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Qué vivan los niños del mundo, especialmente las bebitas que son como la pequeña que conocí esta mañana mientras iba a mi trabajo usando el servicio público.
Ajena al ajetreo de la gente que se afanaba por un lugar dentro de vehículo, ella se encontraba cómodamente recostada sobre una falda llevando a cuestas, calculo, sus escasos ocho meses. Mientras la jovencita tomaba su desayuno directamente del pecho de mamá, exhibía con inocente elegancia su carita ovalada y una minúscula naricita que armonizaba con sus medianos ojos que se abrían y cerraban al ritmo de cada mamada, sin argumentos de bandera. En su golosa tarea ponía toda su energía para envolverlo con la lengua y chupar con brío y, de rato en rato, presionaba con sus manitas al recipiente para estimular al líquido elemento.
No era el desayuno ni su recipiente lo que impresionaba, sino el modo en que desbordaba su felicidad entrecruzando los pies, uno después del otro, al ritmo de su deleite, como defendiendo la exclusividad de su alimento en el centro de la enorme multitud que se apiñaba, como podía, para dejarle un espacio.
Cuando eructó su “chanchito” dio por concluido el desayuno. Se sentó como autorizando que recojan la mesa, o mejor digo, “que guarden la mesa”. Entonces se pudo apreciar sus finos labios y las ondas de su cabello que se desparramaban plenamente sobre sus orejitas ovaladas para exhibir los rulitos escotados. No era robusta, pero hacía gala de buena salud.
Se contorneó con vigor hasta lograr ponerse de pies sobre sus zapatos de gamuza semicubiertos con las mangas de su pantalón que se prolongaba hasta la cintura, y para quedarse en ese lugar, me refiero a su pantalón, entrecruzaba sobre la blusa dos tirantes que se abrazaban de sus hombros, desde donde se escapaban sus bracitos rollizos que remataban en dos delicadas bolitas, que al estirarse, dejaban libre a sus inquietos deditos; eran sus lindas manitas, como de juguete.
Se paró a mi lado, como desafiando a todos. Entonces hicimos lo imposible para mantener su espacio. La pequeña apenas podía mantener el equilibrio debido al movimiento del vehículo y por la falta de experiencia en esos menesteres, pero descubrió que era muy divertido jugar con el movimiento del carro, y armonizando con el vaivén logró dar pequeños saltitos, gracias a las manos que la sujetaban desde los tirantes. Continuó con sus saltitos en el mismo lugar, marcando la cadencia con la boca. Y mientras su diversión tomaba cuerpo, entubó los labios de su pequeña boca, arrugando con gracia su naricita de algodón, pero con los ojos exageradamente desorbitados, cuyo extraño contraste nos preocupó a todos, pero rápidamente cambió de modo para jalar sus párpados achinándolos hacia arriba y a los costados, y luego su frente, después las cejas y hasta las orejas, “subiendo y bajando” como columpiándose entre “seria y jocosa” y al ritmo de su carcajada, como festejando un chiste muy gracioso que sólo ella sabía.
Nunca vi reírse a alguien con todos los elementos de su rostro. De pronto, adusta como una roca, pero sólo un instante. Luego columpiándose al otro extremo, como las caretas de un teatro, pero vestidos de inocencia y gracia, devolviendo las orejas hacia abajo, desarrugando la frente, dejando los ojos chinos para recuperar los redondos, igual que sus cejas, de oblicuas a ovaladas, desarrugando la frente, soltando sus párpados hacia abajo y al centro, extendiendo las arrugas de su nariz. Una sinfonía concertada de gestos y muecas que oscilaban entre alegría y seriedad, vale decir, cambiando cada segundo y a su gusto, la carcajada por la seriedad y la seriedad por la carcajada, todas juntas, como si fueran varias personas riendo en un solo rostro, logrando que la gente estire sus ceños, entrecejos y sobrecejos, para tomar generosamente de ese manantial llamado “niña” la cantidad de carcajadas que su antojo les pidiera, hechizados por el más bello concierto de alegría de ese rostro sin igual.
Todo esto ocurría casi al llegar a mi paradero. Al bajarme, todavía con la sonrisa en los labios, intenté mirar una vez más a ese encanto de niña a través de los cristales del vehículo. Pero no la volví a ver. Sin embargo, estaba la abuela…, columpiando el mismo rostro de alegría, como un doble, pero de adulta. Entonces supe cómo sería la niña cuando grande. Esa nueva porción de risa me acompañó por muchas cuadras. Y mientras escribo esta experiencia, estoy aprendiendo también a columpiar mi nueva alegría. La niña con su abuela… tienen la culpa.
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