Me siento en un bar. Pido un cortado y fumo un cigarrillo. Contemplo los movimientos. Contemplo las caras. Mundo de caras. Mundo de sonrisas. Entre los bocinazos y alguna que otra puteada, me pierdo. Mi racionalidad se extingue. Y no la extraño. Todo fluye vertiginosamente. Me estanco contemplando la nada. Contemplando mi silencio. De pronto, insólitamente, precipitan lágrimas de mis ojos. Son ojos tristes. Ojos perdidos. Pienso en esa voz que tanto conozco y reconozco a pesar de ser un susurro. Las caras ya no sonríen.
Se ennegrece mi escenario y yo también me ennegrezco. Mi figura se extingue con esa racionalidad en un mundo sin caras, sin sonrisas, si negación, donde todo fluctúa con diversas velocidades e intensidades. Pero esa voz persistente. Esa voz del retorno. Soy como una molécula que fluye, escapa en el aire. Molécula negra y densa que precipita. Continuamente me están pisando. Me maltratan y yo intento preservar esa insignificancia en la que me he convertido. Me resulta dificultoso respirar. Esa voz me atormenta. Doy el último aliento que me ayuda a sobrevivir. Intento escalar, subir, superarme. Como siempre. Esa fue siempre la esencia aún sin tener sentido para mí. Intentar la rutina, la continuidad, la constancia, la preservación. Palabras que se repiten. Las caras sin sonrisas son las mismas. Siempre fueron las mismas. Los ojos se vuelven a perder. Caras sin rostros me apabullan. Estiro las manos porque quiero alcanzarlas. Necesito aferrarme a algo real (para no perderme) que, inevitablemente, se desgata, se metamorfosea, se desintegra entre mis manos, se sintetiza, se desvanece en pequeñas y múltiples esencias. Esencias, simples velocidades. La realidad y los sujetos que la componen pueden reducirse a intensidades. El dolor es una velocidad y el amor es otra. El sujeto sujetado por la pulsión. La angustia de estar y no estar. Lo que te lleva a hacer siempre lo mismo y lo que constituye un punto de fuga. Un escape, una apertura hacia quién sabe dónde. De pronto mis brazos, que ahora son brazos, dejan ese cigarrillo ya extinguido y esa taza de café. Mis manos tocan mi cara. Una cara que ya no reconozco. Un escape. Un sujeto que ya no conozco. Un bar que no percibo. Salgo caminando, metamorfoseada, liberada, distendia con/sin esa voz ya extinguida. Y eso es lo bueno...