codiciados anaqueles. Nadie se había atrevido a ofrecer a Xamirú una falsificación o una pieza que no fuese única, su genio colérico, además del prudente juicio de su vidrioso primo Humbar, eran más que suficientes para alejar a los timadores. Al finalizar los banquetes, se iniciaba la subasta, los invitados disfrutábamos del ingenio de los tratantes para despertar el interés y la codicia del dueño de aquel singular museo. Yo por un tiempo fui coleccionando en la memoria algunas de aquellas interesantes historias, aunque a Xamirú no le gustaba que guardásemos ni en el recuerdo, lo que consideraba lo más preciado de sus objetos: su historia.
Aquella noche llegué tarde al gran salón de los Abraxas y el banquete había comenzado. Fui a saludar al anfitrión, que extendió por encima de la mesa de honor, dichoso uno de sus tentáculos anillado con gemas traslúcidas. Igualmente, saludé de mano a su primo, que era también su consejero, al que todos llamaban: el Humbar de Xamirú. Este era una especie de ser cristalizado, delgado y esbelto; una articulada mantis de cuarzo. Luego de repetir los acostumbrados formalismos, me dirigí a mi lugar, mientras iba saludando con la cabeza a los comensales de las mesas vecinas. Me senté entre un alto visir calamar, viscoso y lleno de tentáculos; y una dama bastante habladora con pinta de murciélago, medio pariente de las ardillas aladas con colmillos de jabalí, que viven en las arboledas anaranjadas de Capiria. Todo es extraño en la casa de Xamirú, el amo de los Silmus alados.
Había en el menú Tofus de Aglanis escarchados en salsa Mapiar, mi platillo preferido. La comida de Miuria es demasiado colórida, uno se pierde en una maraña de especies alcanforadas y aceitosas. Por eso yo había decidido, luego de varios recorridos culinarios por los cientos de recetas que tienen, pedir solo una orden de Tofus. Lo malo de la gastronomía miuresa, no era mi paladar terrícola y desacostumbrado, sino sus pésimos vinos; por llamar de alguna manera a estos líquidos perfumados hasta embrutecer, espesos y polvosos, que acompañan las comidas. Los vinos eran de mi peor estima. Me acordaba de mi única botella de champagne, como una joya preciosa que esperaba, en la caja de la herramienta de mi nave, que llegara su día.
¿Qué dirían los sibaritas señores toriados de mi vino espumoso? Arrancaría más alabanzas, estoy seguro, que los relatos del sifú Guarnerio el Trashumante. Mi delicioso champagne francés, le vendría mejor a los Tofus, que este jarabe para la tos, que además se sube a la cabeza como un demonio.
El visir calamar ya estaba borracho, sus tentáculos se mecían sobre el mantel como ramas sin orden, ni concierto, con peligro de cristales y platos. La dama de mi izquierda, que ya descubrí no es murciélago sino vampiro sorbe con devoción unos Fofiños sangrantes de las islas de Mohgu-Tan. Los murmullos crecieron con el consumo alcohólico, y al final de la cena, de las voces llegaron a los gritos. La dama vampiro no cesaba de hablar de la calidad de los Fofiños y de sus experiencias liberales; mientras hundía su pardo hocico en el plato enrojecido por los jugos vitales. Murmuraba, entre gorgojeos y espumarajos sanguinolentos, los actos libidinosos de una orgía en la que participó con setenta ratas vampiro, en los oscuros lagos subterráneos de las cañerías de Mohgu-Tan, e insinuaba entre eructos pomposos, contar peores relatos. En los postres empecé a desesperarme y anhelaba la llegada de la subasta. Por fin Xamirú dio la orden y se hizo el respetuosa silencio.
Estábamos acostumbrados a ver desfilar a seres de las más variadas y disímbolas condiciones y orígenes. Pero la presencia en el salón, de aquel que llevarla en las sienes la mitra toriada, nos impresionó a todos. Terencio de Aldebarán, el legendario mago de los soles rojos procedente de las Pléyades, hizo la presentación del joven heredero Gargol y del objeto que venia a vender. Parecía que el Príncipe Gargol de Nimente acababa de llegar de una lejana expedición más allá de los límites conocidos y traía ante Xamirú a un extraño ser, distinto de todos los conocidos bajo el sol Torio. El joven Gargol habló; con sus fauces de batracio masculló la historia del sorprendente animal que habla cazado. El asunto llamó poderosamente la atención de todos los que estábamos bajo la cúpula dorada el salón de los Abraxas. Un bulto cubierto de tela verde fue traído junto al príncipe crotálico para confirmar su odisea. Gargol dijo que penetró a un mundo a través de un hongo, que lo condujo a otra dimensión, donde vivían extraños seres, que sólo podían ser vistos cuando dormían. El acechó el sueño de una de estas criaturas y la capturó para traerla a nuestra dimensión. Me pareció injusto que Gargol trajese a Miuria a otros seres contra su voluntad. El siguió el relato, exagerando los peligros que sufrió en su aventura por el mundo del hongo. Más deleznables todavía me parecieron las exageraciones del aristócrata para encarecer su mercancía, ya que todo lo que dijo sin duda era falso.
Por fin brillaron los tres enormes ojos del anfitrión, la historia del cazador habla despertado su atención. Entonces su primo, Humbar de Xamirú aprovechó para hacerle uno de sus acostumbrados secreteos al oído, acompasado de un movimiento mecánica de sus prismas superiores. Xamirú dijo que ya era tiempo de conocer al extraño ser. Gargol le respondió, que por ser única, tenía un alto precio, que seguramente tan generoso anfitrión podría pagar. El espectáculo no era gratis. Xamirú asintió. En medio de aquella algarabía de seres reptiles, abatraciados, ratas hocicudas y pulpos libidinosos; algo indefinible flotaba en el ambiente y me traía el dulce recuerdo de la Tierra. Gargol se volteó y descubrió a la cosa. Una exclamación como ola recorrió las mesas del banquete. El monstruo quedó desnuda ante nosotros. Con su vista recorrió las caras, con un gesto de terror pintado en los labios. Cuando llegó a clavar sus ojos en mi, sentí que estaba totalmente quieto y frío. Mil años no bastarían para borrar aquel momento de mi mente. De mis ojos brotaron las lágrimas, como dos ríos de un cauce eterno. Era ella. ¿ Quién sabe cómo ? Pero estaba allí, desnuda y asustada en medio del salón. No volteó el rostro para ver el resto de los presentes. Con la voz más clara que escuche en mi vida gritó. Su grito latió en mis oídos, chocó en los cristales rojos, en los vinos pontopóricos y con mil ecos resonó por todo el salón...
¡Como late ahora mi corazón mientras corro hacia la nave! Mis pasos resuenan en la oquedad del hangar.
Arriba en el salón quedó el ensordecedor murmullo de los invitados. Todos comentarían este banquete, y el por qué yo me había levantado interrumpiendo la subasta; gritando que aquello era una estafa pues ella, la mujer, no era el único ser de la especie humana, ya que yo era de su misma raza. El salón atronó con mi intervención. Humbar de Xamirú levantó su monumental cristalería del sillón y reclamó silencio. Con timbres aflautados recriminó a Gargol y agradeció mi intervención para aclarar el engaño. Pero los ojos de Gargol no hablaban de agradecimiento. Le había estropeado la subasta, lo que era algo más que desastroso. Xamirú cayó preso de un ataque de indigestión y devolvía trozos enteros de Tofus capeados. Me impuse a la vorágine con palabras impropias de un buscador de hoyos negros y dije que habría subasta, porque yo proponía al Príncipe cambiar a la mujer por mi botella de champagne. Gargol sonrió irónico pero levemente extrañado, mientras yo le hablaba de la posibilidad de poseer una deliciosa bebida única en esta parte del universo. Le hablé de las uvas, de las largas sesiones de fermentación en la obscuridad de las cavas, de la tradición antiquísima de este vino y de su rareza. Les conté de la lejana Francia y de los efectos alegres que producía beber este néctar espumoso, poblado por burbujas doradas, como el resplandor de los atardeceres en Nimente. Hablé de su sabor delicado y fresco, tan rara y apreciada como una joya única. Por fin Gargol aceptó, y salí corriendo por el champagne.
Ahora pienso que nunca voy a llegar con la botella al salón de los Abraxas, donde está ella esperando... este hangar es demasiado largo... y esa niebla verde que me hace ver fantasmas, aparece otra vez...
Alzo los ojos y ... la veo sonreir, está frente a mi.
Su rostro aparece en la fría pantalla del observatorio astronómico de la FAO en Fobos.
Es un mensaje navideño desde la Tierra para mi.
-Feliz Navidad Babú.
Perplejo miro el reloj, es el 25 de diciembre del año 2,100.