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Meleagro

Eneo, rey de Calidón, ofreció a los dioses las primicias de un año de particular abundancia: a Deméter le brindó los frutos del campo; a Baco, el vino; aceite a Atenea, y así a cada divi­nidad, su fruto preferido; únicamente se olvidó de Ártemis, cuyo altar quedó sin incienso. Esto encolerizó a la diosa, la cual de­cidió tomar venganza de aquel que la despreciaba, y así soltó en las tierras del rey un jabalí devastador. Sus ojos proyectaban fuego, en su erizada cerviz enderezábanse, cual puntiagudas es­tacas, sus hirsutas cerdas, sus espumeantes fauces parecían des­pedir rayos, y sus colmillos semejaban los de un elefante. Vagaba el monstruo por los sembrados y trigales, y en vano las eras y graneros esperaban la prometida cosecha; devoraba los racimos junto coi los sarmientos, las olivas a la par que las ramas; ni los pastores ni sus perros podían proteger sus rebaños, ni los toros más valientes a sus becerros.

Finalmente, el hijo del rey, el esforzado Meleagro, tomó una decisión y, reuniendo a los cazadores con sus perros, se dispuso a dar muerte a la voraz fiera. Acudieron a la gran cacería los héroes más famosos de toda Grecia, figurando entre ellos la va­lerosa doncella Atalanta de Arcadia, hija de Jason. Aban­donada en un bosque, amamantada por una osa, unos cazadores la habían encontrado y educado, y la bella enemiga de los hom­bres pasaba en la selva su existencia y vivía de la caza. Recha­zaba a todos los varones, y a flechazos había muerto a dos cen­tauros que la sorprendieron en su soledad. Ahora su afición a la caza la indujo a unirse con los héroes. Presentóse en el lugar de la cita con el liso cabello reunido en un simple nudo, su aljaba de marfil colgando del hombro y sosteniendo el arco con la mano izquierda; su porte, se hubiera llamado virginal en un muchacho, varonil en un doncella. Al verla Meleagro tan her­mosa, díjose para sí: «¡ Dichoso el hombre a quien esta mujer elija por marido!». Pero el tiempo apremiaba y no podía seguir pensando en ella; no debía aplazarse más la peligrosa cacería.

Llegó el grupo de cazadores a un bosque de antiquísimos árboles que, desde la llanura, se extendía por la ladera del monte. Mientras unos tendían una red, otros desataban los perros y unos terceros seguían el rastro. Pronto llegaron a un escarpado valle que los hinchados torrentes habían excavado profunda­mente; cubrían su fondo juncales, hierbas palustres, mimbreras y cañaverales. El jabalí, escondido en aquellos parajes, al verse acosado de los perros, irrumpió a través de la maleza, atrave­sándola como el rayo atraviesa la nube tempestuosa, y se lanzó furioso en medio de sus enemigos. Los jóvenes, con grandes gri­tos, le presentaron las puntas de sus lanzas, pero el animal se abrió camino entre ellos y a través de la jauría. Mil proyectiles le fueron disparados, pero ninguno hizo más que rozarle, sin otro resultado que acrecer su furia. Volviéndose con ojos cente­lleantes y jadeante pecho, lanzóse cual bloque de roca arrojado por una catapulta contra el flanco derecho de los cazadores, derribando a tres mortalmente heridos. Otro, y era éste Néstor, héroe famoso en otros tiempos, salvóse trepando a las ramas de un roble en cuyo tronco se ensañó el jabalí con sus colmillos. Allí le habrían alcanzado los gemelos Castor y Pólux, que lle­gaban cabalgando blanquísimos corceles, a no haberse metido el hirsuto animal en la impenetrable maleza.

Puso entonces Atalanta una flecha en el arco y la disparó en dirección de la fiera, en la espesura. El proyectil hirió a la bes­tia detrás de la oreja y por primera vez la sangre tiñó sus cerdas. Meleagro vio la herida antes que nadie y, mostrándola jubiloso a sus compañeros:

—¡A fe mía, doncella —exclamó—, te corresponde el premio del valor!

Se avergüenzan los varones de que una mujer pretendiese disputarles la victoria, y todos arrojan a la una sus venablos; pero precisamente aquel enjambre de proyectiles impidió que ninguno diese en el blanco. Con altivas palabras, el arcadio Anceo alzó con ambas manos el hacha de doble filo e, incorpo­rándose sobre las puntas de los pies, dispúsose a asestar el golpe; pero el jabalí le clavó los colmillos en las ijadas antes de que pudiera él descargar el hachazo y le derribó al suelo bañado en sangre y despanzurrado. Entonces fue Jasón quien disparó su lanza, pero el azar quiso que fuese a clavarse en el cuello de un inocente dogo. Finalmente, Meleagro arrojó dos venablos uno tras otro, el primero de los cuales fue a dar en el suelo, el segundo en pleno dorso del jabalí. El animal empezó a embra­vecerse y a describir círculos, echando por la boca sangre y espuma ; Meleagro, con la jabalina, hirióle nuevamente en el cuello y luego de todos lados se hundieron las lanzas en su cuerpo. La bestia, tendida en el suelo, se revolvía agonizante en su sangre. Meleagro puso el pie sobre la cabeza de la víctima y cor­tando con su espada la áspera piel de la espalda, ofrecióla, junto con la cercenada cabeza en que brillaban los poderosos colmillos, a la valiente arcadia Atalanta.

—Toma el botín —díjole—, que por derecho a mí me correspordía, ¡sea para ti parte de la gloria!

Los cazadores envidiaron aquel honor hecho a una mujer y en el grupo se levantó un murmullo. Con los puños cerrados y profiriendo grandes voces adelantáronse los hijos de Testio, tíos de Meleagro.

—¡Deja el botín, mujer —gritaron—, y no nos robes lo que nos pertenece; de lo contrario, de nada te valdrá tu hermosura, ni tampoco a tu enamorado protector!

Y diciendo estas palabras, arrebatáronle el obsequio, negando al héroe el derecho de disponer de él. Meleagro no soportó su insolencia. Rechinándole los dientes de ira, exclamó:

—¡Ladrones de la gloria ajena! ¡Yo os enseñaré lo que va de las amenazas a los hechos!

Y hundió su acero en el pecho de uno de sus tíos y, acto seguido en el del otro, antes de que éste pudiese volver sobre sí.

Altea, la madre de Meleagro, se hallaba camino del templo de los dioses, adonde se dirigía para ofrecer una acción de gra­cias por la victoria de su hijo, cuando vio que conducían los cadáveres de sus hermanos. Golpeándose el pecho y lamentándose amargamente, volvió a toda prisa a palacio, cambió por otras negras las doradas ropas de fiesta, y llenó la ciudad con sus lastimeros gritos. Pero al saber que el autor de las muertes era su propio hijo Meleagro, secáronse sus lágrimas, trocóse su tristeza en sed de sangre y de repente pareció acordarse de algo que desde hacía largo tiempo se había borrado de su memoria. Pues cuando Meleagro no contaba sino unas horas de vida, las Parcas se presentaron a la vera del lecho de la madre: «Tu hijo será un valeroso héroe», anuncióle la primera. «Tu hijo será un hombre magnánimo», dijo la segunda. «Tu hijo —manifestó la tercera— vivirá mientras el tizón que está ahora ardiendo en el hogar no sea consumido por el fuego».

No bien se hubieron alejado las Parcas, sacó la madre del fuego el llameante leño, apagólo sumergiéndolo en agua y, amo­rosamente inquieta por la vida de su hijo, guardólo en el más apartado de sus aposentos. Pero ahora, enejenada por la sed de venganza, recordando de nuevo aquel madero, corrió a la habi­tación donde lo guardaba en un secreto escondrijo. Colocó una tea bajo un montón de leña menuda y pronto tuvo encendido un fuego llameante; luego cogió el preservado tizón. En su pecho, sin embargo, luchaban el amor materno y el amor fraterno; lívida angustia y ardiente ira se sucedían en su semblante; cuatro veces estuvo a punto de echar la rama al fuego, y cuatro veces retiró la mano sin hacerlo; pero al fin el cariño de hermana pudo más que el amor de madre.

— ¡Volved la mirada —clamó—, diosas justicieras, a este sacrificio a las Furias! Y vosotras, almas de mis hermanos que acabáis de dejar este mundo, reparad en lo que por vosotros hago. ¡Venced y aceptad como reparación comprada a alto precio el fruto funesto de mis propias entrañas! El amor de madre me parte el corazón y pronto tendré el consuelo de ir en pos del que os envío.

Así dijo, y desviando la mirada y con mano temblorosa, puso la madera en medio de las llamas.

Meleagro, que entretanto había vuelto a la ciudad y, presa de encontradas emociones, luchaba entre el orgullo de su victoria, su amor por Atalanta y el homicidio cometido, sintió de repente que, sin causa visible, una fiebre ardiente le abrasaba las entrañas; terribles dolores le postraron en el lecho. Repri­míalos con heroica energía, pero le apenaba tener que sufrir una muerte sin gloria y sin sangre. Envidiaba a los compañeros caí­dos bajo las dentelladas del jabalí; llamaba al hermano, a las hermanas, a su anciano padre y, con voz entrecortada por los gemidos, también a su madre, la cual, de pie ante el fuego, veía, con ojos inmóviles, cómo iba consumiéndose el tizón. El dolor de su hijo fue creciendo con la intensidad del fuego, y cuando, al fin, el carbón, poco a poco, se extinguió entre las cenizas, cesó también el sufrimiento y con la última chispa voló su alma a los espacios. Su padre y hermanas lloraron sobre su cadáver y toda Calidón lamentó su muerte; sólo la madre se había au­sentado. Encontraron su cuerpo, atada una cuerda alrededor del cuello, delante del hogar donde estaban esparcidas las cenizas apagadas del tizón.

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