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En la soledad

- Hoy ha sido un mal día. Nadie me ha echado de menos.
De esta manera iniciaba Abel una curiosa conversación con tintes de monólogo frente al viejo espejo postrado junto a la pared de su habitación. En este espejo todo era viejo, hasta las miradas que devolvía, pero le gustaba, incluso se sentía mayor en su presencia, un espejo donde la pátina que envolvía su vida demostraba su experiencia, su incansable labor imitadora. Lo habían heredado de sus abuelos, y ante el intento por parte de sus padres de desprenderse de este, comenzó su peregrinaje hasta la habitación de Abel, iniciando en su presencia y con su consentimiento una extraña costumbre.
Sentado en la alfombra se imaginaba las vidas, costumbres y manías de todos aquellos que como si de una cámara se tratase habían desempeñado ante ella un papel, el de su propia vida. Estos actores no eran otros que sus queridos abuelos, siempre joviales. Los veía colocarse frente al espejo y comentarse el uno al otro lo guapos que estaban después de haber estado tomando el sol mientras araban el campo, o lo que harían con el dinero ganado de las tierras que habían vendido en el sueño de la noche anterior.
Así los recordaba Abel, con una sonrisa en su rostro, a pesar de todo lo que les hubiese podido pasar siempre tenían la misma expresión en sus caras.
Estaba seguro que si aquel objeto inerte, superviviente del cine mudo, hubiese tenido la facultad de hablar, la historia de su familia sería diferente, y por eso lo admiraba como al ser que mantenía de manera irreprochable el recuerdo de sus abuelos, sintiendo por el una verdadera fascinación.
Enclaustrado en la oscuridad de la noche absoluta y eterna, y desde la celda de su soledad, iniciaba verdaderas entrevistas personales con el turbio cristal, e iniciando el transcurso de su viaje por sus fantasías más profundas desde diferentes lugares, acababa encaminando sus pasos hacia el objeto de sus dudas:
- ¿Y erais felices?. Preguntaba Abel tras cada elocuente exposición de sus abuelos a través del objetivo de aquel fantástico cuerpo, y siempre la misma respuesta, el silencio. Esa la única respuesta que encontraba Abel a su duda, y en esos momentos ningún grillo daba tranquilidad con su canto inundando toda la habitación, como le ocurría a la dulce Dot en la obra de Dickens.

-Yo estoy seguro que si – balbuceaba Abel antes de entrar en un sueño profundo con la llegada de la mañana y las primeras luces.
Datos del Cuento
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