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Éaco

El dios-río Asopo tenía veinte encantadoras hijas, de las cua­les la más hermosa se llamaba Egina. Un día en que Zeus vio a la agraciada ninfa, despertóse en él un amor arrebatador por ella. Tomando la figura de águila bajó a la Tierra y la raptó, conduciéndola por los aires a la isla que, llamada hasta enton­ces Enone, debía cambiar después su nombre por el de la robada Egina. Asopo anduvo buscando a su hija por todas partes y llegó finalmente a Corinto, donde el astuto Sísifo le reveló que el raptor era Zeus. El dios, sin embargo, envió un rayo contra su perseguidor y volvióle así a su cauce ordinario. Ello explica que, todavía hoy, se encuentre carbón en el fondo del río Asopo.

El hijo nacido de Zeus y Egina se llamó Éaco y fue muy amado de los dioses; pues nunca se dio un hombre más piadoso, prudente y justo. Reinó en la isla como un soberano bondadoso e indulgente, querido y venerado de todos. Una vez, Grecia sufrió una intensa sequía, de larga duración; toda la Hélade suspiraba por la lluvia, pero el cielo continuaba inmaculado; los frutos del campo se agostaban, secábanse los ríos y los lagos, hombres y animales morían. Entonces los griegos, en su apuro, se dirigieron al oráculo de Delfos, y la pitonisa profetizó que la sequía cesaría si Éaco, el mejor entre los mortales, elevaba sus súplicas a Zeus. Así, pues, todos los estados griegos enviaron emisarios al rey de Egina para pedirle su intercesión. Éaco, subiendo al Panhelenio, la montaña más elevada de la isla, alzó sus manos puras y suplicó a su divino padre que tuviese piedad de los pueblos dolientes; y apenas había terminado su plegaria, cuando espesos nubarrones aparecieron en el cielo y una lluvia abundante cayó sobre la tierra. Todavía mucho tiempo después podía verse, en el templo que los agradecidos helenos erigieron sobre la tumba del buen rey, una estatua que representaba el sacrificio de Éaco.

Así vivía el hijo de Zeus, sacerdote y rey poderoso, honrado de los hombres y amado de los dioses. Casó con Endeis. quien le dio dos hijos destinados a ser dos magníficos héroes: Peleo y Telamón; un tercer hijo, habido de la nereida Psámate, fue Foco. El mundo entero veía en Éaco no sólo al mejor, sino también al más feliz de los mortales. Pero Hera, la austera diosa, odiaba el país que llevaba el nombre de su rival y envió a la isla una horrible peste. Una atmósfera asfixiante y pesada se cernía sobre los campos, una niebla siniestra ocultaba el Sol, sin que cayera, sin embargo, la lluvia refrigerante. Cuatro meses transcurrieron así, sin que el sofocante viento del Sur cesara de exhalar su ponzoñoso soplo; las aguas de fuentes y estanques se fueron corrompiendo poco a poco, e innúmeras serpientes que se arrastraban por los campos desolados emponzoñaban con su asquerosa baba los manantiales y los ríos. Ante todo dejóse sentir el zarpazo de la epidemia en perros, bueyes y ovejas, en las aves de corral y la caza, que desapareció de repente; pero pronto se cebó también con los hombres y penetró en las ciudades. Por doquier veíanse montones de cadáveres tendidos que se pudrían insepultos. Con el corazón sangrante, el noble rey que, con sus hijos, eran los únicos sobrevivientes entre todos los moradores, hubo de contemplar cómo todo su pueblo sucumbía víctima de una espantosa muerte. Levantando entonces, lastimeros, los brazos al cielo, invocó a Júpiter con voz suplicante:

—¡Oh Zeus, Padre excelso, si de verdad soy tu hijo y tú no te avergüenzas de mí, devuélveme los míos o deja que también yo muera!

Y he aquí que un rayo rasgó el espacio, y un trueno pavoroso retumbó en el aire tranquilo. Con alivio vio Éaco aquellos signos favorables y dio gracias al padre divino por la prenda que en ellos le enviaba.

Levantábase junto a él un roble de vasto ramaje consagrado a Zeus y que había sido plantado con la semilla del roble sagrado de Dodona. De pronto la mirada del rey se fijó en su tronco. Vio innumerables hormigas que corrían por la rugosa corteza y en torno a las raíces, llevando en la diminuta boca infinidad de granos de trigo.

—¡Oh, padre —exclamó Éaco, admirado—, dame tantos ciudadanos para llenar el vacío recinto de mi ciudad!

Entonces se estremeció la copa del árbol y susurró su follaje sin que soplase la más leve brisa. Temblando, el rey inclinóse hasta el suelo piadosamente y, besando la tierra y el sagrado tronco, elevó a Zeus redentor reiterados votos de gracias. Al llegar la noche tendióse en el lecho lleno de esperanza y de inquietud. Tuvo un extraño sueño: el roble estaba de nuevo ante sus ojos y las hormigas transportaban diligentes los granos de acá para allá. De pronto le pareció como si aquellos animalitos crecieran, cada vez más y, levantándose del suelo, se incorpo­raran, mientras disminuía el número de sus patas y el cuerpo adquiría poco a poco la forma humana. Pero en aquel momento el rey despertó y se dio cuenta, suspirando, que todo había sido un sueño ilusorio. Y, sin embargo, ¿qué era aquel rumor que se oía? ¡Un murmullo lejano, como de humanas voces! ¿No le engañarían sus oídos? ¡Otra ilusión, seguramente! Pero, ¡mira! la puerta se abre bruscamente, y Telamón, el hijo del rey, se precipita en el aposento gritando:

—¡Oh padre, ven y pásmate! ¡Zeus ha hecho más de lo que tú jamás hubieras esperado!

A toda prisa salió Éaco de la casa y con raudales de lágrimas contempló el milagro: veía ante sí a los hombres y reconocía sus caras, exactamente como los había visto en sueños. Se le acerca­ron, aclamándole como a su rey, a lo que él respondió, radiante:

—Mirmeces, hormiga erais; por eso os llamaréis en adelante mirmidones.

Y de este modo nacieron los valientes mirmidones, que jamás negaron su origen; pues que fueron un pueblo diligente como sus antepasados, sufridos para el trabajo, económicos y parcos. Y Éaco distribuyó los bienes que habían quedado sin dueños, las casas vacías y los campos abandonados, entre los nuevos habitantes de su isla, después de haber celebrado un sacrificio en acción de gracias a su bondadoso padre.

Cuando el piadoso rey, tras una larga vejez, dejó el mundo, los dioses le erigieron en juez de los muertos junto a Minos y Radamanto, deseosos de honrar así su indulgente sabiduría y su recta justicia. Sus hijos y nietos se contaron entre los más grandes héroes que jamás hayan vivido sobre la Tierra: Telamón fue el padre del poderoso Ayax, Peleo engendró a Aquiles, semejante a los dioses.

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