Hace cinco años que estuve allí, en el mirador del piso ciento siete, sentado en aquellos singulares bancos transparentes al borde del abismo. Las Torres Gemelas llamábamos nosotros; The Twin Towers decían ellos: majestuosas, imponentes, pareciendo querer tocar el cielo. Doce dólares y medio me costó subir a la emblemática altura de Manhattan. Recuerdo la velocidad del ascensor que nos llevó hasta lo más alto y el cosquilleo interno que sentí cuando como un cohete inició la ascensión hasta el ciento siete. Lo diminuto que se veía todo desde allí arriba; parecíamos dioses. Pero ahora, como en una pesadilla, mis recuerdos se entremezclan con las secuencas de la tragedia de aquel maldito 11 de Septiembre. El impacto de los aviones pilotados por esos bastardos, y el sordo sonido de los cuerpos, que en el desesperado intento por escapar de las llamas se precipitaban contra el suelo, me confunden y me crispan a la vez.
La imagen angelical de la señorita que nos atendió en aquel bar que rozaba las nubes, joven, delgada y de pelo castaño rubio, a la que pedimos unos refresos y con la que me irrité por un problema en el cambio, se me viene encima ahora, en mis sueños; con aquella placa que lucía sobre su pecho con su nombre escrito: Karen. La veo aparecer de repente, de entre los escombros humeantes, bañada en sudor por el sofocante calor del fuego que unas plantas más abajo la van cociendo lentamente junto a sus compañeros. Y con la mano extendida, pidiendo que la rescate de aquel infierno sobrecogedor; y yo sin poder hacer nada. Y la recuerdo como si fuera ayer, porque probablemente, hoy, 11 de Septiembre, ella también es historia. Lo siento, Karen.