¿Por qué imaginamos que cada amor trae su dicha bajo el brazo, su verano y su sol, aunque cada nuevo amor traiga un poco menos?
¿Por qué, en cambio, la pena de un amor que concluye se multiplica por las de todos los que lo precedieron, como si las desdichas antiguas tornasen despacito a sangrar?
Resucitan las penas cuando no las asumimos hasta el fondo.
Una luna nueva todavía minúscula preside sin soberbia el cielo y me debato entre los recuerdos como quien bucea en aguas profundas, tratando de sobrevivir entre ellos y de ellos. Ser y haber sido quizá no sea posible al mismo tiempo. Quizá no sea posible amar y haber amado, quizá no sea posible querer y ser querido.
Siento demasiada desgana para seducir, para comenzar el turbio juego, para darle importancia a lo que no la tiene. ¿No la tiene el amor? Si, pero cuando es sentido.
Ya es imposible para mi sentir sin presentir; sin presentir que todo amor acaba aquí, disecado en una hoja o en el marco de plata de una fotografía dedicada.
Despierto oyendo voces nunca oídas y con la sensación de que tengo que olvidar, por censura, por necesidad, olvidar que el amor me ha convertido en un triste pedazo de cristal.
El dolor es un lujo a nuestro alcance.
El dolor sin sentir nos hace resentidos, porque hacemos crónica la enfermedad que debió de ser aguda. Yo me propongo mirarle fijamente a los ojos, quedarme frente a frente con él, que me cuente sus cosas, de donde viene y a donde va y por supuesto el tiempo que se va a quedar. Porque cada dolor concreto nos trae un recado irrepetible.
El amor, ese carnicero que se pasa el tiempo afilando sus cuchillos.
Simplemente espectacular. Haces vibrar los sentimientos. Haces recordar emociones pasadas.