Recuerdo a mi tío como una persona severa y muy poco amable conmigo. Desde pequeño supe de su hostilidad, de sus miradas nada de tranquilizadoras y de su vozarrón de capitán de regimiento que retumbaba en las descascaradas paredes de la vieja casona y que al parecer tenía la virtud de poner los pelos de punta a mi obsecuente abuela. Era el personaje casi solterón que disputaba privilegios y atenciones con el odioso advenedizo que era yo. Mal que mal era la casa de sus padres -mis abuelos- su inexpugnable territorio y en ese ámbito se me fijaron las reglas y como niño estuve dispuesto desde siempre a desacatarlas. Su espacio era sagrado, mis gritos, risas y rabietas no debían coincidir con su presencia intimidatoria, con sus discursos elocuentes y sus modales estereotipados.
Los años se fueron sucediendo y con su fronda de cambios, me convertí en un muchacho de temperamento huidizo, tímido y reconcentrado que canalizaba en un primo un poco menor, la energía necesaria para poder llevar a la acción todas mis ocurrencias. Yo, solo, no habría quebrado un huevo ni habría matado una simple hormiga. Pero el primo aquel era mi fuerza, mi motor, el ingenuo artefacto en el cual materializaba todas mis vandálicas ocurrencias. Como atacar las ventanas de los vecinos con cebollas podridas, tocar los timbres de las puertas o azuzar a un feroz quiltro del pasaje para que nos atacara. Lo emocionante de esta aventura era alcanzar el nicho de una ventana y encaramarse a ella sintiendo el aliento del animal en los tobillos. Por imposiciones de una mutua competencia, cada vez nos arriesgábamos un poco más, aproximándonos temerariamente al territorio del perro, quien de puro olernos sentía bullir la furia en su sangre canina. Hasta que un día se produjo la tragedia. Nuestra osadía había llegado a tanto que en un símil de tauromaquia traducida a términos perrunos, nos internamos a escasos metros del cubil del animal. Nuestros cálculos no consideraron la velocidad a nivel olímpico del quiltro, a pesar de ser éste extremadamente pasicorto y nada comparable a un temido rotweiler, de esos que tanto han dado que hablar en estos días. Yo, más grande, alcancé a duras penas el quicio. Mi primo, en el paroxismo del terror, antes que siquiera pusiese su pie en la ventana, sintió los afilados dientes del animal en su tierna y virginal piernecita. Eso no habría sido nada. El perro era conocido y no existía el peligro de hidrofobia, a lo más, el bicho sufría de chiquillofobia –muy justificada, por cierto- pero a las magulladuras ocasionadas por el mordisco, se sumaron unos buenos coscorrones , inmerecidos para la pobre criatura y propinados por su enfurecida madre. Yo, artífice de esta riesgosa entretención, salí indemne. Y eso alentó nuevas osadías creadas por mi infernal ingenio y propulsadas por los inocentes caballitos de fuerza que movilizaban el entusiasmo de mi primo. Pronto, los juegos dieron paso a nuevas inquietudes. Los ardores de la adolescencia comenzaron a acuciarnos con esa angustia devoradora y sus infinitos deseos culposos. Sabía que en el dormitorio de mi tío se escondía un gran secreto. Lo intuía más bien por la actitud sigilosa de mi abuela que nos reconvenía cada vez que nos acercábamos al círculo de fuego que había trazado con sus palabras moderadoras en torno a la estancia. La curiosidad dio paso a la acción y una tarde en que se nos brindó la oportunidad, nos introducimos al recinto con el corazón en la boca. El orden se imponía en la habitación hasta en los más mínimos detalles. Todo estaba en su lugar, ropas, libros cuidadosamente colocados en una pequeña biblioteca, limpieza total, era, en realidad algo espantoso para un mocozuelo de 13 años, acostumbrado a la anarquía más atroz y al desorden generalizado. Nuestro espíritu estaba inquieto, buscábamos por todos lados sin saber exactamente que. Tengo claro que era el instinto el que nos guiaba, una ingente comezón que nos motivaba a abrir libros buscando fotografías sugerentes o lecturas provocativas. Era el instinto el que adquiría tacto, ojos y oídos impulsándonos dentro de ese cuarto célibe con una fuerza más poderosa que la razón. El instinto que nos obligó a abrir de par en par ese enorme ropero normando que olía a naftalina. Y fue también el instinto el que se sació al ubicar aquella fotografía cuidadosamente enrollada. Una electricidad desconocida recorrió mi cuerpo –no sé si el de mi primo- al aparecérsenos en el papel couché, rubia, de piel rosadísima, bella como una diosa y absolutamente desnuda, la sin par Marilyn Monroe. Nos asaltó por escasos segundos un sentimiento de pudor, una mezcla de miedo, de vergüenza y entreverado entre ambos un calorcillo que nos nacía desde el fondo de las vísceras. Mi primo tenía los ojos desorbitados por el entusiasmo y yo supongo que no lo hacía peor. La rubia parecía sonreírnos desde su reino de papel y tinta y nosotros no parábamos de admirarla y entender de una vez por todas que esa era la mujer ideal, el prototipo, la medida impuesta por nuestra razón enloquecida, para tasar desde allí hasta la eternidad a todas las mujeres del mundo. Desde entonces nos habituamos a merodear ese cuarto sagrado. Paralelamente, los celos contra mi tío se hicieron insufribles, abjurábamos de nuestro parentesco, rompíamos mentalmente el débil hilo sanguíneo que impedía que fuésemos legítimos vengadores de esa injuria; imaginábamos los castigos más severos hacia aquel que se anteponía a nuestros inocentes placeres. Pudimos repetir la exquisita experiencia una decena de veces. El pequeño bar que se escondía entre los libros también sufrió las consecuencias de nuestra insaciable curiosidad. Tragos dulces tales como anís, menta y otros de difícil reconocimiento para nuestro inexperto paladar, contribuyeron a condimentar el lúdico momento, el prístino maridaje del sexo con el licor, saboreados intensamente para alimentar nuestro deseo en verde. Entonados por las furtivas libaciones y con el oído alerta al chalupeo de nuestra abuela -quien podría terminar de golpe y porrazo con la magia puesta en escena- nos fascinábamos con la rosácea anatomía de Marilyn y la personificábamos como una mujer de carne y hueso con la que compartíamos un febril secreto. Estoy seguro que ese fue nuestro bautismo de fuego, el onírico contacto con el sexo opuesto y el inicio de una irrenunciable veneración por esa diosa de la pantalla.
Muy poco después, supimos consternados que la estrella había muerto en extrañas circunstancias y entre las diversas hipótesis se esgrimió la del suicidio. Nunca dudé que esa última fuese la razón y –por lo mismo- desde entonces, la distancia entre mi tío y yo creció hasta abismos siderales porque, tácitamente, lo culpé de la terrible tragedia en la que se vio envuelta nuestra supuesta amiga. El asunto se me transformó en una argamasa digerida a medias por mi mente alucinada, en donde nadaban, en mi subconsciente, partes astilladas de un diabólico ropero normando, el rostro angustiado de la bella platinada pidiendo simplemente amor y la sonrisa mefistofélica de mi tío haciendo caso omiso de sus ruegos.
El luto se esfumó paulatinamente de nuestras acongojadas mentes y dio paso a nuevos y excitantes descubrimientos. Marilyn, el ropero y mi tío pasaron muy pronto a segundo plano, rezagados por los diversos asuntos que esperaban turno en mi creciente existencia. Los años se fueron sumando uno tras otro, con su amasijo de convencionalismos y realidades palpables que tenían la dudosa virtud de barrer todo atisbo de magia que aún pudiese latir en mi interior como resabio de una lejana niñez.
No hará mucho mientras hurgueteaba entre unos papeles, encontré la fotografía descolorida de Marilyn, la original, la de su virginal desnudez. No sé por qué, la miré con algo de respetuoso pudor y cuidadosamente, casi con ternura, la guardé en un lugar más seguro. Tampoco sé por qué extraña razón, una repentina corriente de aire hizo que me lagrimearan vivamente los ojos.