Hacía mucho frío, y las calles estaban casi vacías. Vi en una esquina una panadería llena de gente haciendo una cola. Me acerqué y vi que todos deseaban comprar el pan. No sé por qué me puse detrás de una señora gorda de más o menos cincuenta años. Éramos como veinte personas y aún el pan no salía del horno, pero todos estábamos oliéndolo, y casi lo saboreábamos. Y cuando salió, todos levantaron sus manos, gritando que deseaban pan. Poco a poco nos fueron atendiendo, y cuando llegó mi turno, pedí veinte panes. Pagué y me envolvieron los panes en una bolsa de papel. El pan olía rico y estaba crocante. Me comí uno y empecé a salir a la calle. No tenía nada que hacer. Mi esposa e hijos me habían abandonado hacía más de cinco años y yo estaba aún medio sonado, ido, volado pero no loco, aún. Me habían botado del trabajo, por llegar siempre tarde y vivía de un dinero que unos familiares me mandaban desde lejos. Eso, alcanzaba para pagar el cuarto y la comida. Vivía para sobrevivir y para pensar todo el día. No tenía amigos, no creía en la amistad, quizá porque mi mujer se metió con uno de mis amigos. Si alguna costumbre tenía, esa era la de sentarme en cualquier lugar a mirar a la gente caminar, correr, o mirar los parques, escuchar música en mi cuarto. Otra cosa era la de buscar conversación con extraños a quienes jamás había tratado. Por eso es que me gustaba sentarme en la banca y buscar conversación con los indigentes, las señoras con sus hijos, los ancianos, los borrachos, etc. Los niños un poco, no mucho, es que, me hacían recordar a mis hijos y eso desgarraba mi corazón. Y fue en esa simple costumbre en que mi vida cambió para siempre.
Aún recuerdo ese momento, ese lugar, esa misma banca en que un hombre me dijo que debería ser un hombre y ser libre del todo. Me habló de las aves, de la esclavitud de los trabajadores, de los esposos y sus mujeres, de los hijos, de todo aquello íconoizado. Me agradaba escucharle, y mas aún seguir sus consejos que me convirtieron en un hombre, en un hombre solo y dueño de sus sentimientos, sueños, y de su tiempo... Pero eso acarreó mi ruptura familiar, y el dolor de ver a mi mujer en los brazos de un amigo. Eso, ya lo presentía pues uno cuando ama de veras, siente cuando es traicionado. Lo que vi con mis ojos, sólo corroboró lo que sentía. Quizá por ello es que no le dije nada a mi mujer, pero, al verla abandonarme, eso sí me zarandeó. Y aquí estoy, sentado en una banca. Escuchando a cualquier persona que tenga algo que contar. Sí, aquí estoy en esta banca que parece conocer más de mí que yo mismo.
Pero todo lo bueno o malo, tiene su final, y eso fue lo que ocurrió cuando volví a ver a este hombrecito que fue el que me inspiró a cambiar de estilo de vida. Apenas me vio, me abrazó, diciéndome que me veía bastante bien. Le dije que había escuchado sus consejos, los había llevado a cabo y le estaba muy agradecido a pesar de mi soledad. ¿Cuál consejo?, preguntó. Le hice recordar, y este hombre me dijo que hacía mucho no hablaba de aquella forma. Ahora laboraba en una fábrica, tenía dos hijos y esposa, y muchas responsabilidades como para dedicarse a pensar y vagar a la deriva por el mundo, como un hombre condenado a la nada y sin conciencia de sí mismo. Le escuché atentamente hasta que luego de algunas horas vino una hermosa mujer con dos niños. Era su familia. Se paró, me los presentó y se alejó de mi vida, dejándome extrañamente abandonado.
Motivado por la bella escena, hice esfuerzos por volver con mi mujer, pero ésta no deseaba nada de mí. Ni mis hijos se antojaban verme. Estaba demasiado lejos de aquella realidad, y aprendí aceptar el destino y la suerte... Decidí buscar otra mujer, otra familia, cuando, sentado en la misma banca en que me sentaba, vi a un sujeto con la cabeza gacha, la mirada a la nada, que parecía sufrir una enormidad. Me dio pena, mucha pena, quizá porque me vi retratado en el hombre, no lo sé con exactitud. Me le acerqué y le pregunté lo que le sucedía. Alzó el rostro y tenía la cara llena de mocos y lágrimas. Me sentí conmovido y me senté a su lado como si fuera su padre. Este me abrazó como quien se coge de un salvavidas para no ahogarse y me contó toda su desgracia. Le escuché horas y horas. Tuve que cogerle con fuerza para que no se abandonara a su desventura... Su madre acababa de morir, vivía solo con ella, la cuidaba. Y ahora que estaba muerta, sentía que no tenía nada que hacer en el mundo. Deseaba morirse de una vez e irse con su madre. De pronto, algo explotó en mi y le dije que no debería pensar de esa manera, que todos somos hombres y deberíamos valorarnos como eso. No le dije más, y el resultado fue extraño. Este detuvo su llanto, se arregló su ropa y me dijo gracias. De nada, le dije, y le vi alejarse con la mirada de frente, como quien mira ya no el pasado ni el futuro, tan solo el presente, y lo que ve es una tarde de frío, de invierno, de sosiego y a un hombre que le ha hecho recordar que es un residente del presente, de la eternidad del aquí y del ahora... Me sentí como dios. Me paré y vi aquel presente frente a mí. Era hermoso, como un cuadro de colores, de personas, y todo vivo, vivo, mientras daba un paso, y luego otro, otro, por un sendero que me llevaba a una realidad impensada...
San isidro, julio del 2006