Willie era mi mejor amigo de la secundaria. Nunca he conocido a nadie que pudiera ganarle en un juego de bowling. Tiraba un promedio de 210, con la mano izquierda. Con la derecha su promedio era 280. Le decían “pinbreaker”. Pero este cuento no se trata del bowling. Más bien, esta es la historia de nuestro viaje de egresados.
Yo y él decidimos hacer nuestro propio viaje de egresados. El resto de la clase había votado para ir a Villa Carlos Paz en Córdoba, pero nosotros queríamos ir a Bariloche y fue lo que hicimos. Nos quedamos en una hostelería de una señora con apellido Nordenstraum, que era bastante amable aunque un poco metida. Quemábamos incienso en el cuarto para que no se oliera el faso que fumábamos a menudo, y en tres o cuatro ocasiones fuimos al telo “La Sirena” donde gastamos demasiado dinero. Después de ver que nos estabamos quedando sin fondos, decidimos buscar alguna manera más económica para divertirnos.
Mientras tomábamos unos tragos de tequila y de vodka después del desayuno y un buen porro, nos pusimos de acuerdo en escalar el Cerro Catedral. Escogimos este cerro porque yo ya lo había escalado una media docena de veces, y la subida era relativamente facil. Bueno, facil en el verano, pero estábamos en pleno invierno.
Nos abrigamos bien con tres pares de calcetines debajo de nuestras zapatillas, nos pusimos tres pares de vaqueros, dos camisetas, una camisa, tres suéteres, un gorro, o algo por el estilo. Cuando llegamos a la base del Cerro Catedral a las doce del mediodía nos alegramos de habernos abrigado bien porque hacía 35 grados bajo cero. La nieve nos llegaba hasta las rodillas, y después de pasar unas tres horas caminando hacia la cima, vimos que la nieve nos llegaba hasta la cintura y hacía cada vez más frío.
En un par de ocasiones no supe qué camino tomar ya que se veía todo blanco, y habíamos estado parando cada media hora para tomar licor y fumarnos un porro. La nieve que traíamos en la ropa se había derretido con el calor de nuestros cuerpos así que ya traíamos la ropa mojada y el frío se sentía cada vez más. Con la puesta del sol la temperatura bajó a unos 50 grados bajo cero o más, y ya estábamos pensando en bajar del cerro en términos de vida o muerte.
En eso encontramos una casita abandonada que pertenecía al centro de esquí, pero aunque tenía muchos garrafones de gasolina y pedazos de madera cortada, no tenía calefacción. Pensamos que con la gasolina y la madera íbamos a poder hacer un buen fuego afuera de la casita y así protegernos del frío. El problema fue que aunque limpiamos un área circular quitando la nieve que estaba ahí, el fuego derretía la nieve al alrededor y ésta apagaba el fuego. Ya que dolía demasiado tratar de prender un encededor, echábamos gasolina al fuego de vez en cuando para evitar que se apagara. Entre una de las nubes de fuego que aparecían cada vez que tirábamos un chorro de gasolina al fuego, de repente me di cuenta que había fuego saliendo de la boca del garrafón. Así que grité y lo tiré lo más lejos posible. No paso nada, aunque pensé que seguramente explotaría.
El fuego se apagó de nuevo y ya teníamos más miedo a la gasolina, así que decidimos bajar del cerro. Aunque habíamos tardado más de seis horas en llegar hasta adonde habíamos logrado llegar, sólo tardamos media hora en bajar. Fue divertido, corrimos, rodamos, saltamos, hacíamos de cuenta que esquiábamos, y en poco tiempo estábamos de nuevo en la base.
Teníamos tanta hambre, y frío, que en vez de comer lo que habíamos traído, entramos a una parrilla para gastarnos el poco dinero que nos quedaba en un buen asado y unos vasos de vino caliente. Al entrar al restaurante tuve que pellizcarme para asegurar de que no era una alucinación. En verdad pensé que probablemente seguía arriba del cerro a punto de morirme de frío cuando oí al mesero decir: “Felicidades, acabamos de abrir y ustedes son nuestros primeros clientes. Toda la comida que puedan comer será cortesía de la casa.”
Aunque con cada traguito de vino caliente (con azucar, limón, y canela) recuperé parte de la sensación en mis manos y en mis pies, hasta hoy, más de trece años después, todavía siento los dedos adormecidos, y no me gusta el frío.
Continuará....
o un cigarro de hierba, no de cualquier hierba por cierto, si no de la sagrada, la bendita, la que es capaz de iluminar a los seres humanos o por lo menos hacer de que se tranquilicen un poco.