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Cuando una madre muere

A mi madre María Dolores

Muy presente tengo aún ese singular día por llamarlo de alguna forma. 31 de enero del 2000, lunes. Serían como las 15:15 horas. Acababa de llegar a la oficina donde trabajaba después de comer y me encontraba leyendo el periódico El Imparcial. De repente el timbre del teléfono interrumpió mi lectura. Del otro lado de la línea telefónica, una voz entre angustiada y plañidera me dijo lo siguiente:
--¡ Ventura, si quieres encontrar a tu mamá con vida, vente rápido al Seguro...¡
--Con angustia pregunté, ¿ qué pasó, quién habla?
--Carmelita... – dijo escuetamente y colgó.
De inmediato, pedí un carro prestado y salí literalmente volando. Sólo me tomó alrededor de 8 minutos llegar al Hospital.
Al llegar, a quien vi primero fue a mi hermana Lorena, quien me dijo a bocajarro...
--Acaba de morir mi mamá....
Sólo recuerdo entre sueños que a partir de ese momento, el mundo se me derrumbó y acabó al mismo tiempo. Mil imágenes empezaron a danzar en mi mente como si fuera una película. En ellas aparecía incontablemente mi madre. Recordando maravillosos momentos al lado de ella.
De María Dolores Borbón López - nombre de mi querida e inolvidable madre – realmente poco conozco. Fueron pocas las veces que debido a la timidez de mi persona hurgué en su pasado. Hoy me arrepiento porque no alcancé a conocer parte de su vida. Entre relato y relato ella nos decía – a mis hermanos y a mí – cómo había transcurrido su infancia.
Sé que nació en un pueblito enclavado en lo más remoto de la sierra sonorense llamado Soyopa. Realmente desconozco si alcanzaba el nombre de pueblo o ranchería en el tiempo en que nació mi madre. Fue por el año venturoso de 1938, un 18 de abril en que vio la luz por primera vez. Hija de Rosario López y de Antonio Borbón. Tenía 9 hermanos más. Mi abuela materna si que fue prolífica. Mi madre nos contaba que cerca de su casa había o corría un hermoso río. Por la ubicación supongo que era el Sonora. Tenía mi abuelo muchos burros. Bastantes, alrededor de 300. Eran su medio de sustento. Con ellos – los burros, los animales no mis tíos – hacía su negocio de acarreo de leña y otros menesteres. De acuerdo con los relatos de mi madre, su infancia fue una etapa muy bonita de su vida, ya que a pesar de las carencias, contaba con una cosa que muchos niños tienen: Su imaginación. Con ella podía transformar el polvoriento pueblo en una hermosa ciudad. Su pobre casucha en un hermoso y digno palacio. En fin, podía hacer lo que quisiera.
Con el paso del tiempo, mis abuelos se mudaron a la capital del Estado: Hermosillo. De esa etapa de su vida tampoco puedo recordar mucho en virtud de que poco nos contó de ello.
Lo que si sé, es que cuando ella era muy pequeña llegaron al puerto de Guaymas y se establecieron en el famoso barrio de la Termo, en Punta Arena. Como entre sueños yo recuerdo que cuando mi “amá” nos llevaba a casa de la abuela (mi Nana) -como le decíamos a ella— en la entrada del inmenso patio, había una casetita dedicada a la venta creo yo de abarrotes o refrescos y que ésta era propiedad de mi abuelo Antonio. A él lo recuerdo y todavía lo veo alto, peludo con una cara de ternura que inspiraba confianza; aunque debo confesar que en un principio me daba miedo por que tenía amputada una pierna, mocha pues. No recuerdo cuál de ellas. Ah, también con el paso del tiempo me gustaba que cuando llegábamos a casa de mis abuelos, lo primero que hacía mi abuelo Antonio era darnos toronjas las cuales formaban parte de su dieta para la diabetes. Enfermedad que mi Amá adquirió o heredó. El llegar a casa de mis tatas era paso obligado el detenerse en la “casetita “ de mi Tata. En el patio o frente de la casa había unos gallineros y árboles inmensos, los cuales los tomábamos como los vericuetos del lugar, mismos que servían para nuestros infantiles juegos.
Debo confesar que en ocasiones me enfadaba y no me gustaba ir para allá. Sentía una especie de rechazo por parte de mi Nana y me incomodaba. Es posible que al resto de mis hermanos también les pasara lo mismo. Sólo una cosa que hizo que borrara esa mala imagen que tenía de mi abuela materna, fue que en una ocasión ya para irme a la escuela –secundaria- me dio a mi solo y a escondidas, un peso. Realmente no fue la cantidad lo que me alegró en el momento, sino la acción. Rara actitud en ella. Siempre muy solemne y seria para con nosotros.
Han pasado ya algunos años desde que mi querida madre falleció, sin embargo, su recuerdo siempre permane conmigo y con todos mis hermanos. Aún la extrañamos mucho, extraño su forma tan peculiar de ser. Extraño sus juegos, sus caricias tiernas, sus malas palabras, su forma de tomar el cigarro, su manera de confortarme cuando algo me afligía. Mi madre, querida madre, siempre te querremos y estarás en nuestro corazón y pensamiento. Bien se dice que los muertos son recuerdos olvidados, quizá por esa razón, al ver su tumba me conmueve y debido a la sensibilidad –defecto que siempre ha estado conmigo- lágrimas recorren mis mejillas y prefiero recordarla tal como era: Dicharachera y bulliciosa. Madre, María Dolores, donde quiera que te encuentres mándanos tus bendiciones y recuerda que aquí, en este mundo aún habemos seres que te amamos y veneramos con respeto.
Tu hijo que te quiere: Ventura
Datos del Cuento
  • Categoría: Hechos Reales
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Comentarios


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2 comentarios. Página 1 de 1
ANFETO
invitado-ANFETO 26-06-2003 00:00:00

En otra ocasión le escribí: sentimientos que salen del corazón. Hoy, después de leer su hermosa carta, no sé si por segunda o tercera vez, no puedo por menos de repetirle: que cuando los sentimientos salen del corazón adquieren tal fuerza sentimental, que uno no puede evitar el adherirse a su llanto. Felicitaciones por tan hermoso canto a la madre.

Reyna
invitado-Reyna 07-06-2003 00:00:00

No cabe duda, eres mi autor preferido. Tienes un estilo muy particular de escribir y sobre todo que cuentas con talento. Corazón, sigue así, tus fans te lo agaradeceremos. Gracias por compartir todo esto con nosotros. Te quiero. Bye

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