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Crónica de un tranvía

CRONICA DE UN TRANVIA.

Hurgando en el basurero de su vida se encontró con el recuerdo de Migdonio Lara; aquel bibliotecario taciturno que atraía a los niños imitando el sonido de varios animales, como único destello de su oscuro temperamento que no supo tolerar más amor que el de Lucía Crisantemo, la estudiante vestida de ángel que abordaba el tranvía a las siete con veinte rumbo a la escuela normal para señoritas.

Ella simulaba no verlo, recargado en la caseta del guardavías pero el reflejo de sus cejas tristes se pagaba al vidrio y viajaba con ella, interrumpido a pausas por las juntas de los rieles por toda la avenida central, luego subía las gastadas escalinatas de cantera y se difuminaba con las palabras mágicas de la primera clase de pedagogía.

Más tarde volvía a parecer con el nombre de Madronio entre las guasas de su compañeras de recreo pero era aplastado por el peso de la algarabía y las trivialidades del verbo de los dieciséis años, antes de desaparecer por completo por el resto del día para luego completar el círculo de la bitácora tranviaria, tiritando con el frío de febrero a la espera del sexto vagón de la mañana.

A veces ella deseó cruzar un saludo, pero los embates del hombre eran miradas que nunca pasaban del cambio de vías donde el tranvía viraba a la izquierda para navegar entre un mar de carpas del mercado rodante de fayucas, fritangas, fierros usados y verduras de tierra afuera.

Alguna vez Lucía Crisantemo había pensado que Migdonio Lara debería ser más audaz pero terminó por arrugar esa página de los primeros asedios, para luego reventar como la flor más hermosa de la provincia de Lattré y asentar su belleza convertida en preceptora de una aldea de camisas blancas donde los párvulos pintaban sus manos pequeñas y sucias en el estampado de sus vestidos.

En ese inter pasaron por su vida dos hombres, pero no fueron definitivos, más bien dejaron una mínima plegadura de soledad en su frente, cuatro ramos de rosas deshidratadas, una fotografía de tres cuartos de perfil, siete febriles cartas de amor y de desesperanza y una pequeña luz igual a las que se les queda a todas las mujeres que un día fueron amadas.

Sin embargo, en los tiraderos del amor siempre hay algo bueno que se puede reciclar. Todos los tranvías tienen una palanca de retorno y siempre vuelven al punto de partida.

Al tranvía de nuestra plática lo pintaron de amarillo canario con flores de alcatraces y cuando Migdonio Lara lo abordó otra vez se dio cuenta de que no era tan difícil, ni mirarla a los ojos, ni entregarle la carta cuya respuesta tardaría quince meses, suficientes para que la esperanza le alumbrara el carácter, le cambiara las levitas grises por los sombreros y las camisolas de lino blanco del periodista, poeta y luego vicerrector de la Universidad Champagnot, esperando ser rescatado de la laguna de las nostalgias un día de canícula en el que Lucía Crisantemo sin dejar a que amaneciera concluyó el programa de letras de rosas de la infancia y dio la vuelta para retornar a la alameda de los tranvías y dejarse alcanzar por la promesa firme que se había enraizado en el corazón de Migdonio Lara.

Entonces comprendió que a veces el amor toca la puerta de personajes tan distantes entre si, pero el universo es una rueda en la que basta que uno de los interesados avance más rápido para alcanzar la órbita del perseguido que a su vez debe dejarse alcanzar para seguir girando juntos y que a veces las diferencias son como rompecabezas, como piezas de un intrincado mecanismo que se embonan de golpe, que el deseo de aquello que pudo ser, es como una semilla que se prende en el estiércol. Que a veces es necesario rebuscar entre lo que se nos quedó tirado en alguna parte del camino, unir los pedazos de una vasija en la que se puede seguir bebiendo agua, remendar la cobija que nos sirvió en épocas de frío, echarle petróleo a una llama que aunque microscópica se quedó encendida. También es necesario rebuscar en nuestros basureros interiores y sacar las palabras de alguien a quien abandonamos. El amor cuando renace es como los pinabetes en el páramo que cuando en su tiempo no fue abundante el agua, crecen y se aferran a la tierra y son más fuertes y enramados que los que crecieron en las orillas del estanque. Lo platico porque los pasos de hada de Lucía Crisantemo se dejaron alcanzar por el son caribeño de Migdonio Lara que venció su timidez y fue formal, audaz y tierno con ella.

Se tomaron una fotografía junto al tranvía y de pilón se casaron, tuvieron cuatro hijos y fueron felices un día sí y otro también.
Datos del Cuento
  • Autor: LAURO
  • Código: 9221
  • Fecha: 26-05-2004
  • Categoría: Románticos
  • Media: 5.92
  • Votos: 36
  • Envios: 2
  • Lecturas: 4622
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