Ayer, amaneció un día primaveral lleno de vida, soleado, magnífico. Los campos estaban exuberantes de verdor ofreciéndose a su contemplación, y la vista disfrutaba viéndolos.
Me levanté temprano, cogí el coche y nos fuimos mi mujer y yo a la ciudad –que está a unos veinte kilómetros del pueblo- donde todos los domingos, se instala un mercadillo en el que se vende casi de todo lo que busques, pero principalmente, zapatos, ropa, bolsos, frutas, flores etc. además de muchas y variadas baratijas expuestas en los tenderetes y puestos que montan gitanos, inmigrantes africanos y magrebíes, sudamericanos y asiáticos. Todo un mundo multicolor lleno de olores, y sobre todo, de voces que hacen de reclamo al visitante que circula por sus efímeras calles llenas de polvaredas, basuras, desorden y una enorme masa multirracial de personas.
Lo que todos sabemos que es un mercadillo.
Después de mucho andar recorriendo puestos y más puestos, mi mujer tras revisar un millón de tenderetes –según mi opinión y lo harto que estaba de dar vueltas- se decidió a comprarse dos pares de zapatos; unos negros y otros color bronce, además de varios jerséis. Yo, me compré unos zapatos negros en el primer puesto que me pareció.
Cuando ya gracias a Dios, habíamos hecho las compras, y andábamos paseando más relajados y viendo otras cosas más novedosas y atrayentes que zapatos, verduras y ropas, me tropecé por casualidad con un tenderete donde se exponían para la venta cosas muy extrañas.
La mujer que allí vendía era africana, muy negra de color y charlatana; pues mantenía con otra mujer de su mismo origen una conversación excesivamente sonora y fuera de tono, aunque no parecían reñir, sino más bien tratar asuntos personales y sin mayor relevancia.
Aquél punto de venta tenía algo especial que no sabría cómo explicar bien. La mujer, cuyos misteriosos ojos turbios parecían tener glaucoma, miraba de forma extrañamente profunda y enigmática. Sobre el puesto, repleto de baratijas, pulseras africanas, imágenes que parecían muñecos de Budú, y otras mil cosas, también había unos cofrecillos de madera tallada con agujeritos, en cuyo interior ardían unas pequeñas varillas se esas que con su combustión dan un tufillo agradable a incienso u otros aromas de exóticos olores. Pero aquél cofrecito exhalaba un olor distinto a todos los que he olido nunca: embriagaba, parecía incitar a comprar a quienes lo percibían, embaucando o hechizando el ambiente. Una cosa o sensación extraña desprendía el humo del cofre, y ello lo captábamos quienes nos hallábamos a su alrededor.
Yo sólo observaba interesado en el comportamiento de la mujer negra vestida con ropas de su país, de color azul muy llamativo, muy largas, hasta los tobillos, y su cabeza iba cubierta por un turbante rojo, al estilo africano. En sus muñecas, muchas pulseras raras.
Estando mirando como si estuviera interesado en comprar, llegó al tenderete una chica que parecía tener como unos veinte años de edad. Era desenvuelta, alegre, muy moderna y algo hippie. Comenzó a probarse pulseritas y otros abalorios, se colocó en el cuello un colgante que portaba un extraño signo de significado desconocido… y fijó su mirada en un anillo que parecía ser de plata, donde en su parte superior, exhibía grabada en relieve una calavera con ojos que parecían estar hecho de diamantes rojos y muy brillantes.
El anillo estaba como apartado del grupo de otras joyas baratas y aparecía sucio de polvo, como si llevara allí muchos años sin venderse.
La mujer negra se sobresaltó mucho al ver a la chica probárselo, y advertí que la forma de expresión de su cara cambió de repente, y pude ver también, cómo sus dedos se entrecruzaron de una forma que yo no había visto nunca, pareciendo que se exorcizara de algún poder conjurado, maléfico, sobrenatural o demoníaco.
-¿Cuánto cuesta este anillo? –preguntó la joven resueltamente.
- ¡No lo sé! Lleva aquí varios años conmigo, y es un talismán de la suerte Lo traje de África y nadie lo compra. –dijo la negra muy nerviosa, con los dedos aún entrelazados de aquella extraña manera.
La chica se lo probó colocándolo en el dedo corazón de su mano izquierda. El intenso olor a no sé qué, que desprendía la cajita continuaba, y el humo se hacía cada vez más denso y embriagador.
-¿Cuánto vale? –volvió a preguntar la chica desenfadada.
-Bueno, dame quince euros. –contestó la negra del puesto, con aspecto de hechicera.
-Creo que le gustará a mis amigas. -dijo finalmente la muchacha, que dejó ya instalado en su dedo el amuleto.
-Has tenido buena mano, al elegir el anillo, pues te traerá buena suerte. –comentó la negra del turbante rojo
La joven –muy guapa por cierto-, abonó a la mujer la cantidad convenida por el pago del anillo con forma de calavera y ojos de cristal rojo, y se marchó de allí contenta por la adquisición hecha esa mañana, e impaciente por enseñar cuanto antes su compra a las amigas y compañeras.
Yo quedé unos minutos más observando a la negra, a la que las manos le temblaban, y la cara se le descompuso de pavor. Por fin había vendido el anillo.
El vendedor de la barraca de al lado, que era un hombre de raza gitana alto y viejo, prestaba mucha atención a todo lo que ocurría allí.
Confieso que me retiré del puesto intrigado y algo asustado. No me gustaba nada la mujer. Me daba mala espina su forma de proceder tan enigmática con la chica alegre que vestía tan moderna, y me retiré de allí; le dije a mi mujer que deseaba irme lejos y cuanto antes de aquél endemoniado lugar.
Tomé el coche, entré en la autovía y me dirigí al pueblo. Como iba como a unos diez km. de la ciudad, conduciendo sin problemas, tranquilo, pero aún pensativo por la experiencia estremecedora que había vivido.
De pronto, el coche que llevaba delante, sin motivo aparente –pues ese tramo de la carretera era recto y no ofrecía peligro alguno-, dio varios bandazos de uno a otro lado como si patinara sobre el asfalto.
Tuve que frenar bruscamente para no chocar con el vehículo que zigzagueaba delante del mío, y aminoré así la velocidad mientras comprobaba lo que estaba ocurriendo. Por un momento, pensé que impactaría con él, pero no fue así, gracias a Dios.
El coche que iba delante, dio un giro brusco, perdió el equilibrio sobre la carretera, dio varias vueltas y volcó lateralmente yendo arrastrándose hasta pararse contra la banda metálica de protección, con la que impactó saltándola luego violentamente, volcando fuera del arcén y cayendo en una cuneta no demasiado profunda, ocasionando una enorme polvareda.
Pálidos, mi mujer y yo, vimos ante nuestros asustados ojos, cómo el coche quedaba con el techo aplastado, las ruedas hacia arriba y humeando el motor dentro del capó.
Paramos en el arcén y bajé corriendo cuanto podía hasta el lugar donde estaba el coche siniestrado.
Con la precipitación del momento -mi primera acción y creo que la más acertada que hice-, fue romper el cristal de la ventanilla para llegar hasta donde estaba el conductor, para socorrerlo.
-¡Dios mío, no podía ser! –quedé horrorizado por la impresión de lo que descubrí.
¡Era la chica del mercadillo que poco rato antes compró algunas cosas en el puesto de la negra africana!
Como mejor pude, palpé su cuello, y en la arteria había pulsaciones. ¡Estaba viva, gracias a Dios!
Pero mi asombro y mi terror llegaron a la máxima expresión, cuando quise agarrarla de las manos para arrastras su cuerpo fuera del coche, -a través de la ventanilla rota-, temiendo a que éste se incendiara y la chica pudiera perecer achicharrada allí dentro.
Me aferré a sus brazos para asirme a ellos y tirar hacia afuera, cuando una de mis manos resbaló: ¡su mano izquierda no estaba! Sólo pude agarrarme a un muñón destrozado que con una peligrosa hemorragia, derramaba gran cantidad de sangre caliente.
La saqué del coche como puede, y le hice un torniquete con mi cinturón para que no muriese desangrada, y al darme la vuelta; la vi. Era su mano izquierda, que al salirse del vehículo cuando éste chocó con la mediana y volcó, había sido seccionada del brazo brutalmente, contra la valla de prevención.
En uno de sus dedos, en el llamado corazón; aún estaba alojado el maldito anillo de calavera con ojos de cristal. Tomé la mano, que había caído sobre unas hierbas, y la puse junto al cuerpo de la chica. La calavera que representaba el anillo, parecía tener ahora una expresión distinta en su huesudo rostro de muerte: observé que parecía sonreír.
Tras la llamada de auxilio que hizo mi mujer mientras yo atendía a la chica, en pocos minutos, ambulancias, médicos y policías estuvieron presentes en el lugar socorriendo a la siniestrada que fue evacuada a un hospital de la cercana capital.
Después de declarar brevemente ante la policía de tráfico como testigo del extraño suceso, di la vuelta y me dirigí otra vez al mercadillo de la ciudad para ir al encuentro de la negra bruja de ojos glaucos, hallarla y decirle cuatro cosas, escupirla y despreciarla, por haberle vendido a la chica aquél maldito amuleto que según dijo, le traería buena suerte, que nunca vendía porque nadie lo compraba. Y ella sabía por qué.
No estaba allí. El puesto, había desaparecido, esfumado, a pesar de hacer tan sólo una hora desde que lo abandoné. Quedé desconcertado.
-¡No es posible! –me dije.
Al hombre gitano que yo vi vendiendo abalorios en el puesto de al lado de la africana, recurrí para preguntarle:
-¿Dónde está la mujer negra que hace un rato estaba vendiendo aquí?
-Señor, aquí no ha habido jamás ninguna mujer negra vendiendo nada. Usted está confundido amigo: aquí no ha habido nunca otro puesto que no sea el mío.
Y derrotado, me fui intrigado, triste y pensativo…pero llorando de impotencia por la mala fortuna ocurrida a la chica desconocida, joven y alegre, que tan sólo cometió el desgraciado error de comprar un anillo que le traería buena suerte.