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Categoría: Infantiles

El castigo

Aunque todo en la playa tintea de azul el ambiente y los
sonidos lanzan brotes de alegría, la mente del niño alborota
nubes tormentosas y brumea rencores.

El agua del mar, de tanto asimilar el verano, despide
centelleos que a veces hieren la vista. Pero el niño sólo sabe
que sus padres le han castigado a quedarse en la terraza del
hotel junto a sus dos abuelas (esas mujeres de cuerpos
fláccidos y cabellos escasos, labios enjutos y rostros llenos
de surcos) y esas amigas suyas vetustas, independizadas para
siempre de juegos veraniegos y júbilos espontáneos, porque el
castigo que los padres le han infligido consiste en quedarse
sin baño, sin canoa y sin yate y sobre todo sin la posibilidad
de bucear con los otros niños y jugar a ser felices como ese
sol que llena el mar de promesas relucientes y esos sonidos
que caldean el alma con risas lúdicas sólo decadentes cuando,
al atardecer, los navegantes de siempre regresan de la
excursión cotidiana en ese yate prohibido, mientras el sol se
va escondiendo más allá del monte.

--Comerás en la terraza con las abuelas, no podrás bañarte, y
si no obedeces tu castigo se prolongará toda la semana --le
han dicho los padres al marcharse mar adentro.

Ésa es la amenaza. Y el fastidio. Y el odio repentino que el
niño experimenta por esas mujeres viejas que le rodean, sobre
todo cuando las oye cotillear sobre cosas estúpidas y sin
fundamento relacionadas sobre lo caras que se habían puesto
las cosas, las modas vergonzosas que rebajan la dignidad de la
mujer, y esa interminable retahíla de chismes sobre los
famosos.

También se siente vejado cuando comentan lo difícil que
resulta educar a un niño como él, rebelde, posesivo y poco
dotado para la obediencia.

En estos momentos están sentados en torno a una mesa plagada
de tazas, platos, vasos y comida, mientras el niño, junto a
ellas, las escucha con aire musaráñico entre dormido y
fastidiado.

El murmullo que se produce en el ambiente es como un arrullo
excitante que va dejando a escondidas rencores propicios a la
represalia.

Es una represalia plagada de aburrimiento: un aburrimiento
arrollador que va creciendo con la discusión de las viejas.

De pronto ese aburrimiento se vuelve tan grande, que incluso
llega a emanciparse del niño y se va colocando en cada pieza
de la mesa, en cada alimento, en cada plato. Nunca para el
niño un aburrimiento ha sido tan grande ni tan escandaloso de
puro insoportable.

Resulta extraño impregnarse de tanto aburrimiento y sentirse
como hipnotizado por tanto voceo, gestos, ademanes, risas y
exclamaciones sin sentido.

Comen despacio probablemente por culpa de la dentadura, pero
no dejan de hablar.

Su parloteo más que un murmullo vago es como un trueno algo
apagado que no finalizase nunca.

Y el aburrimiento del niño aumenta.

Insensiblemente los ojos del pequeño, lejos de reflejar
cansancio y sueño, se llenan de furia. Minuciosamente van
analizando cada detalle de las viejas: esas partículas de
espuma que se acumulan en las comisuras de sus labios, ese
gesto de una de ellas cuando pronuncia la palabra
"indecencia", esas manos disecadas con venas prominentes y
tendones azulados, cuyos meñiques se disparan al sostener
tazas, vasos y cubiertos. Luego están esas sonrisas falsas
cuando se alaban mutuamente y esos horribles ceños cuando
censuran algo.

El desastre se avecina pero es inútil advertirles "cuidadito,
la paciencia del niño está llegando a sus límites". La mayoría
de la gente no cree en los límites y menos en los de la
paciencia de un niño. Además los niños no tienen derecho a ser
impacientes ni a protestar. Los niños tienen obligación de
resignarse a su aburrimiento. Para algo son niños, para algo
tienen una vida por delante llena de promesas y de esperanzas
lúdicas.

De pronto las mujeres se vuelven todavía más charlatanas,
ninguna escucha a la otra. En realidad hablan porque necesitan
escucharse a sí mismas. Por eso la euforia aumenta y las
conversaciones dejan de tener ya coherencia: cada una de las
viejas se centra ahora en "sus problemas, teorías y gustos".

Luego rompen a reír sus propias ocurrencias sin saber lo que
sus risas y sus comentarios dañan la estabilidad del niño. Por
eso poco a poco el pequeño, lejos de seguir siendo niño se
está convirtiendo en un viejo. Un viejo enfurruñado que sin
saber por qué coloca sus manos sobre el mantel como diez
percebes crispados.

Es indudable que a simple vista se trata de unas manos
peligrosas. Pero ninguna de las mujeres percibe el peligro que
se avecina, ni puede imaginar que el desastre está ya rozando
la mesa.

Y el silencio no llega. El silencio es algo legendario en
total desacuerdo con el aburrimiento.

Por eso el desastre es ya algo inevitable. No obstante ninguna
de las mujeres que rodean al pequeño lo puede detectar.
Ninguna comprende hasta qué punto esos diez percebes, que
parecen manos crispadas sobre el mantel, pueden ser tan
peligrosas.

Hasta que el desastre oculto en las manos del niño ocurre.

De momento es sólo un estruendo, luego surge la indignación,
la desorientación y la ira. Ninguna de las mujeres llega a
entender por qué ha ocurrido esa inevitable catástrofe sin que
pudieran detectarla.

El hecho es que la mesa ha quedado desnuda.

Junto a ellos todo es estupor, incomprensión y extrañeza. Las
viejas se han puesto repentinamente en pie.

Ahí en el pavimento se amontona un revoltijo de platos hechos
añicos, de comidas entremezcladas, de cristales hirientes y
sangre de vinos desparramados.

Las viejas zarandean al niño, le gritan, lo increpan y lo
insultan, pero el niño con aire triunfante ondea el mantel
como si enarbolara una bandera.

No importa que le vaticinen castigos imperdonables, que lo
amenacen con las peores represalias y que rápidamente lo
agarren de la mano y lo lleven Dios sabe dónde.

A pesar de todo, el causante del estropicio ya no es un viejo.
Mientras camina, va sonriendo como sonríen los niños.
Datos del Cuento
  • Categoría: Infantiles
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