Como cada noche durante treinta y nueve años Andy López se adentraba por las calles surrealistas de una ciudad insólita que sólo existía en su icono interno. No quería estúpidas interpretaciones imaginarias. Todo era lógica, simple, normal, sencillo. ¡No, no y mil veces no!, ¿acaso había pedido consejo? ¡No!, no buscaba información. Él necesitaba que se le concediera un tributo, un premio honorífico por sobrevivir. Obsesionado, perseguía sin conseguir, un peligro, una víctima que salvar.
De ninguna otra de las maneras llegaría a ser un héroe.
Se encontraba perdido entre miméticos pasadizos, con los brazos extendidos, equilibrando el peso del cuerpo a su paso por conductos de metacrilato, cables y vigas en las arácnidas alturas de la cuerda floja, tejiendo miedos desconocidos en busca de "Dorados".
Seguramente en ese preciso momento, llamaron a la puerta y Andy despertó sobresaltado. Miró con ojos estrábicos el reloj de arena aposentado sobre primigenias raíces de polvo de una silla plegable de madera, junto a la cama revuelta de pesadilla.
.El tiempo siempre permanecía en idéntico lugar.
¡Las cuatro!, quién demonios sería tan temprano. o tan tarde, depende el ángulo con que se mirase. ¿Esperaba a alguien?. El ronco sonido del timbre no cesaba. Bostezó sin ideas, tosiendo, con una molestia en la garganta. carraspeó hasta que notó un pelo de pestaña en la lengua que atrapó pellizcando con los dedos amarillentos de nicotina.
¿Qué pasa, es que no hay más puertas? pensó sin demasiados argumentos.
El colega que lo accionaba, no parecía aun satisfecho con el escándalo organizado. Prescindió del progreso eléctrico y aporreó la madera comida por la termita, con brutal insistencia. ¿Tú que opinas? no creo que tuviera el permiso del Presiente de la Comunidad de Vecinos.
Andy López, asustado, se encaminó hacia la entrada, pensando en los huesudos puños que tendría el tipo.
Ya voy, ya voy, señor impaciente gritó con un siseo de clausura.
Se había acostado a las dos de la madrugada, apenas un par de horas antes.
La resaca empezaba su efecto secundario: el más vomitivo. Las venas eran zigzagueantes rayos, la cabeza el trueno y la visita misteriosa el resplandor del relámpago. El resto sería una lluvia fría, muy fría. De repente oyó un quejido lastimoso y prolongado que le congeló de pánico. El timbre dejó de sonar, el aporreamiento también. Respiró esa incierta tranquilidad, aguardando un nuevo acorde, pero no, la orquesta se había ido, como se suele decir, con la música a otra parte. El silencio se escuchaba a cada momento, acompañando los latidos amplificados de su sorprendido corazón desbocado.
En segundos, pidió fuerza, pidió valor, pidió coraje y el temor apagó su ruego. ¿Qué hacer?, abría la puerta y se enfrentaba al loco desesperado que se encontraba tras ella o por el contrario regresaba a la cama, quieta y sedante, y envuelto entre las sábanas, olvidaba aquel mal sueño. Mientras intentaba reunir los pedacitos de pensamientos aislados para alcanzar la mejor forma de proceder, se abrigó con un viejo y deshilachado albornoz azul marino. El aire entraba desde un cristal de la ventana que una semana antes habían roto de una pedrada enviada por el mismísimo diablo. ag. y aquel whisky barato, ¡qué asco! Sólo de pensarlo corrió al baño y entre arcadas y espasmos, echó todo lo que el cuerpo le ordenó. Allí se encontraba, con la cabeza en el retrete, cuando retornó la memoria sin escrúpulos.
No escuchaba nada. Quien fuera que fuese el madrugador virtuoso de la percusión, había dejado de golpear su instrumento. Quizá falto de convicción vocacional, sin público y cansado de no ser ovacionado, huyera a toda prisa en una rigurosa búsqueda de su maestro, para estrangularlo, sin darle tiempo a cantar. Era plausible y muy aceptable el no resignarse al designio y que no se deleitara con la desafinada y cruel agonía, después de haberle convertido en un monstruo sin consideración.
Aquí sí, un merecido aplauso, por favor.
Bueno, ojalá se hubiera marchado, por esta noche ya era más que suficiente. Con un presagio atrapado en el espacio de un vacío sólido y gélido, se acercó de nuevo a la puerta. La quiso abrir de un tirón para sorprenderlo, como había visto infinidad de veces en las películas en blanco y negro de intriga y suspense a lo Hitchcock. Pero en esta ocasión comprobó que la maldita puerta comprometía al genero cinematográfico, resistiéndose a su empeño. Pesaba in extremis, algo se arrastraba impidiendo el movimiento ligero deseado. Inmediatamente vio el porqué y comprendió la Ilíada y la Odisea del percusionista.
El hombre se hallaba atravesado por un largo cuchillo de cocina y clavado salvajemente en la cruz de su umbral, abrazado a la puerta convertida en eterna amante y último recurso, suspendido, inerte, restregando los pies en un encharcado de sangre que semiborraba la palabra convencionalmente amistosa "Welcome" de la alfombrilla.
Un bonito epitafio, una irónica bienvenida, muy apropiada para recibirle en el infierno.
Billete sólo de ida, gracias.