Por mala costumbre, suelo regularmente salir a desayunar a la calle como a eso de las siete y media de la mañana; bueno, desayunar es un decir, salgo y busco qué comer a una fonda localizada a la entrada de mi colonia. En uno de esos días conocí, por decirlo de alguna manera, a una persona especial. La primera vez que lo vi, su figura me produjo un sentimiento de conmiseración. A pesar de que su rostro ovalado, quemado y curtido por el Sol, se miraba bastante maltratado, me brindaba la idea de que no pasaba de los 30 años. Joven el muchacho. De cuerpo un poco corvo, pies –ambos- lastimosamente deformes, lo cual dificultaba severamente su caminar, haciéndolo parecer ebrio; y no sólo de eso padecía, también en sus extremidades superiores se dejaban sentir los caprichos de la naturaleza, o ¿debo decir de Dios? Manos torpes por una extraña deformidad: Síndrome del cangrejo, es decir, polidactilia crónica. En conjunto, estos padecimientos lo hacían ver como un fenómeno raro de circo y poco habitual entre la personas “normales”. Todo él en sí, era distinto al común denominador del ser humano.
Siempre que llegaba y tomaba asiento, sin faltar un solo día, él ya estaba a un costado mío. El dueño del local le decía peyorativamente: “...¡lárgate chueco, deja de molestar al señor!..”. La realidad es que a mí en lo particular no me molestaba su presencia. Tal y como si fuera un ritual, al momento de ingerir el primer bocado, siempre me disparaba esta frase: -¿Me das de tu comida...?
Había ocasiones –debo confesarlo- en que eso me molestaba; mas al paso del tiempo me fui acostumbrando y aceptando a la vez.
-Pide lo que quieras, yo te invito, era mi respuesta a su petición.
-¡No, yo quiero de eso que estás comiendo!, -por qué, si te estoy invitando –replicando le reclamaba.
-¿Me das o no...? –Estoy enfermo y te puedo contagiar, a mi vez le decía, -no le hace...dame de todos modos..
Al final de cuentas, terminaba por brindarle de lo que es su momento estuviera comiendo. Una vez que él tomaba lo pedido, tal y como llegaba, del mismo modo, desaparecía del lugar.
Francamente no recuerdo durante cuánto tiempo se repitió dicha escena, lo único que viene a mi mente, es que el “güerito”, como yo le decía, formaba parte de mi cotidianidad matutina y que al paso del tiempo, llegamos a entablar cierta amistad.
Supe que estaba casado, pero lo extraordinario de ello, no era en sí su compromiso matrimonial; no, lo extraño para mí, era que su esposa también estaba minusválida. Bueno, a lo mejor era lo más natural: dos seres que se comprendían porque sufrían del mismo dolor.
Ella, tenía alrededor de 28 o 29 años. Su estatura como de noventa centímetros. No, no era bajita por el síndrome de enanismo; lo era porque ambas piernas las tenía encorvadas de tal forma que desde su cintura hasta los pies, formaban una extraña espiral dolorosa. Bonita de facciones y más de alma. No tenían hijos quizá por algún problema genético o a causa de su peculiar forma. Su andar, por decirlo de alguna manera, lo hacia apoyándose en sus manos. Unas sandalias eran su calzado manual. La primera vez que la vi, me dejó asombrado por su energía. Parecía que estaba completa. Con que habilidad recorría su casa. Subía y bajaba escalones, lomas y rodeando piedras. Su hogar estaba en lo más alto del cerro. En esas ciudades perdidas que se van formando ante la indiferencia de las autoridades. Lucían y realmente eran felices. Él, el “güerito” se llamaba Raymundo Cruz López y ella Guadalupe Yánez. A mi me parecieron siempre una pareja maravillosa. Durante cinco años mantuvimos una estrecha relación de amistad. De vez en cuando me invitaban a tomar un café, yo les correspondía a mi vez llevándoles algo de despensa. Su manera de allegarse fondos económicos era vendiendo chicles él, y ella, cosiendo ajeno. Así transcurría su vida, para ellos maravillosa, hasta que cierta tarde, de entre la maldad, surgió una mano asesina. Uno de tantos vecinos que los veían como cosas raras de la naturaleza, prendió fuego a su humilde vivienda, y ella, a causa de los humos tóxicos, quedó desmayada y consumida por el fuego totalmente. De su pequeña humanidad, sólo un tronco humeante fue la constancia que se logró para identificarla. Pupy, como cariñosamente Raymundo llamaba a su mujer, murió de una manera trágica y horrible. Al vecino lo capturaron, mas no fue suficiente tal acción, el daño ya estaba hecho. Raymundo por su parte, jamás pudo asimilar y aceptar dicha tragedia provocada por un pirómano asesino y tanto fue su dolor, que terminó con su existencia un día lluvioso del 3 de agosto de 2000. Desde ese día, me parece ver en el cielo unas caprichosas nubes jugueteando y cuya forma claramente evidencian los rostros de Pupy y Raymundo e incluso me traiciona mi imaginación y creo hasta ver una sonrisa y un cómplice guiño de sus ojos, como queriendo decirme: Somos felices también acá.Raymundo y Guadalupe, mis queridos amigos, sean por siempre felices. hasta pronto amigos...
Me parece de una gran ternura la forma de acercarse a esos dos seres tan especiales, me ha resultado muy creible. Muy bien