Tarre Briceño se había casado muy enamorado, y el amor se había prolongado largamente en el tiempo, de tal forma que a Tarre le parecía que había vivido toda la vida con aquella mujer, pero el tenía un terrible estigma que danzaba a su alrededor, era pobre, no tenia estudios ni grado, era un autodidacta que había cometido el terrible error de casarse con una mujer de mayor estatus social que el, y el más terrible error de llegar a amarla con una pasión que era digna de un enfoque cinematográfico de parte de Alfred Hitchcock, pasados los días de pasión (de parte de ella, porque en él para ese momento el fuego quemaba como el primer día) comenzaron a surgir las ofensas, primero con discretas alusiones al hecho de que Tarre no tenía capacidad de dar al objeto de sus ilusiones la posición social que ella merecía, luego agrias discusiones por la más mínima situación que fácilmente se hubiera solucionado con un dialogo, y por último La cama se había convertido en un sitio frío, donde los escarceos amorosos ocurrían por pura necesidad animal, los besos no existían, solo los de una pequeña hija a la que amaba como a su propia vida, y Tarre se fue desilusionando, su sentimiento comenzó a dormir el sueño de los santos, hasta que sin querer comenzó a notar que justo al frente de el, en su oficina, se escenificaba una tragedia similar a la suya, la secretaria de la pequeña compañía en la que laboraba, llamaba hasta tres veces al día a su esposo, y tras cada llamada, un brillo de lagrimas sacrificadas morían al nacer en sus pupilas, se acercaba entonces a ella con un vaso de agua, se lo ofrecía y le decía:
- ve al baño y llora, que las penas se ahogan en llanto
- mi pena solo se ahogará con un largo viaje que se me antoja imposible como lejano
contestaba la joven mientras sonreía y aceptaba el agua, hasta que un día abrió su alma, y le contó una historia similar a la suya, una historia de ofensas indeseadas, involuntarias, innecesarias, le contó de noches frías, de distantes noches calentadas con un sexo vacío e insatisfactorio, le contó de culpas atribuidas a su origen humilde, le contó de distancias surgidas en la mesa y en la vida cotidiana; eran distancias puestas no por el odio, sino por la diferencia marcada de clases, era la misma historia pero en versión femenina, tragó en seco Tarre el llanto contenido y comprendió que su derrotero era el mismo y que le conducía a un infierno seguro, que no era justo lo que le pasaba aunque la fémina a la que amaba no tenía la culpa, que el amor no renacería de las cenizas como había renacido el ave Fénix, porque en su relación nunca había existido el amor ágape, ese amor que si deja cenizas con las cuales reconstruir; era el terrible error de querer cruzar peras con mangos. Un día partió Tarre, sin ver atrás, con un saquito de ropas hecho de una funda de almohada, partió Tarre como había llegado a la vida de su amada, sin un peso en el bolsillo, partió con su dignidad mancillada por su forzosa escasez de bienes, partió con un nudo en la garganta y con el amargo sabor del último beso inocente de una niña que si llegó a amarle de verdad sin esperar a cambio muñecas barbies o costosos legos de construcción, si, la niña si le amó con el amor que el esperaba de la que ahora se distanciaba físicamente de el a una distancia tan infranqueable como la que había separado sus espíritus con el pasar de los años.