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Amores truncados (15)

-- XI --
Lorenzo y Olegario no salieron de su asombro cuando el conserje, al que habían encargado que advirtiera a Pedro lo esperaban para desayunar, les contestó que el señor De Goizabal no había pernoctado en el Hotel, pues la llave de su habitación continuaba en el casillero. En principio creyeron que el casto, pudoroso e integro Pedro se había ido de juerga. Y hasta ambos hicieron jocosos comentarios sobre el particular. Pero pronto, conociéndolo como le conocían, desecharon esa idea. Y entonces una preocupación asaltó a los dos: el temor de que hubiera sufrido un accidente de tal gravedad que le impidiera avisarles. Agobiados por esa sospecha, se pusieron a razonar sobre lo que era más conveniente, si avisar de inmediato a Sebastián para que con más conocimiento de la ciudad hiciera las averiguaciones pertinentes, o directamente preguntar en hospitales y comisarias de policía si tenían alguna noticia de Pedro.
Cuando más enfrascados estaban en dilucidar el camino a seguir, vieron como por la puerta del comedor entraba Alicia, con cara rebosante de felicidad, precedida de Pedro, que no podía disimular, por más que lo intentara, la vergüenza que sintió al descubrir reflejado en el rostro de Lorenzo y Olegario el estupor que les producía verles entrar juntos. Y mucho mayor fue su bochorno cuando supo, a ciencia cierta, al ver la mirada aviesa de Olegario y el fruncimiento de sus labios para esconder una sonrisa cómplice, que éste estaba al cabo de la calle de la coyunda de aquella noche. Se saludaron amigablemente sin hacer ninguna referencia a las tribulaciones de los unos y al modo en que los otros habían pasado la noche. Después de desayunar, Alicia alegó la conveniencia de que Lorenzo y Pedro fueran con ella en su BMV para poder cambiar impresiones sobre el proyecto, por lo que a Olegario le entregaron el 'móvil' de Lorenzo, para poder llamarlo por teléfono caso de que lo necesitaran. Partieron enseguida en dirección a las Oficinas de la calle Marina Española, y cuando llegaron allí, si bien Alicia indicó que la parada obedecía sólo a recoger la cartera y avisar a Sebastián para que se integrara al grupo, Lorenzo alegó la necesidad que tenía de hablar con su empresa, por lo que acompañó a Alicia, la cual le brindó un despacho para que pudiera hacerlo a su comodidad.
Cierto que Lorenzo tenía necesidad de cambiar impresiones con el señor Montañá, pero en cuanto lo hubo hecho, le faltó tiempo, aún en contra del propósito que se había trazado, para marcar el número de teléfono de Helena. Contestó ella misma, y con voz titubeante Lorenzo le fue desgranando el cúmulo de sentimientos que le habían despertado la separación y lo mucho que la añoraba. Helena se mostró cálida y agradecida y hasta le insinuó lo feliz que la haría si podían verse aquella misma tarde. Después de meditarlo durante unos segundos, Lorenzo la citó en el Sandor para las seis de aquella tarde, pues sabía que a las 14,08 salía el Talgo para Barcelona, lo que daba tiempo sobrado para poder llegar a la cita. Decidido a hacer el viaje, telefoneó a Olegario para que fuera a recogerlo a la Cogullada sobre la una de la tarde y que antes pasara por la estación para reservarle un billete de primera clase para dicho tren.
Cuando Lorenzo se reintegró al grupo, adujo que debía volver a Barcelona, para resolver una cuestión urgente, y que saldría en el tren de las catorce horas. Que Pedro, con Olegario, se quedarían para completar los estudios sobre el terreno. Dadas las explicaciones, el grupo, al que ya se había incorporado Sebastián, se dirigió en el BMW al polígono de la Cogullada. Al llegar a destino, frente a una tapia de mampostería, descendieron todos del vehículo, y adelantándose Sebastián, abrió con su llave una pequeña puerta situada en la cerca que daba acceso al terreno, el cual era una gran explanada cuadrangular, de casi una hectárea de superficie. Todo él estaba vallado y muy limpio. Alicia, que demostraba una alegría inusitada, pletórica de dinamismo los guió por el terreno, explicándoles donde debían situar la fábrica, el muelle de carga y descarga de mercancías, los parking, para camiones y para turismos. Y con gran euforia les fue contando como veía el jardín, que debía ser muy frondoso, --para evitar, en lo posible, los olores que emana la silicona en la preparación del caucho sintético-- y con varios parterres llenos de flores. Hasta propuso, en un ángulo muerto del solar, construir una pequeño estanque para que en él pudieran nadar patos y cisnes, a los que reservaba un espacio que estaría vallado con alambre. Mientras desgranaba las ilusiones de su gran sueño, Alicia no dejaba de dirigirse a Pedro, como si sólo existiera él. Pedro estaba tan avergonzado, porqué a la legua se percataba que los otros dos se habían apercibido de la preferencia que le demostraba, que no sabía que posición adoptar. Había intentado rezagarse del grupo, simulando que buscaba algo en el plano que llevaba en la mano. Pero resultaba peor el remedio que la enfermedad, pues enseguida se le acercaba Alicia para emparejarse con él. Lorenzo y Sebastián no salían de su asombro. Ninguno de ellos recordaba haber contemplado antes un acoso tan manifiesto y pertinaz como el que mostraba Alicia por Pedro. Los tres hombres, cada uno a su manera, sentían zozobra de que los otros dos descubrieran el bochorno que producía el incomprensible comportamiento de Alicia. Sebastián, que sabía de la aversión de Alicia por los hombres en cuanto a su condición de machos, no salía de su asombro al ver que se comportaba como cualquier hembra en celo. Lorenzo, como racionalista empírico, analizaba el hecho bajo el prisma de que él tampoco era capaz de vencer la ciega pasión que le atenazaban a Helena, sufriendo anticipada vergüenza de ser descubierto. La misma vergüenza que en estos momentos le promovía el inusitado comportamiento de Alicia, mostrando el lado oculto de su personalidad en el que se descubría la existencia de una pasión arrolladora. Pedro era el que más sufría de los tres. Ni tan siquiera el halago de verse preferido por una mujer tan hermosa, bastaba para paliar el sonrojo que le causaba la exhibición tan impúdica ante su jefe y Sebastián de los excesos sexuales de aquella noche que ella dejaba adivinar con sus arrumacos y preferencia.
Menos mal que la despedida de Lorenzo puso fin al martirio de Pedro.
Olegario se presentó puntual a la hora prevista. Lorenzo, al introducirse en el coche, le dio instrucciones de que, primero, pasara por el Hotel Palafox, para recoger el escaso equipaje de que iba provisto, y luego, se dirigiese a la estación el Portillo. A pesar de la intensidad del transito a aquella hora del mediodía, el vehículo se desplazaba con relativa velocidad por las avenidas que por el puente de Piedra llevaban al Hotel. En escasos minutos, Lorenzo se hizo cargo del equipaje y abonó su nota de gastos. El recorrido hasta la estación el Portillo fue un poco más premioso, pero llegaron con tiempo suficiente, pues aun faltaban más de veinte minutos para la salida del Talgo hacía Barcelona.
Al despedirse, sin permitir Lorenzo que Olegario se apeara del vehículo, se le ofreció para transmitir, si lo deseaba, algún recado para su madre. Olegario agradeció el ofrecimiento y hasta se sintió un tanto emocionado, por la fineza que le demostraba su jefe, al que dado su carácter frío jamás le hubiera supuesto capaz de tal atención.
(Continuará)
Datos del Cuento
  • Autor: ANFETO
  • Código: 1939
  • Fecha: 04-04-2003
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 6.13
  • Votos: 62
  • Envios: 0
  • Lecturas: 5580
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