Mediodía. Horus fijado en medio de la bóveda celeste, tras un velo tupido de agua evaporada. El viento de poniente movía las nubes hacia un punto central, vaticinando una inminente sinfonía de truenos y luces intermitentes. Abajo, en la tierra de los mortales, una mano fría e imperceptible empujaba a los árboles a un baile ridículo y sin compás, mientras enturbiaba el aire con briznas de hierba, hojas difuntas y ráfagas de polvo a discreción.
Aguardando la lluvia yacía a lo lejos una foresta anciana, catedral de gruesos pilares y bóvedas ornitológicas, sede de una vida taciturna y fugaz, y baluarte de una sempiterna y líquida lobreguez. En la médula espinal de aquel paraje existía una parte donde los árboles caprichosos habían decidido no asentarse, y así Horus y Selene podían observar desde su lejana morada la alfombra de hojas doradas y pardas que cubrían el claro.
En la linde, como queriendo escapar hacia la seguridad de los árboles, había una cabaña quebrada por el tiempo, los elementos y tal vez por la torpeza de quien la construyera.
De aquella figura patética, emergía un ventanuco evocador de arquitecturas pasadas, y una chimenea delgada y quebradiza como una serpiente.
El sendero pasaba ante la cabaña sin detenerse y alcanzaba los campos del otro lado, libres de oscuridad pero no de misterio y sugestión. El silencio dominaba el páramo con mano de hierro, aunque a veces permitía a las urracas un efímero diálogo con su voz extraña de martillo pilón. Por su parte, el sendero se ahogaba en una hojarasca infinita, que traspasaba incluso la verja que obligaba a parar una legua más allá.
Tal era el paisaje que tu propio corazón se llenó de recelo, y tus ojos miraban alrededor como faros en una costa neblinosa en busca de la figura que sabías que verías pero deseabas que nunca apareciera. Al otro lado de la verja había un vergel diminuto, cercado por barrotes efectivos y volutas de niebla. Pero los pasos no debían terminar aquí, pues él no descansa.
Las nubes terminaron por encubrir la techumbre azul del páramo y miles de lágrimas de oxígeno e hidrógeno martillearon tu cabeza y tus hombros. Poco a poco la luz se extinguió, y las figuras se difuminaron y poco después proyectaron sombras esquivas. Por fin apareció un muro de piedra que se enroscaba aislando el sendero reanudado del resto del campo. La vereda avanzaba hacia una portezuela negra como la noche venidera, última frontera antes de abandonar de una vez por todas la inhóspita naturaleza. No te volviste atrás, pues se te pararía el corazón si lo vieras en ese instante. En su lugar, corriste al pueblo, y viste que estabas de pronto en una época ya marchita, aquella previa al nacimiento de las luces, y de la Revolución que llaman Francesa.
No te adentres en las calles, porque él vive ahí, de hecho aún con la apariencia que tiene ahora conserva los ropajes de hombre, los zapatos de hebilla e incluso el sombrero con plumas. Las casonas son oscuras, los callejones también, puede estar en cualquier parte, tal vez ahora esté mirando a través de una ventana, o esperando agazapado en un rincón.
El pueblo es pequeño, y la noche allí es fruto de un conjuro pues al otro lado es de día. La fábrica estaba en el otro extremo; sus ventanales aparecían quebrados como los dientes de un anciano, y sobre el techo había chimeneas delgadas y negras con una boca abierta de par en par. Te sentiste observado, allí en el patio de piedra, y en los pasillos repletos de cajas de embalar.
Pero al fin se te abrieron los ojos, y el hormigueo del estómago desapareció. El lobo no te perseguía, se había quedado atrapado en el mundo de las pesadillas.