El sacerdote entraba por primera vez en aquella gran casa. A medida que la contemplaba pensaba que era un insulto para los habitantes de aquel pueblo. Sí, era un verdadero insulto; porque, mientras la condesa vivía en aquella especie de palacio, sus otros feligreses sobrevivían hacinados en casitas de dos o tres habitaciones.
Mientras era conducido al dormitorio de la condesa miraba con desprecio todo el lujo que ostentaba aquel caserón: cuadros de incalculable valor colgando de las paredes, candelabros de plata sobre la chimenea, muebles de madera tallada. ¡Qué repugnante contraste con la pobreza de los vecinos de aquella localidad! En realidad entraba en la casa porque su ministerio le obligaba a tener piedad de cualquier moribundo. No olvidaba que se hizo sacerdote para salvar almas y por eso sentía la necesidad de cumplir un deber. Pero en el fondo de su corazón, no tenía ningún deseo de salvar un alma tan sucia y abominable como aquella.
Entró en los aposentos de la noble señora. Un dormitorio esplendoroso, con muebles muy antiguos y una cama enorme con varales altos acogían el voluminoso cuerpo de la condesa. La fealdad de su anciano rostro parecía expresar la que siempre había sido la fealdad de su marchito corazón. El mal olor que su enfermedad le hacía desprender conseguía que fuese aun más repugnante su presencia. El ministro sagrado entró en el dormitorio conteniendo su malestar.
- ¡Ya era hora que vinieras! Ni siquiera has tenido urgencia en venir a verme sabiendo que estoy a punto de morirme.
El sacerdote estuvo a punto de responder con una impertinencia pero prefirió ser amable. A fin de cuentas la condesa era una pobre moribunda.
- No se imagina usted cuánto siento haberla hecho esperar. Pero aquí me tiene. Es la primera vez que me llama usted en ocho años y no sabía bien qué pensar.
- Bueno, ya estás aquí que es lo que importa. Quiero contarte algo. Yo sé que eres un comunista, tus sermones no dejan lugar a dudas. Pero en un momento come este necesito un sacerdote. Tu obligación es asistirme espiritualmente, aunque no te guste.
- ¿Me ha llamado usted para criticarme? Nunca he participado en política pero no tengo intención de entrar en discusiones con usted.
-Será lo mejor. Te he llamado porque hace varios días que oigo voces. Quiero que me ayudes. Tienes que hacer un exorcismo.
-¿Qué es lo que ha oído usted?
- Todavía se me pone la carne de gallina al recordarlo. – La condesa estaba a punto de echarse a llorar. – Es una voz tenebrosa que me habla en medio de risas y me dice: “Ya faltan muy pocos días para que vaya a por ti.” Si es un mal espíritu tú puedes hacer un exorcismo y echarlo de mi casa.
- Yo no puedo hacer tal cosa, necesito una aprobación del obispo. Pero puedo hacer algo mucho más fácil: Si usted se confiesa, si se arrepiente de sus pecados, no tendrá nada que temer.
- Tú sabes que yo no tengo pecados. Tú sabes que siempre he estado sirviendo a Dios. Siempre en la iglesia.
-Bueno. Yo más bien diría que siempre ha querido dominar en todo y que también ha dominado siempre en la iglesia. ¿No se arrepiente usted de haber impuesto su voluntad en todo?
- No intentes enredarme. Tú si que has sido soberbio llevándome siempre la contraria. Te digo que no tengo pecados. Yo no he matado ni he robado.
- Tal vez no apretó usted aquel gatillo. Pero todo el mundo sabe que usted fue la que denunció a aquellos treinta campesinos porque le obligaron a pagarle el salario base. Usted hizo que los llevaran a la muerte y no tuvo piedad ni siquiera del llanto de sus mujeres y sus hijos. ¿Lo ha olvidado? ¿No recuerda cómo Natán acusó a David de haber matado a Urías por enviarlo a la muerte?
- Lo que hice fue cumplir con mi obligación. Aquellos eran unos comunistas y había que limpiar el país de esa gentuza. Era necesario arrancar las malas hierbas. Y sus niños lloraron entonces pero hemos podido educarlos en la religión cristiana.
- Entonces ¿No se arrepiente de esos crímenes? ¿No se arrepiente del dolor que sembró usted en todas esas familias? ¿Qué clase de religión ha sido esa que ha enseñado?
-Pero que estás diciendo. Aquellos hombres eran enemigos de Dios y de la patria. ¿Cómo voy a arrepentirme?
-El único enemigo de Dios ha sido usted, usando su nombre para cometer crímenes y latrocinios.
-Lo sabía eres un comunista. Siempre lo he sabido. Pero que sepas que hoy no serías nadie si no hubiésemos luchado. No llevarías esa sotana, tendrías que esconderte para decir la misa y te obligarían a hacer los trabajos más duros. Claro tú eres joven y te has dejado engañar.
-Francamente desearía no ser nadie y no tener que haber lamentado tantas muertes y tanto dolor. Pero sigamos. Dice usted que no ha robado. ¿Sabe lo que dice la Biblia del salario que se defrauda al obrero? Usted ha matado de trabajar a la gente por un miserable plato de comida. Mientras ellos padecían, usted ha llenado su casa de lujos. Se aprovechó de huérfanos y viudas para aumentar sus riquezas con su esclavitud. Ellos han sido cada vez más pobres y desgraciados y usted cada vez más rica y poderosa ¿No se arrepiente de haber sido tan vil?
- Eres un verdadero impertinente. No tienes vergüenza. Estoy en el lecho de muerte y te pones a restregarme tus ideas comunistas. Eres un mal cura que no haces nada por salvar a tus fieles.
- Perdone, señora. Creí que podría ayudarla. Pero siento decirle que si usted no se arrepiente de sus pecados yo no puedo hacer nada. Tal vez sea un mal cura. Le aseguro que he tenido la intención de salvarla. Adiós.
El sacerdote abandonó aquel lugar y se fue silencioso por las calles humildes del pueblo. Nunca comentaría esta conversación por respeto al sigilo sacramental. Pero los gritos de la condesa se escuchaban por casi todo el pueblo.
- Por Dios que alguien me ayude. Lo sigo escuchando. Se está riendo y me dice que viene a por mí... Dios mío, que lo escucho acercarse a mi lecho. ¿Es que nadie puede hacer nada?
Cuando murió la señora, la gente tuvo miedo. Nadie se atrevió a salir a la calle. No querían que se notara que se alegraban. Pero en todos quedó grabado el terrible final de aquella que destrozó sus vidas durante mucho tiempo. Y les sirvió de recuerdo para tener presente que aunque un criminal escape de la justicia humana, nadie le conseguirá ninguna inmunidad ante la divina.
Me alegra ver un respeto tan grande por la ortografía y la literatura en general, en vista de las atrocidades que pululan por aquí.