Miró alrededor suyo. Nadie. Calma total. El mar era un espejo, un espejo infinito, tal era su quietud. La playa era silencio. ¿Estaba realmente
allí? Sus pies no levantaban arena al andar, no hacía calor y el sol estaba en su máximo apogeo. ¿Qué dirección tomar? ¿Cuál era la correcta? ¿Qué hacía él allí?
Incluso cuando vio aquel diminuto duende sobre el banco de su cocina. No perdió su racionalidad, su escepticismo. Ya he vuelto a beber demasiado, se decía a sí mismo. Era ateo, no creía en ningún tipo de superstición, todo aquello que sonara remotamente mitológico le parecía un cuento para niños. Bueno, sí tenía un dios en el que creía con mucho fervor, Baco. No podría describírsele como alcohólico, pero para él, el elemento más delicioso de la vida, su verdadero pasión, era la bebida de los dioses, el vino. Por eso cuando vio al duende de gorro amarillo, nariz respingona y ojos saltones, creyó estar bajo la influencia de su último descubrimiento, un caldo de color rojo intenso,
afrutado en su punto justo, que había descubierto en una pequeña villa al sur de París.
Genial, me estoy volviendo loco, exclamó al ver al duende por segunda vez. Ocurrió en su oficina, mientras ultimaba un acuerdo de venta para una gran multinacional. Allí estaba, jugando con los lápices de su escritorio. Con la mirada fija en él. Lo apartó de un manotazo. Desde ese momento, las apariciones del duende se hicieron mucho más frecuentes. No había día que no lo viese, al menos, una o dos veces. Empezó a dudar seriamente de su salud mental. Visitó varios médicos, que le dijeron que todo era debido al cansancio, que era producto de su imaginación. ¿Imaginación?
Un día soñó que volvía a soñar, a imaginar. Pero duró poco, al despertar no recordaba qué había soñado. Hubo un tiempo en que soñaba y recordaba a diario. Un tiempo que imaginaba historias que contar a sus niñas. Un tiempo de felicidad. Luego vino el ascenso, la separación, la soledad.
Y, de repente, se vio incapaz de imaginar, nunca más volvió a soñar. Su mente se volvió tan gris como su vida.
El duende de traje rojo y orejas puntiagudas, que respondía al nombre de Rjndahel se le apareció una noche. Y habló. Habló de un mundo mágico, maravilloso, de aventuras constantes, de felicidad. Se le abrieron los ojos como platos a oír las palabras del diminuto ser. ¿Un deseo? Quería ir allí, a ese mundo donde la alegría habita en cada esquina, donde el mal no existe, donde sería feliz. El duende le cerró los ojos. Al abrirlos ya no estaba en su casa. La playa era inmensa, el silencio absoluto. No había nadie. Anduvo durante infinidad de tiempo, bajo ese sol inerte, ese sol que nunca se movía. Se
adentró en las dunas, se adentró en el mar, pero siempre volvía al mismo punto. Gritó, lloró. Nadie le ayudó, quién iba a hacerlo. Finalmente se tumbó en la arena y nunca más se movió. El duende suspiró entristecido, si sólo hubiera imaginado algo, si tan sólo hubiera tenido un sueño, hubiera sido feliz, hubiera entrado en su mundo de fantasía. Se alejó apenado, mientras la arena cubría el cuerpo de desdichado, el mar se agitaba. El sol se ocultó.