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Al pié de una encina

 

La carta está sobre el escritorio; lleva allí ya más de dos semanas, esperando e interrogándome cada vez que poso mis ojos sobre ella, no sé cuántas veces cada día, desde que llegó y me planteó un problema que yo no tenía, que no tengo, a pesar de la llegada de la carta. Podía haberme desecho de ella, tras la lectura, pero lo cierto es que la deposité, con cuidado, en la parte posterior del centro del escritorio, que es lo que hago siempre con los asuntos pendientes que, por un motivo o por otro, me desazonan. No es la primera; otras dos, ya contestadas, reposan en el último cajón de la derecha de la mesa escritorio, que es una especie de cajón de sastre al que van a parar los papeles de todo tipo de que no soy capaz de desentenderme del todo. Cuando llegó la primera, todavía vivía mi madre, que era la destinataria y que, a pesar de sus casi 90 años, gozaba de una gran clarividencia, especialmente cuando se trataba de asuntos que la interesaban de una manera particular. Aquel día, el de la llegada de la primera carta, no hablamos apenas de la cuestión que planteaba una agrupación de personas desconocida para nosotros hasta ese momento. Fue, más bien, un silencio prolongado, interrumpido por unas pocas preguntas de mi madre, a las cuales respondí lo mejor que supe, con escasa precisión por no estar bien informado. Finalmente, mi madre puso punto final a las cavilaciones, diciendo: “Que ellos hagan lo que quieran, pero a mí me parece que está bien donde está, y seguro que tu padre diría lo mismo”.
Fue así como mi madre, casi al final de sus días, emprendió viaje al pasado, el pasado más gozoso y triste de su larga vida, cuando, en plena juventud, amó con todo su ser a mi padre y lo perdió para siempre, porque una vez más la estupidez y la barbarie derrotaron el amor. Y esa tarde de verano, mientras contemplábamos la puesta de sol, que era una bola enorme de fuego, me preguntó: “¿Te acuerdas de la primera vez, de los primeros años?”
Entonces, cuando la primera vez, los viajes a la capital eran muy raros: había gente en el pueblo, con muchos años a la espalda, que conocía la capital sólo de oídas, y no eran pocos los que morían sin haber pisado nunca en ella. Yo tenía once años el día que mi madre me llevó a la capital. En el coche de línea, que necesitaba más de dos horas para hacer el recorrido de pueblo en pueblo, viajaban más animales que personas. Era la costumbre: siempre que se viajaba a la capital había que llevar algún animal de corral o de campo a los parientes, más o menos cercanos, que vivían en la ciudad. Normalmente, se trataba de gallos y conejos , y, cuando se abría la veda de la caza, abundaban las perdices, las liebres y los conejos camperos. Ese día, que era uno de los últimos de la primavera, nosotros llevábamos un gallo muy hermoso en una cesta de mimbre con tapas, debajo del asiento. Ya habíamos dejado atráslos pueblos y pronto íbamos a atravesar la pista de cemento del aeropuerto militar, que estaba a pocos kilómetros de la ciudad. A la derecha de la carretera, ya no se veían trigales, sino los robles y encinas de un monte. En el coche de línea, las conversaciones de los pasajeros, muy animadas y ruidosas, dieron paso a un nerviosismo creciente. Los que ya habían viajado más veces nos advertían que pronto íbamos a ver los aviones. “Con un poco de suerte –dijo alguien con experiencia- está la barrera echada y podemos contemplarlos a gusto”. Yo, como otros chicos, me puse de pie y pegué la nariz a la ventanilla, con intención de no perderme nada, pues era la primera vez que iba a ver un avión en tierra, pero mi madre, con un tirón enérgico, me hizo sentar de nuevo, me compuso la ropa con prisa y me dijo: “Ahora, persígnate”. Yo no sabía qué hacer, pero, como vi que ella se santiguaba, yo también lo hice. Afortunadamente, la barrera estaba bajada y pudimos comentar, durante unos minutos, los detalles que nos parecía ver de dos aviones militares que estaban parados en la pista a no poca distancia del coche de línea.
Cuando más de dos años después volvimos a la capital, en esa ocasión con dos perdices, pues ya era finales de octubre, yo sólo me acordaba de los aviones, y tenía la esperanza de que éstos no estuvieran tan lejos como la primera vez. Ese año la otoñada era lluviosa, y se veían por todas partes rebaños de ovejas que mordisqueaban con ansia los tallos nuevos en los rastrojos. “Este año se están hartando, ¡menuda otoñada!” –dijo un hombre sentado detrás de nosotros-, y vi que aparecían a lo lejos los árboles del monte. Mi madre empezó a atusarme y a arreglarme la ropa de domingo que llevaba puesta, dando tirones de las prendas, al mismo tiempo que con una presión suave pero enérgica me obligaba a sentarme correctamente. Ella también se atusó, arregló su ropa y adoptó una postura muy formal, mientras miraba fijamente al exterior, a las encinas, a través de la ventanilla. Los dos nos santiguamos, yo también, sin que ella me dijera nada. Y ahora que recuerdo no sé explicarme por qué no pregunté a mi madre, ni la primera ni la segunda vez, por qué tenía que persignarme. Seguramente me pareció lo más normal del mundo, tratándose de una persona tan profundamente religiosa como mi madre. De todas formas, la respuesta llegó muy pronto, el día de Todos los Santos.
Como otros años, fuimos al cementerio a llevar flores a mi padre. Una vez más pusimos un gran ramo de crisantemos blancos sobre una sepultura cubierta con baldosas rojas y presidida por una cruz de hierro con filigranas bastas, pintada de negro. Mi madre limpió con mucho esmero la cruz y las baldosas, yo coloqué a continuación las flores donde ella me indicó y permanecimos unos minutos en silencio, cumpliendo el ritual de todos los años. A la vuelta del cementerio, nada más entrar en casa, mi madre me dijo: “Tu padre no está enterrado en el camposanto”. Yo me quedé mirándola, atónito, en una mano tenía un caldero lleno de trapos de limpieza y en la otra una escoba, apretaba los puños y no me movía. Ella me quitó el caldero, que dejó en el suelo del portal, y la escoba, que apoyó contra la pared, me agarró con suavidad y firmeza las manos y contestó a una pregunta que yo no había hecho, pero que ella daba probablemente por descontada: “Las flores también son para él, no sólo para el abuelo y la tía, pero él no está allí”. Hubo un silencio largo, y, al fin, reveló el secreto: “Está en el monte que hay antes del aeropuerto”.
Por entonces yo ya sabía que a mi padre lo habían matado en los primeros meses de la guerra de 1936, porque era rojo, según decían entonces, sin darle tiempo a ver nacer a su hijo. En aquel tiempo, los españoles tenían tanta prisa por matarse los unos a los otros que no dejaban a los hombres jóvenes convertirse en padres. No pocos de ellos, como mi padre, ya habían dejado, sin embargo, su semilla en la tierra.
“Está mejor allí –siguió diciendo mi madre-, en el campo, con las flores silvestres, las perdices, las liebres y las encinas, que eran la alegría de su vida; sin querer, está en el sitio donde le hubiera gustado que le enterraran”. Y, al decir esto, ella veía, y yo a través de sus ojos, a mi padre, aquel hombre joven que el día de la feria de 1936, después del baile, la había llevado al juncal, no sólo para amarla, sino también para hablarla de un mundo distinto, que él no sabía explicar muy bien, pero que, en cualquier caso, iba a ser mejor. Era el amor más allá de la muerte el que hablaba a través de los ojos de mi madre, que rezumaban la ilusión de mi padre. El mismo amor que estalló y volví a ver, años después, cuando recité a mi madre aquel soneto prodigioso de Quevedo que termina con el verso “polvo serán, mas polvo enamorado”. Mi madre iba sumiéndose en una especie de éxtasis, según desgranaba yo los versos del poema, que sólo interrumpió para decir, cuando yo acabé el recitado: “Otra vez”. No sé las veces que tuve que repetir el soneto, pero fueron menos que las que me vi obligado a recitar el último verso, ante la insistencia de mi madre: “Lo último, lo último, lo del polvo enamorado”. Luego, comenzó ella a repetirlo una y otra vez, saboreando las palabras. La dejé a solas con mi padre.
Mi madre no cambió de opinión en toda su vida: mi padre estaba bien donde estaba. No lo manifestó públicamente porque no tuvo ni necesidad ni oportunidad de hacerlo. En los años que siguieron a la guerra, no se podía hablar de los muertos; luego, con tanto progreso, nadie se acordaba de los muertos; más adelante, durante la llamada transición, con tanto consenso, los muertos eran sólo un incordio, y cumplieron perfectamente su papel de tozudos testigos mudos; ya en plena democracia, sólo interesaban el dinero y el consumo, y los muertos siguieron durmiendo su sueño eterno. Por eso, mi madre y yo seguimos llevando, año tras año, flores al cementerio. En la vida absurda de los seres humanos hay cosas absurdas que tienen sentido: llevar flores a una tumba en la que no está el muerto a quien se ama. La explicación de mi madre era convincente: “En el camposanto no tiene flores, en el campo le sobran, y son más bonitas”.
Cuando llegó la primera carta, la que exponía la necesidad de crear una asociación para lograr la autorización de exhumación de los cuerpos de los asesinados durante la guerra civil que yacían por veredas y cunetas y en fosas comunes, mi madre estuvo silenciosa y muy pensativa durante unos días. Al fin, vino a decirme que comprendía muy bien que hubiera familias que quisieran recuperar los restos de sus seres queridos, pero que ella no quería que movieran a mi padre de su sitio. En ese sentido escribí yo la carta de contestación, y ella la firmó.
Mi madre sabía el sitio exacto en que yacía mi padre. No tenía la menor duda al respecto porque se lo había dicho y mostrado don Lucio, que era la honradez en persona, la utoridad moral del pueblo. Se trataba de un labrador acomodado, no el más fuerte, pero sí uno de los más fuertes de la comarca. Sabía que había ganado la guerra, y mostraba su satisfacción por ello, pero le repugnaban las salvajadas que habían hecho los cernícalos, como el decía, y consideró siempre la ejecución de mi padre como una afrenta personal. En la primavera de 1936, mi padre se había ajustado con don Lucio para hacer el verano, con lo que había pasado a ser propiedad de don Lucio, y alguien tuvo la osadía de arrebatárselo, sin consultar con él, cuando más falta le hacía, justo antes del comienzo de la limpia, cuando los brazos de mi padre, que ya había cogido fama de ser el más resistente del pueblo, tendrían que haber dado vueltas y más vueltas, día y noche, al manubrio de la máquina limpiadora. Don Lucio era un señor feudal que sentenciaba lo que estaba bien y lo que estaba mal, y el robo que le habían hecho a él de mi padre, al darle el paseíllo sin su permiso, estaba mal, muy mal. Por eso, don Lucio no sólo pagó a mi madre lo ajustado con mi padre, sino que además le adelantó el dinero con el que pudo abrir una fonda, la base de su subsistencia y la mía.
Un día de enero de 1937, un día muy frío y radiante de sol, don Lucio alquiló el único coche de punto que había en la comarca y llevó a mi madre a conocer el sitio donde reposaba mi padre. Cuando aparecieron los robles y las encinas, don Lucio advirtió al conductor que pronto tendría que tomar un camino, hoy carretera, que salía a la derecha y atravesaba el monte. El coche giró, y, apenas hubo recorrido unos cien metros, don Lucio ordenó parar. Seguidamente, bajó del coche y pidió a mi madre que le acompañara. Los dos dieron unos pasos sobre la tierra praderosa y dura por la helada y se pararon ante una encina de copa enorme y acampanada. Don Lucio se quitó el sombrero, a pesar del frío helador, y dijo: “Ahí está tu hombre”. Poco después, él volvió al coche y esperó a que ella terminara de hablar con el único hombre que conoció en su vida. Mi madre regó con lágrimas la tumba ignorada y otra vez sintió el desgarro de la herida que llevaba en lo más profundo de su alma, pero, al final, se impuso el consuelo de la encina. La belleza del árbol, tranquilo y majestuoso, le dio el consuelo que buscaba y la unió para siempre con el hombre que tantas veces le había dicho que estaba loco por ella y las encinas.
Yo diría que nos habíamos olvidado de la primera carta, y llegó la segunda, hace unos dos años. La asociación, ya legalmente constituida, pedía a mi madre que se hiciera socia, para dar más fuerza a la organización y a su reivindicación fundamental, la exhumación de los restos. Mi madre, que empezaba a disfrutar de esa calma y serenidad de que gozan los afortunados que se percatan de que la muerte ya viene a su encuentro, no acusó la desazón que le causó la primera carta. Sí estuvo, otra vez, unos días pensativa, rumiando los recuerdos, al cabo de los cuales me dijo: “Llévame al monte a hablar con tu padre”.
Con esas palabras, siempre las mismas, se dirigía a mí, desde que tuve dinero para comprar un coche, cuando sentía la llamada del amor primero, que la obligaba a buscar la compañía del polvo enamorado. Mi madre no había vuelto a estar bajo la encina que velaba el descanso eterno de un puñado de hombres asesinados por creer que había llegado el momento de acabar con tanta injusticia, desde el día en que la llevó don Lucio, por primera y última vez. Cuando mi madre y yo pisamos juntos la tierra que cobijaba a mi padre, habían pasado treinta y ocho años desde entonces. Era un día precioso de primavera, y el monte estaba cubierto de una alfombra de flores, muchas de ellas diminutas, a ras de suelo, que apenas se distinguían, una a una, pero que, juntas, formaban un tapiz que emborrachaba de colores nuestros ojos. Saqué del maletero una manta de campo, la extendí sobre la hierba y las flores y nos sentamos tranquilamente bajo la encina. Estábamos juntos los tres, unidos por el silencio, la paz y la distancia insalvable impuesta por la muerte.
Desde entonces, todos los años, un día espléndido de primavera, se repetía la misma escena. Este año ha sido el último, pues mi madre murió el mes pasado. Los últimos años, además de la manta de campo, yo llevaba en el maletero una silla pequeña de tijera, porque a ella le resultaba difícil y penoso sentarse directamente sobre la hierba. Mi madre murió sin haberse afiliado a la asociación, y me pidió que la convirtiera en ceniza. Mi madre, ceniza con sentido, y mi padre, polvo enamorado, descansan, por fin juntos, al pie de una encina, y esperan la llegada de la primavera.

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