Cuando recuerdo mis doce años de edad, me parece mentira que recuerdos tan lejanos permanezcan tan frescos en mi memoria y otros cronològicamente mas cercanos, estèn, sino olvidados, al menos totalmente dormidos en algùn rincòn de la mente donde yacen las cosas que no necesitamos recordar para vivir. A esa edad; a los doce, la vida es tan hermosa que cada instante forma parte de un album fantasioso en el que conviven junto con la realidad, magos, princesas, castillos y dragones. Fuè a esa edad que que me ocurrieron tantas cosas alegres, que yo pensè que toda la vida era asì ¡Cuàn equivocado estaba! No sabìa, como hoy, que recièn despiertas a la vida, cuando muere la ilusiòn.
Mi padre, un robusto hombre de campo era el administrador de una hacienda de màs de doscientas hectàreas de tierras de cultivo ademàs de otras cincuenta de algarrobales y pastos, era en esos tupidos bosques donde solìa esconderme para jugar a solas con mi imaginaciòn. Los troncos de los àrboles me servìan de escondite y algunas finas ramas caidas entre ellos se convertìan en espadas cuando las tomaba entre mis manos, montado sobre gruesos y nudosos algarrobos a los que el tiempo habìa vencido volaba entre las nubes sobre un alado corcel y agarrada de mi cintura una linda chiquilla de rubios cabellos me susurraba su amor.