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En Japón existe una leyenda que cuenta que dos personas destinadas a quererse, están unidas por un hilo rojo atado a sus dedos meñiques. Este hilo es invisible, pero llegará un día en que todos conoceremos a esa persona que está al otro lado del hilo y la amaremos profundamente.
Dice una hermosa historia que hace muchos siglos, un poderoso emperador se enteró de que en sus dominios vivía una bruja que tenía poderes y era capaz de ver el hilo rojo del destino.
El emperador, que estaba deseando casarse, ordenó que buscaran a la bruja y la llevaran ante su presencia. Quería saber a toda costa quién estaba al otro extremo de su hilo, quién sería su futura mujer. La bruja acudió al palacio y gracias a uno de sus extraños brebajes, el emperador pudo ver el hilo rojo atado a su dedo.
Comenzó a seguir el hilo y llegó hasta un pueblo rural donde vivía gente muy humilde. Atravesando callejuelas, el hilo le condujo hasta el mercado, donde las mujeres vendían fruta y verdura mientras sus chiquillos correteaban formando un gran alboroto. En uno de los puestos vio a una pobre campesina que amamantaba a un bebé, al tiempo que ofrecía en cestas la cosecha del día anterior. Asombrado, comprobó que su hilo terminaba en el dedo de esa sencilla mujer.
– Señor – le dijo la bruja mirándole a los ojos – como puede ver, hasta aquí llega el hilo rojo. Eso significa que su destino está en la mujer que tiene frente a usted.
El emperador se enfadó muchísimo pensando que la bruja estaba burlándose de él.
– ¿Estás insinuando que yo tengo o tendré algo que ver con esta harapienta campesina? – le preguntó enfadado, fulminándola con la mirada.
– Así es, majestad. Usted mismo puede ver que el hijo le ha traído hasta ella.
Ante la insistencia de la bruja, el emperador se sintió tan ofendido y lleno de rabia, que la pagó con la chica. Se acercó a ella y le dio tal empujón que el bebé se le cayó de los brazos, se dio de bruces contra el suelo y se hizo una herida con forma de luna en la frente. Después, mandó que sus soldados apresaran a la bruja y la expulsaran de su reino.
– ¡Maldita bruja embustera! ¡Espero que no vuelvas por aquí!
El emperador se fue furioso. Ni siquiera tuvo compasión por el pequeño que lloraba sin consuelo en el regazo de su afligida mamá.
Pasaron veinte años y el emperador fue haciéndose viejo. Sabía que su obligación era casarse y fundar una familia, pues el reino necesitaba un heredero al trono. A pesar de sus
esfuerzos, todavía no había encontrado a ninguna mujer apropiada con la que tener hijos.
Un día, los consejeros reales le dijeron que muy cerca vivía una muchacha bellísima y culta que reunía todas las cualidades de una futura reina. Al emperador, que estaba harto de buscar esposa, le pareció bien y aceptó convertirla en su mujer.
– ¡No la conozco pero estoy aburrido de esperar! ¡Me casaré con ella!
Llegó el día de la boda. Todavía no conocía a la joven con la que iba a casarse y estaba nervioso y muy impaciente. Como mandaba la tradición, espero a la novia dentro del templo donde iba a celebrarse la pomposa ceremonia real. Había tanta expectación que no cabía un alfiler. La futura emperatriz entró despacio, luciendo un precioso vestido bordado en oro y con la cara cubierta con un velo de seda natural. Al llegar junto al emperador, éste levantó el velo y descubrió una joven de rostro hermoso y dulce, con una pequeña cicatriz con forma de luna cerca de la sien.
El emperador se emocionó. Esa mujer era aquel bebé al que años atrás había agredido por culpa de su orgullo. Con lágrimas en los ojos, tocó la vieja cicatriz de la muchacha y la besó. Entre la multitud que abarrotaba el templo, distinguió a su madre, la campesina que vendía fruta en el mercado. Se acercó a ella y tomando sus manos, le pidió perdón por su vergonzoso comportamiento en el pasado.
Se casaron y fueron muy felices, pues el hilo del destino jamás se rompió entre ellos.
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