Las demoras, frente a los semáforos, crispaban los nervios de Lorenzo. Le sumía en el desespero la desagradable posibilidad de que, cuando él llegara, Helena ya se hubiera ido. In mente, se sorprendía de haber adoptado una decisión tan descabellada, por una mujer a la que acababa prácticamente de conocer. ¿Qué le diría, cuando se encontrasen? ¿Qué desde el mismo momento de dejarla, no ha dejado de pensar en ella? ¿Qué las ansias de verla de nuevo, rompe con todos los esquemas que hasta el presente han marcado su misógino comportamiento?
¡Ya está! --¡Acababa de descubrir la piedra filosofal!-- Le preguntaría el motivo por el cual, este mediodía, le dejó de modo tan incomprensible. Y, si en realidad su comportamiento mereció esa repulsa, que indique en que le faltó, para que pueda disculparse.
Eran cerca de las cinco de la tarde cuando el taxis paró frente al Palacio de Pedralbes. Lorenzo pagó la carrera y a paso ligero cruzó la calzada de la Diagonal y se encaminó a la Facultad de Biología. Interrogó al conserje sobre la clase de último curso. Este le informó que estaban a punto de salir. En efecto; con gran guirigay un grupo de chicos y chicas descendían por la escalera principal. Lorenzo descubrió a Helena entre ellos. Manifestaba una alegría desbordante y contagiosa que encontraba eco en los compañeros que la escoltaban.
Lorenzo, por primera vez en su vida, sintió una fuerte opresión en el pecho. Desconocía por completo esos síntomas, y se alarmó. Sin saber la causa, pretendió escabullirse para que Helena no supiera que la había descubierto en esa fase jocosa con otros jóvenes con los que, a su entender, debía ser más comedida en el trato.
Al transponer la puerta de salida, el grupo se disgregó y cada uno tomó direcciones distintas.
Lorenzo, en cuanto Helena, ya sola, pisó la acera de la Diagonal, la abordó:
--¡Hola!
Sobresaltada, Helena le preguntó
--¿Qué haces tú aquí?
--Vine a buscarte.
Sorprendida, con cara seria, Helena interrogó:
--¿Para qué?
--Verás, ?contestó Lorenzo con expresión embarazosa? te despediste de una forma tan anormal, que desde que nos separamos vengo pensando que a lo mejor involuntariamente pude ofenderte en algo, y quiero disculparme y pedirte perdón.
Después de escucharle con expectante atención, la carcajada de Helena fue tan ruidosa, que bien pudo ser oída en la Plaza de Françesc Masiá.
Pasado el primer sobresalto, que hizo que un tenue rubor enrojeciera sus mejillas, Lorenzo se unió a la risa.
--Bueno; te seré sincero. Todo el tiempo me ha dominado la idea de volver a estar contigo. Es la primera vez en mi vida que siento tal necesidad por una mujer, y quiero analizar las causas de esta desazón que me consume. Tal vez te parezca ridículo. Pero jamás de los jamases, en el ámbito sentimental, me he relacionado con otros seres que no sean mis familiares.
--De manera, que a tu edad, todavía sin estrenar, es decir, que sigues siendo virgen ?se burló Helena, con sonrisa aviesa.
El lenguaje desenfadado de Helena, resultaba inaceptable para Lorenzo, educado por los Jesuitas en la más estricta moral cristiana. Su existencia se había formado y desenvuelto a la antigua usanza dentro del ámbito de la más retrógrada férula familiar. Además, su empecinamiento con el estudio ahuyentó toda relación amical con jóvenes de su edad. De la vida no aprendió otra cosa que las enseñanzas que le brindaban los libros de texto. Cualquier otro tipo de lectura le pareció una pérdida irremisible de tiempo. Al nacer al mundo, en el año mil novecientos sesenta y siete, su padre había cumplido los cincuenta años y su madre contaba diez años menos; es decir, que sus progenitores eran personas mayores, temerosos de la ley de Dios, enemigos cervales del pecado, y cancerberos intransigentes de lo que ellos enfáticamente denominaban ?influencias nefastas de una educación corrompida?. De ahí, que no sólo los hechos, sino las simples palabras, producían en Lorenzo un rechazo inmediato, al propio tiempo que una turbación inusitada. El escuchar de Helena tal despropósito, supuso para Lorenzo un descubrimiento insospechado. Advirtió que las palabras se alejaban de su significado semántico, que le repugnaba, y, por el contrario, adquirían en el subconsciente la expresión de que con ellas Helena le manifestaba una muestra de confianza íntima Con ese sentimiento, le contestó:
--En efecto, soy virgen, y salvo a mi madre, jamás he besado en la cara a nadie, ni a mi padre. A él se lo daba en la mano, como muestra de cariño y respeto.
Helena se plantificó ante él, con los ojos desorbitados, como si hubiera descubierto un dinosaurio en las postrimerías del siglo XX. Analizó al detalle las facciones de aquél ser, que faltando apenas un año para el dos mil, se le presentaba como un vestigio trasnochado del oscurantismo español. Con minuciosidad, detallaba: el pelo negro, lacio, que empezaba a escasear en los aladares, peinado hacia atrás, dejando al descubierto una frente amplia, despejada, con leve señal de arruga, iniciada en el entrecejo, que denotaba inteligencia y continuado esfuerzo de concentración; nariz aguileña, un tanto picuda, que infería la pretensión de ser la adelantada de aquel rostro en la conquista de lo ignoto; boca normal, de labios finos, bien dibujados; el perfil ovoideo, tal vez excesivamente redondo, que imprimía al conjunto marcado aspecto de búho. Helena, después de la detalla inspección, reconoció, que, físicamente, ya que medía cerca del metro ochenta, Lorenzo no estaba del todo mal, simplemente pasable. Pero, en ningún caso, cabría parangonarlo con un adonis. Lorenzo atónito y desconcertado, de pie, sin moverse, vio en la mirada de Helena el minucioso examen de que era objeto, y como sabía que la belleza no era su fuerte, el temor y la desesperanza se reflejaron en su rostro, que cada vez adquiría más la apariencia de una lechuza asustada. Al punto que Helena no puedo evitar el soltar otra estrepitosa carcajada, que hizo que Lorenzo exclamara desencajado y molesto:
--¿Se puede saber de qué te ríes así?
Pero ella seguía riendo, sin que pudiera articular palabra.
(Continuará)