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con olor a huelga

San Sebastián se transformó con el transcurso de los años en un poblado en donde penaban las almas en vida. Tiempo atrás había quebrado la única fábrica que entregaba trabajo a sus dos mil habitantes. Las actividades propias de un pueblo se paralizaron de tal forma que ya no había nada que más hacer allí. Algunos colgaron un machete en la cintura y fueron a cortar colihues y varillas de mimbre para trabajarlos. Salieron tantas paneras y canastos, que intentaron venderlos a los pocos turistas de nombres tan extraños que la lengua local se negaba a nombrarlos. Fue así como decidieron que todo aquel que llegara de tierras lejanas y cuyas cabezas brillaran como el sol y los ojos fueran trasparentes como el agua, se pasara a llamar Gringo. Estaba el Gringo Nuevo, el Gringo Chico y el gringo Viejo, quienes, con señas y dibujos lograron poner fin a una incomunicación que por largas temporadas existía entre unos y otros.

Los obreros que siempre habían horneado el pan con los humos del bosque nativo, se sentaron a esperar que las horas pasaran por la esfera de los relojes con la lentitud de las tortugas, la vida se había de detenido de tal forma que se llegaron a pasmar las frutas de la huerta. Don José se reunía a conversar con ellos todos los días miércoles en una esquina de la calle Arturo Prat, hasta que alguien le propuso organizar un sindicato de cesante y trabajadores eventuales.
- Hagamos una marcha o una olla común.
Todos estuvieron de acuerdo.

Nos reuníamos todos los miércoles en el sindicato de La fábrica que hasta dos años atrás había sido el sostén económico de las familias de San Sebastián. Habíamos elegido al presidente, que resultó ser el mismo hombre que nos reunía en las esquinas para requerir de una nuestra voluntad para organizar a los obreros. Tenía La piel morena y el pelo medio chuzo y los ojos negros y bailarines. Decían que era socialista, aunque nadie se atrevió siquiera a preguntarle su color político. Y dijo: “ ¿Quedan o no quedan valientes en San Sebastián para hacer una marcha?”. Todos movimos la cabeza para asegurarle que estabamos de acuerdo. Había que demostrar de una sola vez que los cesantes eran algo mas que números para la estadística de éste país. El alcalde trataba de aquietar las aguas diciendo que no habían cesantes si no desocupados. Que gracias a las bondades que la naturaleza nos había prodigado éramos un pueblo pujante. Solamente dos semanas después diría públicamente que en su oficina tenía a más de mil cesantes.
El pliego de peticiones la escribió Javier en una máquina de Olivetti que tenía el notario. En unas bolsas harineras se escribieron con pintura roja “ El pueblo piden pan”; “salarios justos y dignidad para el obrero”. Y otras cosas alusivas a una marcha. Nos juntamos en el sector oriente, donde empieza a levantarse las primeras mediaguas bajo la mirada tutelar de una cruz que erigieron cuando el pueblo cumplió cien años de fundación. Ochenta obreros ciñeron su brazo izquierdo con una cinta negra en señal de luto. Otros levantaban unas banderas de igual color que flameaban tristonas en el aire de febrero. Y dijo don José " ahora nos vamos a la plaza" y otros le dijeron "los ricos van a pensar que somos unos upelientos. Que somos unos revoltosos". La señora juanita dijo: "Sólo pedimos trabajo o alimentos. Nada más"
- Y que nos escuche el alcalde!!-

San Sebastián se transformó con el transcurso de los años en un poblado en donde penaban las almas en vida. Tiempo atrás había quebrado la única fábrica que entregaba trabajo a sus dos mil habitantes. Las actividades propias de un pueblo se paralizaron de tal forma que ya no había nada que más hacer allí. Algunos colgaron un machete en la cintura y fueron a cortar colihues y varillas de mimbre para trabajarlos. Salieron tantas paneras y canastos, que intentaron venderlos a los pocos turistas de nombres tan extraños que la lengua local se negaba a nombrarlos. Fue así como decidieron que todo aquel que llegara de tierras lejanas y cuyas cabezas brillaran como el sol y los ojos fueran trasparentes como el agua, se pasara a llamar Gringo. Estaba el Gringo Nuevo, el Gringo Chico y el gringo Viejo, quienes, con señas y dibujos lograron poner fin a una incomunicación que por largas temporadas existía entre unos y otros.
Los obreros que siempre habían horneado el pan con los humos del bosque nativo, se sentaron a esperar que las horas pasaran por la esfera de los relojes con la lentitud de las tortugas, la vida se había de detenido de tal forma que se llegaron a pasmar las frutas de la huerta. Don José se reunía a conversar con ellos todos los días miércoles en una esquina de la calle Arturo Prat, hasta que alguien le propuso organizar un sindicato de cesante y trabajadores eventuales.
- Hagamos una marcha o una olla común.
Todos estuvieron de acuerdo.


Un hombre delgado de barbas luengas dirigía los destinos del pueblo. Tenía resabios de patrón, aunque su voz era melosa y algo gastada por los ochenta cigarrillos Malboro que fumaba a diario en su oficina. El día que en que supo lo que tramaban los cesantes cerró las puertas del municipio por tres días y se le apagó el habla igual que a los niños que le comen la lengua los ratones. Después habló con le dirigente y dijo: "Hombre. No me hagas ésta mariconada". A lo que le respondió. "Estuvo cuatro años enganándonos que no había cesantía. El martes vamos a denunciarlo con una marcha y una olla común".
Esto va peor de lo que pesaba. Me ha dejó hablando sólo cuando le ofrecí dinero y trabajo. El Intendente va a tener que darme una mano en todo éste embrollo, en tres meses más son las elecciones y no puedo salir mal parado. Mejor será que pida la palabra para intervenir durante la olla común. Les diré que si ellos tienen trescientos cesantes inscritos yo tengo más de mil, ellos quieren sensibilizar a las autoridades, lo que no saben es que éste Alcalde tan maricón como dicen ellos, lo sensibilizará primero.
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