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¿Irías tu a darla la mano?

Irías tu a darle la mano?

Miro cómo las familias pasean, cómo las parejas van cogidas de la mano, cómo los amigos puntuales esperan a los que no lo son tanto, miro los ríos y ríos de gente que salen y entran corriendo a la boca del metro, los timadores que intentan robar a los turistas, las mujeres cargadas de bolsas de zara, los hippies cargando con sus guitarras... todos ellos sonríen, se divierten, hablan, discuten, lloran, se quejan, se pelean... yo sólo les observo, no puedo quejarme, no puedo reírme, no puedo contar con nadie, no tengo nada...
Sólo he compartido mi vida con una persona, y esa etapa la recuerdo como la más bella y feliz de mi vida. Así pues, mi corta pero hermosa infancia, la recuerdo junto a mi madre, nos pasábamos el día sentados en la misma esquina, esquina Portaferrissa y Perot, dónde me encuentro ahora mismo escribiendo estas cuatro líneas en un trozo de papel de una hamburguesa del McDonalds. No hablábamos mucho, mi tarea era única y exclusivamente poner cara de tristeza y permanecer a su lado. Mi madre necesitaba que la gente nos diese alguna moneda con la que poder comprar su apreciado paquete de cigarrillos.
Ella tenía una larga cabellera morena, que siempre recogía con dos orquillas, unos labios muy finos bajo unos grandes ojos negros que traspasaban todo aquello que se interpusiera en su mirada. Una mirada penetrante, que a veces acobardaba pero que endulzaba cuando a mí se dirigía. Lo que más recuerdo de mi madre son sus ojos, ahora, a pesar del tiempo que hace que ya no existe esa mirada, permanece en el recuerdo. Vestía una amplia falda de color verde y una camiseta con dos rombos de color esmeralda, quería mucho a esa camiseta; en realidad, era la única que tenía. La otra que encontró, me la puso a mí solo nacer y desde entonces jamás me la he quitado. Como decía, mi madre era una mujer muy nerviosa, siempre le temblaba el pulso. Muchas veces me ofrecía para ir a introducir las monedas en la máquina de tabaco del local de comida rápida de enfrente, aunque, pocas veces dejaba que fuese yo quien llevase las monedas que nos habían dado. Tenía un carácter difícil, era muy fría y distante, muy poco habladora pero por encima de todo, lo más remarcable y admirable del carácter de mi madre, es que fue una madre fuerte, y ahora, sobretodo, me doy cuenta de que fue una madre muy, muy fuerte.
No comíamos todos los días, ya que el poco dinero que nos daban se gastaba en tabaco y muchas veces tenía que meterme dentro del contenedor para encontrar algo que enmudeciese los ruidos de mi estómago. No nos movíamos de nuestra esquina, hasta pasábamos las noches acurrucados los dos, entre cajas de cartón. Esa esquina era nuestro hogar, era nuestro precioso hogar. Las paredes están aún rayadas con escritos míos de cuando era un niño. Era duro para una criatura estar todo el día sentado en el mismo rincón pidiendo dinero a las familias con hogar que paseaban por esas calles por ocio. Todas nuestras pertinencias las teníamos allí, tres cajas, una aguja, dos imperdibles, una botella Font Vella agujereada para poder recoger el dinero que nos daban, una bolsa de plástico, dos pañuelos y un libro, nuestro libro, lo que más quiero, y más quiso mi madre mientras vivía. Aprendí a leer con ese libro, el Corán. Rezábamos a menudo y mi madre me obligaba a aprender párrafos de memoria. Actualmente me lo sé entero. Es el único libro que he leído, ha dormido conmigo, ha vivido la vida conmigo, es lo único que me ha pertenecido.
Cuando tenía seis años mi madre murió, me dejó solo y tuve que apañármelas para poder comer algo de vez en cuando. Seguía durmiendo en nuestra esquina y durante todo el día intentaba recordar y memorizar nuevos fragmentos del Corán, de esta manera, no me sentía tan solo. Leía, siempre con la botella entre mis piernas, tal y como me había enseñado mi madre. El dinero que recogía, intentaba guardármelo unos días, para así, poder comer un bocadillo caliente. Me encantaba el queso fundido, el pan crujiente del día, era un delicioso manjar que me duraba apenas cinco minutos, pero yo, sabía apreciar ese placer.
A medida que iban pasando los años, iba conociendo a los demás mendigos que había por la plaza Cataluña, hasta tuve una época que me peleaba cada mañana con una mujer, ya mayor, que quería ocupar mi esquina. Era una mujer de pelo canoso que le tapaba parte de su frente arrugada y unos ojos tristones, muy separados el uno del otro por una inmensa nariz de grandes orificios nasales. Desprendía un hedor perruno que se manifestaba desde lo alto de la calle. Iba siempre rodeada de perros, tenía siete. No tuve otra opción que buscarle un rincón dos calles mas abajo y convencerla de que allí le darían más dinero. Tantas horas sin hacer nada, hacían que tomara medidas para distraerme, siempre y cuando estuviesen a mi alcance. Empecé grabando el nombre de mi madre, Muayad, y el mío, Abdul, en la pared de yeso que tenía a mis espaldas, pero esta tarea rápidamente finalizó. Más tarde, aprendí a mirar y a fijarme en todas y cada una de las personas que bajaban y subían por esas calles: todos eran diferentes, con la de multitud de gente que veía en una sola tarde, jamás encontré a dos personas que fuesen iguales. Todos se movían de distinta manera, actuaban de distinta manera, andaban de distinta manera… Los rostros de la gente era lo que más me divertía. Mi madre siempre con el mismo rostro, no me había enseñado a reír, ni a expresar nada de lo que sentía, jamás mi madre derramó una lágrima por sus mejillas, jamás mi madre mostró ilusión alguna por algo, jamás mi madre cambió su expresión ni su estado de ánimo…
Los desconocidos que ocupaban las calles me enseñaron la existencia de las sonrisas, los saludos con la vista, los besos a distancia, las miradas de enamorado; las expresiones de la cara, la felicidad que puede causar un rostro o la alegría que puede causar encontrar a alguien conocido a quien hace mucho no veías… Jamás me ha ocurrido esto, pero lo aprendí, lo aprendí mirando y disfrutaba de la vida de los demás, ya que la mía, no se podía disfrutar de ninguna manera. Me di cuenta que cada persona es irrepetible, única, de que no a todo el mundo le gustan las mismas cosas, de que no todo el mundo viste de la misma manera, ni habla igual, ni se peina igual, ni se ríe igual…pero que se respetan, que se toleran, que no se diferencian, que no se excluyen, que no se marginan…pero yo, yo no me sentía parte de este grupo de gente heterogéneo, yo me sentía y me siento solo, ni me aceptaban, ni me toleraban… Y además me señalaban, me insultaban… Lo cierto es que aún lo hacen, personas mayores, más jóvenes, niños… ¿Sólo porque me gustaba mi libro, no me podían aceptar? ¿Sólo por tener la piel más oscura, me tenían que rechazar? ¿Tan importantes son estas diferencias respeto a las que les diversifican a ellos? A raíz de mi distracción, empecé a dibujar rostros de personas y hasta la gente paraba a mirárselos, cada cara era totalmente diferente a la que dibujaba después, los ojos, la expresión… pero realmente nadie entendía mis dibujos, yo sólo quería expresar con mis dibujos, como era esa sociedad, y que la gente entendiese que yo quería sentirme uno más, que me tratasen como si fuese uno de ellos, que no me dedicaran más miradas que al resto, que me respetaran como se respetaban entre ellos… pero no fue así. Cuando aprovechaba que llovía o que había poca gente en la calle, y me dirigía a comprarme un bocadillo, la gente se apartaba de su camino, la gente me miraba, la gente me temía. Veía caras de antipatía solo por ver interrumpido su camino por mi presencia. Me dolía. Que no tuviese un techo bajo el que pasar la noche, no significa que dejase de ser más persona que otro. Que fuese un musulmán, no significaba que no fuese un hombre corriente. Mi vida desde un principio había sido así, no pude cambiarla. ¿Por qué nadie entendía eso? De pequeño recuerdo que mi madre siempre me decía que lo que tenía que hacer era sobresalir del resto, tenía que ser el mejor, tenía que esforzarme más que los demás, no podía conformarme con ser como ella… como es obvio, con seis años no la entendí, ahora con cuarenta y uno, entiendo el significado de sus palabras y realmente sé que no lo he conseguido. No supe integrarme, no supe demostrar cuanto valía, mis ganas de aprender, de trabajar, no pude demostrarles que éramos hombres todos igual. No supe enseñarles en quién creía yo, no supe aclararles por qué eso era así, ni pude entender por qué no se podían relacionar dos personas de razas distintas y en cambio personas que vestían de distinta manera sí, o tampoco por qué dos personas de creencias y religiones diferentes no podían entenderse y dos personas con gustos distintos sí…
Ahora analizo mi vida y entristezco. No entiendo por qué no pude ser un niño como los de aquí, poder tener amigos, tener familia, haber visto a mi padre, poder ir a la escuela y aprender, tener un hogar, merecer ese algo que yo no tenía para que la gente me tratase igual que a los demás… No tengo dinero, ni casa, ni rumbo y tampoco metas alcanzables. Quiero poder entrar a una de esas tiendas, de las que tanta gente he visto salir con bolsas, poder comprarme un bocadillo de queso fundido cada día, poder ver la luna desde una ventana al lado de un radiador o poder dormir tapado con una manta de lana, quiero ser uno más. Me gustaría no ver como la gente se aparta de mi lado cuando ando por la calle y no oír a las madres cómo dicen a sus hijos que tengan cuidado y les cojan de la mano. ¿Qué he hecho yo para ser distinto al resto? ¿Cuándo he decidido yo que mi madre muriese? ¿Cuándo he dicho yo que no quería ir a la escuela? ¿O no tener amigos? ¿O crearle miedo a la gente? O lo que es aún peor, ¿por qué todo el mundo me mira con cara de desprecio? ¿He hecho algo a la gente de Barcelona? Llevo aquí toda mi vida, he nacido aquí, ¿por qué no me consideran uno más?
¡Tantas preguntas invaden mi cabeza! Y sin respuesta alguna, duermo día tras día sin olvidar lo que más me preocupa… Mientras miro las caras de los hippies con sus guitarras, de los timadores que intentan robar a los turistas, de las multitudes de gente que entran y salen corriendo de la boca del metro, de los amigos puntuales que esperan a los que no lo son tanto, de las parejas que van cogidas de la mano, de las familias que pasean, intento entender por qué es así la gente, quién ha decidido que mi vida sea ésta… Y mis primeras lágrimas humedecen mis mejillas cuando me pregunto: ¿Quién vendrá algún día a darme la mano? ¿Cuándo mi mano va a ser la de un hombre y no la de un moro?
Datos del Cuento
  • Categoría: Educativos
  • Media: 5.55
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