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Categoría: Terror

Ajuste de cuentas

El ambiente cortesano la aburrió y decidió incorporarse a la procuración de justicia. De la Suprema Corte de Justicia se trasladó a la Agencia Federal de Investigación. Se convertiría en agente y combatiría al crimen organizado. El camino fue difícil y reiteradamente la hizo dudar sobre su vocación descubierta. Era mujer y la discriminaron desde su primera clase. Su belleza la convirtió en la envidia de sus congéneres y el deseo de los hombres. Habló con familiares y amigos para recabar el ánimo que requería para no bajar la guardia. Una amiga le pidió que no se engañara: Erika quería destruir a los asesinos de Herminio.
El tiempo había pasado sin sanar su corazón. El olvido deseado jamás se presentó, de ahí que ordinariamente soñara con su amor perdido. Una partida de narcomenudistas lo había asesinado. Contaba entonces treinta años, diez más que Erika, quien siempre se inclinó por hombres mayores. Ella sufrió tanto que pensó en suicidarse, pero evitó ese pensamiento gracias al apoyo familiar y la llegada de nuevos novios. Se sobreponía a la pérdida mientras la policía fingía investigar la identidad de los asesinos de Herminio. Las pesquisas concluyeron pronto ante la falta de ánimo de la autoridad, que informó oficialmente el cierre del caso porque ninguna prueba había servido para consignar a los responsables.
Erika jamás creyó semejante versión. A dos casas de donde vivía Herminio se ocultaba una banda de léperos adictos a la droga y al crimen. Sus andanzas por la colonia habían rendido violaciones, robos a mano armada y la venta de estupefacientes a estudiantes de dos secundarias públicas cercanas. La policía interrogó a los habitantes de la casa y no volvió a molestarlos, acaso impelida por un jugoso soborno. Erika y la familia de Herminio intentaron impulsar la actividad policíaca, pero sólo ganaron malos tratos e incluso amenazas. El celo religioso de los deudos del difunto los llevó a resignarse a la pérdida y a esperar que Dios se ocupara de los culpables. Sin embargo, Erika se juró que tarde o temprano haría justicia por cuenta propia.
Por años se mantuvo inactiva al respecto. Se licenció en derecho y trabajó en algunos puntos de la administración pública. Más tarde se incorporó a la Corte, se hartó de ella y, finalmente, resolvió encargarse del caso Herminio, no sin antes recibir el entrenamiento idóneo. A duras penas se habituó al trato recibido en la academia; libró el acoso masculino a punta de rodillazos en la entrepierna, mientras que a las mujeres las calló con frases lapidarias que, a la larga, le fueron copiadas por más de una. Sus calificaciones encantaron a los profesores. Destacó tanto que aun su familia, al principio reacia a permitirle abordar una profesión tan peligrosa, terminó presumiendo sus logros ante propios y extraños.
La agente Rosas se graduó con honores y se dispuso a combatir toda lacra social, particularmente la traducida en cáfilas alentadoras de la drogadicción. Sus superiores pretendieron enviarla a Michoacán para liarse a balazos con narcos, pero ella los disuadió con el cuento de que serviría mejor a la Agencia si cuidaba que los jóvenes de México se mantuvieran lejos de las drogas. Su discurso conmovió a los oyentes. Armada hasta los dientes e inexplicablemente sola, abordó una camioneta y se dirigió a la zona donde habían matado a Herminio.
Estacionó el vehículo en un punto que dejaba al descubierto la casa de él y la de los hampones. La frondosa copa de un árbol caía sobre la camioneta, aunque de ningún modo le servía de camuflaje. Alguien la vería y se sorprendería al leer las siglas “AFI” en un costado. Erika exploró con binoculares la supuesta guarida de la banda, ignorando si tras tantos años aún la habitaba. Cuando desvió la vista hacia la casa de su fallecido amor, lloró al instante y ocultó el rostro entre las manos. La dureza del entrenamiento no había penetrado en su corazón. Cuando alguien tocó a la ventanilla del vehículo, la agente desenfundó una .45 en un santiamén y apuntó a quien tocaba. Era una criada que se había acercado a la llorosa, quizá para consolarla. La mujer vio el cañón del arma y salió disparada, rogando que no la mataran.
La agente Rosas bajó del vehículo y trató de alcanzar a la vieja, pero la perdió de vista en las cercanías de una vecindad. Regresó a su puesto de observación, enjugó lágrimas restantes y enseguida renovó la exploración. Pasaron dos horas sin novedades. Esperó en vano pillar a algún pelado saliendo del sitio, listo para distribuir la mercancía entre inocentes. En su fuero interno, a Erika le importaba un bledo el narcomenudeo; quería aprehender a uno de esos vándalos y hacerlo hablar. Según ella recabaría los nombres de los asesinos de Herminio, los cazaría y apilaría sus cuerpos ante su guarida. En vano evocó el número de cintas de acción que había visto en su vida.
Encendió un cigarrillo para serenarse. La idea de enfrentar a una partida de matones le producía taquicardia. Disfrutó de la nicotina con los ojos cerrados, contraviniendo instrucciones de la Academia. “Hay que dormir con un ojo abierto”, solían decirle. Todos sus sentidos se alertaron cuando oyó el ruido de un zaguán. Aguzó la vista y no dudó que alguien acababa de entrar en la casa. Se insultó en voz alta por haber perdido la oportunidad que añoraba. Se preparaba para descender del auto cuando oyó:
—No estoy ahí.
Reconoció la voz de inmediato. Vio hacia la derecha y encontró a Herminio en el asiento del copiloto, sonriendo afablemente. Su mirada denunciaba su estado no sublunar: parecía tener cataratas. Los irises y las pupilas se ocultaban tras algo parecido a telarañas. Erika palideció y se le hizo un nudo en la garganta. Con los ojos enrojecidos y los labios trémulos, extendió un brazo para tocar al amor de su vida; su palma se detuvo sobre la piel que recubría al respaldo. Lloró de nueva cuenta, a lágrima viva, y para que no la molestaran se tumbó de medio lado sobre los asientos. Parecía no encajar en el papel de ruda agente federal. Había olvidado su plan de colarse en la vivienda de los malos para acabar con ellos. Se limitó ahora a recordar su vida al lado de Herminio. Tenía grabada en la memoria cada momento —para ella sublime— que había pasado con él. Nunca había vuelto a sentirse tan amada. Había sido el único a quien se le entregó por amor genuino.
Como toda párvula, entre lágrimas y remembranzas dulces se quedó dormida. Le sobrevino un sueño profundísimo, tanto así que desoyó algunas llamadas que le hicieron colegas por radio. Vagó por su pasado y se vio a sí misma cuando tenía ocho años menos, cuando su noviazgo con Herminio estaba en su apogeo. Se hallaban en la habitación de él, reponiéndose de un par de horas de pasión desenfrenada. Él no aparecía con los ojos blanquecinos; exhibía otra vez esa mirada que derretía a su joven novia. Y hablaba con conocimiento de causa, pues era miembro de una sociedad esotérica a la que Erika se negó a sumarse. Ella toleraba las creencias de él porque era incapaz de advertir falla alguna en su idiosincrasia, típico de niñas enamoradas. Herminio aseguraba dominar la “proyección astral”; mientras Erika reposaba la cabeza en el fuerte pecho desnudo de él, lo oyó contarle anécdotas de supuestos viajes astrales. Libre de las ataduras del cuerpo físico, había logrado trasladarse a lugares tan lejanos como Kuala Lumpur. Erika reprimió risas y calló al otro plantándole un largo beso en la boca. Resurgió la excitación y la pareja se unió de nuevo, ante la vista de una Erika con ocho años más encima y enferma de nostalgia. El sueño continuó linealmente. Los amantes concluyeron la cópula y Erika se dispuso a dormir, pero Herminio no había terminado. Explicó al detalle el procedimiento a seguir para lograr viajes astrales; para no alterarlo, la oyente fingió atención e hizo un par de preguntas, y al final no evitó quedarse dormida. Herminio la imitó, sin imaginar que un par de semanas después haría un viaje sin regreso, y sin haber explicado que al abandonar el cuerpo físico es preciso asegurarse de poder regresar a él, pues de otra forma el ser astral errará eternamente entre los vivos.
El sueño terminó pero Erika mantuvo los ojos cerrados. Tenía la idea de que ya había anochecido, pero no se molestó en comprobarlo. Había dejado de llorar y ahora se preparó para llevar a cabo su proyecto. Averiguaría si los asesinos de Herminio ocupaban aún aquella casa. Se relajó tremendamente, ayudada en parte por sus conocimientos de yoga, que practicara otrora. Al rato, y sin saber exactamente cómo, vio su cuerpo desde afuera de la camioneta. ¡Lo había logrado! La noche y una aparente tranquilidad la circundaban. Se olvidó de su “cuerpo físico” y flotó hacia la vivienda. Entró por una ventana entornada en una estancia iluminada y apenas amueblada. La luz provenía de una bombilla sin pantalla y era obvio que los habitantes desconocían la escoba. La rodeaban un camastro, una mesa colmada de instrumentos de laboratorio y un hacinamiento de cajas verdes de plástico, donde se habían acumulado pequeñas bolsas llenas de polvo blanco. Erika pretendió desenfundar su arma para proceder a los arrestos, pero notó que le era imposible tocarse; recordó que no era materia y decidió que exploraría el lugar antes de volver a su cuerpo y emprender su faena.
Estaba por salir del “laboratorio” cuando una niña de acaso seis años, desaliñada y con la mirada un tanto ida, entró y se quedó de una pieza. Erika sabía que, teóricamente, no podía ser vista, pero no pudo disuadirse de la idea de que la niña la contemplaba. Evocó a Herminio, quien cierta vez le dijo que los niños son, de suyo, grandes psíquicos. La niña giró sobre los talones y se fue corriendo. Erika la oyó bajar una escalera. Flotó hacia fuera y recorrió una casa estragada por el abandono y destinada a servir a fines aviesos. En un cuarto abundaban ciertos instrumentos de tortura, lo que obligó a la agente astral a creer que la banda también se dedicaba al secuestro. En la planta baja encontró una sala con muebles percudidos, espejos quebrados y alfombras manchadas de sangre seca. En la cocina, quizá el punto menos decadente, encontró nuevamente a la niña, quien le hablaba al oído a una anciana gotosa, de larga cabellera blanca y dedos artríticos. La niña notó de nuevo la presencia de Erika.
—Está aquí —dijo.
—¿Eh? —replicó la vieja, adelantando una oreja.
—¡Que está aquí! —gritó la criatura.
—¡Muy bien! —exclamó la anciana—. ¡Vamos a deshacernos de ella!
La agente astral tragó saliva. La vieja se acercó a una alacena y extrajo redomas, hierbas y pequeñas rocas, junto con un libro.
—¡No, abue! —dijo la niña—. ¡Quiero que se quede conmigo!
—¡Ni madres! ¡Nos va a estar molestando!
—¡Le diré a papá!
La anciana tembló y bajó la cabeza. Sin duda recelaba de terminar bañada en plomo a manos del hijo. Se preparó para el encantamiento. La agente Rosas la vio consultar el grimorio y disponer sabiamente de hierbas, rocas y demás. La superstición se presentó y Erika creyó que estaba a punto de ser eliminada del mundo sublunar. Algo debía hacer. En cuanto avanzó medio metro, ante la mirada penetrante de la niña, escuchó el ruido de las ametralladoras y le sobrevinieron violentos temblores. Un presentimiento atroz la impelió a acercarse a una ventana: con ojos desorbitados contempló su cadáver cubierto de sangre, que un par de papanatas armados bajaba sin cuidado de la camioneta. Atestiguó también la llegada de los refuerzos; dos camionetas surtidas de agentes derraparon a un paso de los matones, quienes dispararon sin tino y en un instante fueron rociados de proyectiles. Comenzó un operativo destinado a encontrar a los otros miembros de la banda.
Erika pretendía comunicarse con sus colegas de algún modo; en primer lugar debía salir de la casa, pero una humareda verdosa la privó de flotar más allá de cualquier alféizar. Desde lejos percibió la voz cascada de la anciana, que formaba frases incomprensibles mientras la niña daba piruetas ya sobre un pie, ya sobre el otro. El ensalmo fue efectivo. Erika intentó salir hasta por debajo de una puerta, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles. Desde un baño advirtió que el remate de la casa de Herminio era visible; ante la ventana de una especie de buhardilla divisó a su inolvidable amor, mirándola con ojos enteramente blancos y sonriendo. Erika desesperó de sus fallas y reemprendió sus conatos de escape. Harta de coleccionar fracasos, erró con rapidez por el interior de la casa, llorando y queriendo sin éxito derribar lo que se cruzaba en su camino.
La niña corría animadamente detrás del espíritu cuando los agentes irrumpieron y se dispersaron. La anciana salió de ninguna parte cuchillo en mano, y a cambio recibió un tiro que le voló el rostro. Una agente regordeta tomó a la niña en brazos y la sacó en volandas, ignorando las súplicas de aquélla en el sentido de permanecer con “su amiga”. Erika hizo un último intento por salir, pero el umbral de la puerta principal le fue infranqueable. El operativo continuó y a la larga hubo enfrentamientos entre agentes y hampones; algunos cadáveres adornaron la alfombra y otros quedaron en la banqueta, mientras Erika se desplazaba entre la lluvia de plomo y lloraba sin parar.
La casa quedó aparentemente desierta. Desmembrada la banda, se decidió clausurar la guarida y reforzar la vigilancia en aquella zona, especialmente para honrar la memoria de la excelente agente Rosas, muerta en el cumplimiento de su deber. Sola entre la oscuridad y el silencio, Erika vagará por siempre en un espacio delimitado, suspirando al asomarse a la ventana del baño para tener un atisbo de Herminio, quien no ha vuelto a aparecer.
Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
  • Media: 5.12
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