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Cuando el hábito hace al monje y el uniforme engreído al coronel (1852)

Sobreponiéndose al clima caluroso y húmedo imperante, propio de la época y de la zona en la que se hallaba, demoró más de una hora en acicalarse y vestirse dentro de la incómoda tienda de campaña. Finalmente, espiando su “fina estampa” a través del rústico espejo portátil que llevaba, llegó a la conclusión de que lucía espléndido, incluso imponente.

No podía ser de otra manera. Estando en la ciudad de Montevideo, unos meses antes de engancharse en el Ejército Grande, se había ocupado en persona de adquirir las diferentes prendas del gallardo uniforme que ahora estrenaba. La compra de la vestimenta y demás avíos de viaje fue realizada siguiendo puntillosamente los dictados del sofisticado estilo militar francés, por entonces en boga en los más renombrados campos de batalla del hemisferio norte.

El vestuario de este altivo oficial estaba constituido por una elegante levita abotonada, un par de impecables pantalones ajustados de tono claro y un paletó (gabán de paño grueso y corte moderno), todo combinado con botas de cuero fino y guantes al tono. Como broche de oro, llevaba un quepis galo (gorro redondo con visera horizontal) coronado por un vistoso penacho con plumas de vivos colores.

El flamante teniente coronel de las fuerzas armadas aliadas argentino-brasileñas completaba su impresionante equipo de fajina con los siguientes enseres: silla inglesa de montar sobre mandil de pana, caramañola de platino colgada del arzón de la montura, espuelas importadas y espada bruñida. El recado, que cargaba su cabalgadura, incluía algunos prácticos adminículos provenientes de la industria bélica europea de la época, como ser: catre de hierro y mesa escritorio plegables, recipiente adecuado a la conservación de provisiones de boca, navaja de campo con eslabón, velas de esperma para leer de noche, etcétera.

Así fue como se presentó aquella mañana, en la carpa que hacía las veces de cuartel general, Domingo Faustino Sarmiento, a la sazón Boletinero Oficial del enorme ejército que, al mando de Justo José de Urquiza, marchaba rumbo a Buenos Aires en histórica misión. En efecto, una vasta y bien entrenada combinación de soldados entrerrianos, correntinos y orientales, que contaba con el apoyo financiero y logístico del Imperio del Brasil, y de los gobiernos vecinos de Paraguay y Uruguay, se había constituido poco tiempo antes bajo el objetivo de terminar con la prolongada dictadura de Rosas.

Corría el mes de enero de 1852 cuando un nutrido contingente de tropas, estimado en más de 30.000 soldados de caballería, infantería, artillería y personal auxiliar, se encontraba concentrado en El Espinillo, un paraje ribereño ubicado a pocas leguas de la Villa del Rosario (Santa Fe). Acababan de vadear, merced a un portentoso esfuerzo operacional, el caudaloso río Paraná a la altura de Diamante, provincia de Entre Ríos.

Cuando ocurre la anécdota que relatamos, el campamento se preparaba, bulliciosa y febrilmente, para encarar el tramo final de la travesía terrestre que concluiría el día 3 de febrero en la localidad de Caseros, a las puertas de la capital bonaerense. El combate que se producirá en dicho lugar, con la consiguiente victoria del Ejército Grande, significará el fin del régimen rosista y el nacimiento de una nueva etapa en la historia nacional.

Sarmiento, con 40 años de edad, ya por entonces era el más notable escritor del subcontinente. Había realizado una fulgurante carrera periodística en el seno de la incipiente democracia chilena y, promediando el siglo XIX, era bastante bien conocido por el público instruido gracias a sus polémicas obras “Argirópolis”, “Facundo. Civilización y Barbarie” y “Recuerdos de provincia”. En estos libros, en especial en el Facundo, que adquirirá una dimensión literaria universal, Domingo Faustino Sarmiento hacía gala de un talento descriptivo y de una agudeza analítica inusuales. Allí desmenuzaba las negativas condiciones sociales imperantes en la América post-colonial; las causas profundas que motivaban las interminables guerras intestinas; y, en especial, la pesada herencia hispano-católica que, entre los pueblos de la región, se manifestaba en la ausencia de un espíritu del esfuerzo y del trabajo, en la existencia de endebles convicciones republicanas, y en la generalizada ignorancia de las pautas ideológicas propias del racionalismo emprendedor anglo-sajón. Inventariaba, en suma, los condicionamientos que, a su lúcido criterio, impedían que en estas despobladas tierras se abrieran las puertas al progreso material, social y cultural que tanto necesitaba un país tan joven y tan lleno de potencialidades como el nuestro.

Siendo enemigo acérrimo del gobierno instalado en Buenos Aires y habiendo combatido a Juan Manuel de Rosas desde el exilio en Chile, Sarmiento era consciente de que la campaña de Urquiza en contra del déspota constituía la gran oportunidad para que él, participando del derrocamiento de la dictadura, pudiera reinsertarse en la vida política nacional de la que estaba forzosamente alejado por entonces. Si bien, en su fuero íntimo creía que el militar-estanciero de Entre Ríos también arrastraba los vicios que le endilgaba al caudillismo criollo en general, y que, por lo tanto, podría llegar a convertirse en un nuevo tirano, no tenía más remedio -para no perder el tren de la historia- que incorporarse al proyecto insurreccional que habría de concluir con éxito en la batalla de Caseros. Por eso, junto a otros connotados dirigentes unitarios, ofreció sus servicios a Urquiza, un federal de pura cepa, cuando éste organizaba sus huestes para lanzarlas sobre el enemigo común. Sarmiento fue nombrado, en mérito a sus habilidades literarias (y a su escasa experiencia militar), jefe de prensa del ejército en marcha, o boletinero, como lo apodaron, de manera despectiva, sus circunstanciales compañeros de cuartel.

Pero volvamos al campamento que a orillas del río Paraná y a unos 300 kilómetros de la Capital, se preparaba, en el tórrido verano de 1852, para efectuar el asalto final al baluarte del omnímodo poder bonaerense asentado en San Benito de Palermo, por entonces un suburbio de Buenos Aires y que oficiaba de residencia oficial del gobierno de Rosas. Decíamos que Sarmiento se presentó en el cuartel general urquicista muy emperifollado, de un modo más adecuado para asistir a un baile de gala de liceo militar aristocrático de Europa que para afrontar la dura fajina vigente en las agrestes condiciones de la paupérrima vida cuartelera de estos lejanos parajes sudamericanos. Su brillante uniforme, de obvia inspiración europea, contrastaba con el aspecto abigarrado y desordenado que exhibía la soldadesca vernácula, la cual, salvo la oficialidad, iba ataviada de manera indolente con bombachas mugrientas, chiripá y poncho descoloridos, más vincha a la usanza indígena; unos pocos, calzando desvencijados tamangos y directamente en patas, los más, armados apenas con tacuara (lanza de caña) en ristre y facón atravesado a la cintura. Se trataba de tropas improvisadas –los integrantes eran reclutados en levas masivas, indiscriminadas y urgentes-, las cuales se parecían más a los malones indios y su chusma acompañante, que a los marciales regimientos que, con homogénea y elegante prestancia, habían revistado a las órdenes de José de San Martín durante la gesta libertadora varias décadas antes.

Como excepción, algunos escuadrones mesopotámicos de elite tenían el privilegio de vestir el por demás modesto uniforme federal, compuesto por la tradicional ropa gaucha y el burdo gorro de manga, pero todo de color colorado. En esta ocasión, para que en el entrevero en cierne no se confundieran con los soldados adversarios, que iban vestidos igual, se les suministró camisetas blancas. Todos -eso sí- llevaban la divisa punzó, emblema obligatorio del “salvaje” anti-unitarismo que profesaban tanto urquicistas como rosistas.

Todos menos Sarmiento. Con su pinta singular y sofisticada, en cambio, él estaba convencido de que iba a impresionar a los oficiales superiores del comando militar que, a la sazón, deliberaban mientras se imponían de las últimas instrucciones que el general Urquiza impartía en voz alta. Así apareció, entonces, enfrente del gauchaje provinciano alzado en armas, el soberbio intelectual de la ciudad, sosteniendo las riendas del corcel con estudiada firmeza, conduciendo al animal al trote corto y multiplicando su porte ecuestre con aquel sorprendente sombrero emplumado, con cuyo penacho multicolor la brisa ribereña jugaba graciosamente.

- ¡ Sarmiento ! - le espetó Urquiza, con vozarrón imperativo al verlo venir - ¿ Adónde va con semejante facha ? Mire que está por llover...

- General, voy al Rosario a imprimir el boletín –contestó Domingo, entre inquieto y desconfiado, y agregó: ¿ Qué importa si llueve ?

- ¡Se le van a mojar las plumas! - remató Urquiza, con socarrona crueldad.

Muchos años después seguirá resonando, en los oídos del Gran Maestro de América, la desconcertante y pícara alusión gallinácea proferida por el general Urquiza y la estruendosa carcajada de la tropa que se produjo a continuación, poniéndolo en ridículo ( ).

En efecto, el resentimiento de Sarmiento hacia su burlador perdurará durante décadas, convirtiéndose en feroz enemistad durante los siguientes años, a medida que las disidencias políticas entre ambos se profundizaban. A tal punto llegó el encono que, con motivo del conflicto entre la Confederación y el Estado bonaerense, Sarmiento llegó a proponer, por intermedio de la prensa, que Urquiza sea extraditado a Southampton (ciudad inglesa donde se había refugiado Rosas) o, de lo contrario, convenía que fuera ahorcado, por el bien del país.

La reconciliación entre ambos estadistas argentinos se producirá recién en 1870 cuando Domingo Faustino Sarmiento, siendo presidente de la República, efectúa una visita de buena voluntad al Palacio San José, la legendaria residencia campestre que Justo José de Urquiza habitaba en proximidades de Concepción del Uruguay. El entonces primer mandatario concurrió con el objetivo de obtener, del ya anciano caudillo provincial, actor principal del proceso de pacificación del país, el apoyo para su gestión al frente del gobierno nacional.

Por su parte, este genial, pero tozudo y vehemente sanjuanino, quien sostenía que “mientras los soldados usen chiripá la patria no tendrá ciudadanos”, obtendrá revancha de aquel desaire que le habían propinado los militares 20 años antes, fundando durante su gobierno el Colegio Militar, la Escuela Naval, instalando el primer arsenal profesional y sancionando el Código de Justicia Militar que prevé, entre otras reglamentaciones, el tipo de uniforme que han de vestir las fuerzas armadas de la Nación.

Pero, esto ya forma parte de otra gragea para digerir más adelante.


( ) Sarmiento niega tal bochorno y, por el contrario, sostiene que, ante la insolente expresión de Urquiza, él saca de su recado la capa para lluvia de goma blanca importada que también llevaba consigo, produciendo el asombro admirativo de todos los que observaban el incidente.

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GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS

Elaboradas por Gustavo Ernesto Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher, mientras que la investigación histórica fue desarrollada en base a la siguiente bibliografía consultada:


· Bosch, Beatriz: “Urquiza o la Constitución”; Cedal, Bs.As., 1975.

· Botana, Natalio: “Sarmiento. Una aventura republicana”; Fdo. Cultura Económ., 1996.

· Campobassi, José: “Sarmiento y Mitre. Hombres de Mayo y Caseros”; Losada, Bs.As., 1962.

· García Hamilton, José Ignacio: “Cuyano alborotador”; Sudamericana, Bs. As., 2001.

· Luna, Félix: “Sarmiento y sus fantasmas”; Planeta, Bs.As., 1998.

· Luna, Félix y colaboradores: “Domingo Faustino Sarmiento”; Planeta, Bs.As., 1999.

· Luna, Félix (ídem): “Justo José de Urquiza”; Planeta, Bs.As., 1999.

· Lugones, Leopoldo: “Historia de Sarmiento”; Eudeba, Bs.As., 1960.

· Rosa, José María: “El pronunciamiento de Urquiza”; Peña Lillo, Bs.As., 1977.

· Sarmiento, Domingo: “Campaña del ejército grande”; Fondo de Cultura Económica, México, 1958.


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Datos del Cuento
  • Categoría: Históricos
  • Media: 5.81
  • Votos: 162
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