Hace años me involucré sexualmente con una tía materna, a quien llamaré Silvia. No extrañé la relación porque fue efímera y porque Silvia no vivía en la capital. Era una provinciana cuya casa quedaba a más de mil kilómetros de distancia de la mía. Tan pronto como nos separamos, ella intentó mantener contacto conmigo, pero, como soy un hombre que aborrece el compromiso, particularmente el que entraña la presencia de una mujer, desde el principio ignoré sus cartas y me negué a tomar sus llamadas telefónicas. Por lo demás, tuve fe en que ella no tardaría en olvidarme.
Las razones que me llevaron a aquel pueblo fronterizo están de más. Baste decir que lo visité con el ánimo de abandonarlo pronto. Me hospedé en casa de mi abuela paterna, quien a la sazón contaba ochenta años de edad y padecía numerosas afecciones. Como me era imposible matar el tiempo con semejante anciana, me di tiempo para visitar a otros parientes. Yo no era santo de la devoción de ninguno de ellos, pues estaban al tanto de mi ateísmo y mi falta de moralidad; con todo, la cortesía los obligó a recibirme y atormentarme a preguntas sobre mi madre y otras cosas sin importancia. Sólo cuando me presente ante Silvia reparé en que habían valido la pena aquellas visitas.
Silvia era la menor de las hermanas de mi madre. Entonces me llevaba más de diez años, pero el grado de conservación de su cuerpo la hacía parecer una fulana veinteañera. La deseé al verla y, en cuanto me contó que su marido se hallaba del otro lado del Río Bravo, donde trabajaría durante un semestre, supe que no tendría problema alguno para seducirla y forzarla a satisfacerme por un tiempo.
Nunca me he jactado de ser guapo ni siquiera atractivo, pero diversas opiniones femeninas me han convertido en un sujeto interesante, digno de ser conocido tanto en público como en privado. Aborrezco la publicidad en mis relaciones con mujeres, de modo que al punto me propuse lograr que la discreción caracterizara a mi relación con Silvia. Ésta se hallaba completamente sola no sólo por la ausencia del esposo, sino porque no tenía hijos. Además, no solía frecuentar a sus hermanos y podía decirse que carecía de amigos. Se dedicaba a su hogar y a vender artesanías que ella misma fabricaba con migajón.
Es innecesario decir que obvié todo tacto a la hora de emprender mi empresa de conquista. De nada valen los rodeos cuando un hombre salaz y una mujer necesitada de sexo se hallan juntos. Progresaba la sobonería en plena sala cuando ella creyó conveniente confesar que su marido era poca cosa en la cama; el infeliz se esforzaba por complacer, pero sus intentos tendían a fracasar. Ello conducía a que el tiempo que debía haberse consumido en placer se invirtiera en ver televisión en absoluto silencio. Le pedí a Silvia que no hablara más, la tomé en brazos y la conduje a su habitación.
Abandoné a mi achacosa abuela y me trasladé a la casa de Silvia. Ella me trataría como a un rey. No podía haber sido de otra manera. Me necesitaba y yo lo sabía, y me aprovecharía de esa circunstancia. Se dio cuenta de que mi fin radicaba en esclavizarla y no protestó. Con impaciencia esperaba el momento en que se me ocurriera someterla a mis lascivas maneras. Me era indiferente que fuera de día o de noche; solía hacer abstracción de los relojes cuando se trataba de tomar a una mujer. Silvia aprendería a satisfacerme de muchos modos, y descubriría que ello la satisfacía a su vez, a un grado que, ciertamente, nunca hubiera alcanzado gracias a su marido. Éste desapareció de su mente con el paso de los días.
Llegó la hora de partir, de terminar con la reclusión enderezada a honrar a la lujuria. Nada concreto me esperaba en la capital, pues no tenía trabajo, pero otras tan afortunadas como Silvia me esperaban entre suspiros. Descreer del amor me obligó a darle la noticia sin paliativos; ella, de inmediato, trató de disuadirme, para lo que se valió de toda suerte de promesas que no me llamaron la atención. Mi inflexibilidad la obligó a llorar amargamente. Preparaba ella misma mis maletas, mientras yo la contemplaba desde un sofá, cuando me fulminó con la mirada y, con los ojos enrojecidos, sentenció: “Un día volverás a estar dentro de mí.” Le di por su lado.
Adiós a aquel pueblo caluroso y pobre. Nadie me acompañó al aeropuerto. Si regresé en avión fue porque le había ordenado a Silvia que me pagara el pasaje. De vuelta en mi ciudad natal, a la que nunca he podido retribuir con desdén, proseguí mi licencioso tren de vida. Rápidamente noté que Silvia estaba dispuesta a mantener contacto conmigo; me enviaba cartas a granel, páginas colmadas de frases que no me conmovían y que siempre acababan en un cesto de basura. Una vez, ella vino a mi ciudad, claramente con la intención de asilarse conmigo en un hotel. El problema fue que, en ese entonces, yo sostenía una relación particularmente enfermiza con una joven profesora de educación física, de la que no me hubiera separado por ningún concepto. Así que Silvia, derrotada, hubo de volver a su lejano hogar.
El tiempo corrió. No volví a recibir noticias de Silvia. No me importó. Aprendí a olvidarla con excesiva rapidez, con esa facilidad que concede la falta de amor. Me limité a vivir para el placer y ello me trajo premios y castigos. Me presté para que una odontóloga engañara a su marido, y a modo de recompensa cobré una paliza ordenada por el engañado y, de paso, residir un rato a la sombra, acusado falsamente de un delito que ya olvidé. Al verme libre noté que mis amantes le habían dado rumbos diversos a sus vidas, en los que no figuraba yo. Seguí sin recordar a Silvia.
A la larga perdí a mis amantes y, por tanto, un importante apoyo económico. Regresé entonces a la casa paterna —que abandonara años atrás— y, sin pedir permiso, me instalé en ella. Mis padres no solían hablar conmigo; sin embargo, un día mi madre me pidió que la escuchara. Como creyera que me espetaría uno de sus malditos sermones, le dije que no contara con mis oídos. Me disponía a dejarla sola cuando me anunció que Silvia había muerto.
La noticia en sí me fue indiferente, pero no vencí la tentación de enterarme de lo que había pasado. Me senté junto a mi madre y le ordené que me contara la historia. Un cáncer de mama había matado a Silvia, quien, por otra parte, había logrado acumular una fortuna en los últimos años, gracias a su negocio de artesanías de migajón. Sus relaciones con su marido nunca repuntaron, de modo que éste terminó por preferir la compañía de otra mujer, aquejada de apatía sexual. Silvia se habituó a la soledad y, hasta el día de su muerte, se mantuvo al tanto del progreso de su negocio. Al parecer, la habían sepultado discretamente en un viejo cementerio; uno o dos parientes asistieron a la ceremonia, dado que Silvia, por no haber sido una fanática religiosa, se había ganado la antipatía de muchísima gente, relativos incluidos. Hasta ahí lo que me contó mi madre.
Un día después recibí la llamada de un abogado. Me dijo que, en calidad de legatario, Silvia me había considerado al redactar su testamento. Pregunté si el legado consistía en dinero, y la respuesta negativa me orilló a enrojecer de furia. “Fue otra cosa”, acotó el abogadete, y colgó.
Odié a Silvia y supe que me había hecho aquello para vengarse de mi rechazo hacia ella en otro tiempo. Resolví hacerla pagar mediante un escupitajo lanzado sobre su tumba. Me trasladé en autobús a su miserable pueblo e interrogué a dos transeúntes para que me dijeran cómo llegar al cementerio. Era un sitio tétrico, descuidado, digno de una ingrata como Silvia. La maldita había sido tan baja como todas; la hice sentirse mujer y no tuvo la gentileza de dejarme unos cuantos pesos. Hablé con el encargado del cementerio para que me dijera dónde estaban los despojos de Silvia.
—Aquí tiene sólo una lápida —dijo—. La señora fue cremada.
—¿Y sus cenizas?
El tipo adoptó la actitud de quien sólo hablará previo pago. Lo aferré por las solapas.
—No te daré dinero porque no tengo —le dije a la cara, amenazante—. Si no me dices qué pasó con las cenizas, tu cuerpo sí será enterrado aquí.
Mi actitud resultó mucho más efectiva que la de él.
—Se usaron para fabricar su propia urna.
—¿Qué?
—Como lo oye. ¿Me va a soltar?
—Hasta que me digas dónde está la urna.
Respondió que eso lo sabía sólo el abogado de Silvia. Empujé al informante, quien tropezó con una lápida y cayó al suelo entre gemidos. De ahí me trasladé a la oficina del leguleyo, quien pretendió hacerme esperar. Ignoré a una secretaria y entré en una oficina donde no había ventiladores. El abogado estaba sentado ante un escritorio, con la camisa remangada y el rostro bañado en sudor.
—¿Dígame?
—Hablaste conmigo —le dije—. Soy el legatario. Vengo a saber qué me dejó la perra de Silvia.
Se puso en pie de un salto.
—¡Muestre respeto, señor!
Di dos zancadas para llegar hasta él y lo aferré por las solapas.
—Háblame sobre mi legado —ordené.
Desde el umbral de la oficina, la secretaria preguntó si debía llamar a un policía de la calle. El abogado negó con la cabeza.
—No hace falta —dijo—. El señor y yo hablaremos civilizadamente.
Lo arrojé sobre su sillón y tomé asiento en el escritorio. El hombre extrajo de un cajón una copia del testamento y leyó una parte. Silvia me había legado una urna.
—¿Te atreves a bromear? —dije.
—Lea usted mismo, si gusta.
Tomé el documento, leí. Era cierto. Empecé a afectar puro desconcierto. Había pensado en muchas cosas, salvo en una urna. Mi idea era que Silvia me había legado algo digno de ser vendido a buen precio. Entonces recordé lo que me había dicho el encargado del cementerio. Interrogué al abogado sobre el particular.
—En efecto —dijo—. El material con que se fabricó la urna se combinó con las cenizas de la señora.
—¿Dónde está esa urna?
El hombre consultó su reloj. Fruncí el entrecejo.
—Ha de estar en camino a la capital —señaló—. Se la envié a usted por correo hoy mismo.
Salí dando zancadas. Como ya nada me retuviera en ese sitio, el mismo día en que llegué lo dejé atrás, a bordo de un autobús en pésimo estado. Durante el viaje se desató una tormenta que hizo invisible el camino. El accidente se produjo al pasar Querétaro. El autobús chocó contra un trailer inmenso. Sobreviví junto con dos norteños.
Pasé tres días en coma. Desperté en la cama de un hospital público, del que salí en la silla de ruedas que usaré hasta el final de mis días, que ya se acerca. Me transportaron a la casa de mis padres. Por fin vi la urna. Estaba en mi habitación. Su sencillez la vuelve hermosa. Me ha conducido a pensar en Silvia día y noche, a recordar lo que pasé con ella. Creo que la echo de menos, y ahora sé que la última frase que me dijo estaba llena de convicción.
El accidente ha tenido feas secuelas. Estoy muy débil y moriré pronto. Me han asesorado para redactar un testamento. Las pocas cosas que tengo serán para mis padres. También he ordenado que mi cadáver sea cremado y que mis cenizas acaben dentro de Silvia.
© 2003
por mas que uno no quiera la vida da muchas vueltas que al final le dieron una leccion al caballero del cuento y nos pone a reflexionar de lo que hemos dejado atras. buen cuento