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El decapitado que le hacía morisquetas al verdugo (1841)

El corpulento soldado asió firmemente con la mano izquierda la cabellera del hombre semidesnudo que, arrodillado, se hallaba a su merced. Si bien no estaba atado, el reo no ofreció resistencia y, por el contrario, se mantuvo quieto mirando fijamente los ojos de su captor. Éste, mediante un rápido y preciso movimiento de brazo, con el facón que blandía en la mano derecha de un tremendo tajo le cortó el cuello, del cual manó la sangre a borbotones. El cuerpo, ya despegado de la testa, se desplomó a tierra, en medio de las exclamaciones de júbilo de los subalternos del general Manuel Oribe, militar uruguayo enviado a Tucumán para reprimir el último bastión unitario que se resistía al gobierno rosista.

La cabeza aún chorreante, enarbolada con gesto triunfal por el asesino, para sorpresa y pavura de los presentes realizó durante varios minutos extrañas y extravagantes muecas. Los ojos del ajusticiado se abrían y se cerraban histéricamente, pestañeando y guiñando; las pupilas desbordaban sus órbitas moviéndose a derecha e izquierda y, cada tanto, clavaban la mirada en su atónito victimario; mientras que el labio inferior de la boca se colocaba debajo de los dientes, explicitando una ira nada común entre los fallecidos. Sólo cuando el matador soltó el pelo y la cabeza cayó al suelo el rostro perturbado del muerto adquirió un semblante más apacible, más adecuado a su flamante condición de fenecido.

El espectáculo de la cabeza gesticulante no fue todo lo que sorprendió aquella tarde de ejecuciones. El tronco del infortunado, por su parte, se encontraba en el suelo gozando, en apariencia, de la quietud de la recién ganada vida eterna. Sin embargo, cuando el capitán Bernardino Olid, principal del ejército rosista, quiso cortar a cuchillo una lonja de la espalda del “muerto” para fabricarse, según dijo, una manea de piel humana, quedó estupefacto porque el cadáver cercenado se enderezó apoyado en las palmas de las manos y realizó varias flexiones ayudándose con las rodillas. La “presentación gimnástica” duró unos pocos segundos, aunque fueron suficientes para convertir a esta decapitación en una de las más comentadas y recordadas de la historia argentina.

Así fue como murió el 28 de septiembre de 1841, Marco Avellaneda, por entonces gobernador de Tucumán, dirigente unitario que formó parte del gobierno provincial de su antecesor, el caudillo Alejandro Heredia, a quien habría traicionado siendo, probablemente, cómplice de su asesinato, atentado ocurrido tres años antes. Marco, “el mártir de Metán” (por el lugar en el que se exhibió su cabeza clavada en una pica), fue el padre de Nicolás Avellaneda, quien, 33 años después de la tragedia que narramos, sería ungido Presidente de la Nación cuando la era de sanguinarias guerras civiles tocaba a su fin. El doctor Avellaneda presidió la República hasta 1880 y fue el primer político de trascendencia nacional que no había realizado una carrera militar, que no había intervenido en contienda bélica alguna y que –algo insólito para la época- desconocía el manejo de las armas.


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GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS

Elaboradas por Gustavo Ernesto Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher, mientras que la investigación histórica fue desarrollada en base a la siguiente bibliografía consultada:


· Bagú, Sergio: “El afianzamiento del Partido Federal”; Cedal, Bs.As., 1975

· Bosch, Beatriz: “Urquiza o la Constitución”; Cedal, Bs.As., 1975

· Fernández, Fernando: “El dictador”; Corregidor, Bs.As., 1983

· González, M.: “Decapitación de Marco Avellaneda”; Óleo, Museo Udaondo, Luján

· Juárez, Roberto: “Atentados políticos en la Argentina”; Peña Lillo, Bs.As., 1970

· Luna, Félix (obra colectiva): “Nicolás Avellaneda”; Planeta, Bs.As., 1999.

· Páez de la Torre, Carlos: “Nicolás Avellaneda – Una biografía”; Planeta, Bs.As., 2001

· Saldías, Adolfo: “Historia de la Confederación Argentina (II)”; Hyspamerica, Bs.As., 1987.
Datos del Cuento
  • Categoría: Históricos
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