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Categoría: Bélicos

Huida bajo el sol

París, agosto de 1944. Los aliados se aproximan a la capital, y en vista de esto, las autoridades nazis han comenzado la evacuación de la ciudad. Aprovechando la situación, los partisanos se han levantado en armas, apoyados por la Resistencia y la Fuerza Aliada de Comandos. Por ello, aunque el grueso de la Wehrmacht está en desbandada, varias guarniciones permanecen en sus puestos para intentar mantener el frágil orden.

Elevada hacia el cielo como una gigantesca aguja, la Torre Eiffel sobresalía de la irregular línea de azoteas y tejados, iluminados en aquel momento por la poca luz solar que se filtraba a través de un cielo encapotado. Cerca de un parque engalanado con robustos árboles y bancos atestados de transeúntes ociosos, un joven cabo de las Waffen SS mantenía con un superior una acalorada conversación sobre la seguridad de sus hombres y el cargamento de explosivos que había junto a una entrada de metro, en el lado opuesto de la calle.
Unos minutos después el muchacho se despidió del otro hombre con gesto contrariado (al parecer no había oído lo que deseaba) y echó a andar por el camino de gravilla blanca del parque, en dirección al puesto de mando del distrito.
De repente, cuando pasaba cerca de unos árboles unos brazos furtivos lo arrastraron rápidamente detrás de los arbustos, y luego un hombre de unos treinta y siete años le golpeó en la cabeza con la culata de una Luger. Le quitó el uniforme y lo dejó a la sombra maniatado y amordazado.

El asaltante no era otro que Dunot, enviado por sus superiores como otros tantos soldados clandestinos para hacerse con los últimos cargamentos de la Wehrmacht en París. Y ahora que jugaba en casa, no estaba dispuesto a fallar.

El espía dejó atrás el parque y cruzó la calzada camino de un puesto avanzado que había justo delante, consistente en tres soldados, un teniente que cuando no estaba estudiando varios mapas, escudriñaba los alrededores ojo avizor, un camión Opel Blitz, y dos pilas de cajas metálicas. Dunot se aproximó sin que el teniente advirtiese su presencia, y protegido de su visión por uno de los laterales del camión, llamó la atención de un soldado.

- Eh, tú, acércate. Traigo una orden firmada por el comandante del distrito para mover estas cajas al depósito de la calle Breguet.

- Muéstreme esa orden, si es tan amable, señor.

Dunot sacó una hoja de papel de debajo de la guerrera y se la entregó.
El soldado, un robusto hombre que en otro tiempo había tenido una cervecería en München, la examinó con detenimiento.

- Todo parece en orden - masculló sin quitar los ojos del papel - Espere, le ayudaré a cargar las cajas en el camión. Hans, ven, échanos una mano.

Dunot y los dos soldados empezaron a subir las cajas al remolque, pero al cabo de un rato el teniente les interrumpió.

- Cabo, ¿a dónde cree que va con esas cajas? - quiso saber un tanto asqueado. ¿Pretende robarnos municiones, ahora que los Aliados ya están llamando a la puerta?.

Dunot le miró fríamente, y dijo:

- Señor, le prometo que no hago esto por gusto. Sólo cumplo órdenes. Si quiere comprobarlo.

Le extendió la mano con la orden de la Kommandantur, que el teniente cogió con desgana.
La leyó a medias y luego volvió a clavar los ojos en Dunot.

- Espéreme aquí, telefonearé al comandante.

El hombre se alejó rápidamente, dejando a Dunot con los dos soldados, que le observaban con cierto recelo. Se puso de espaldas a ellos, disimulando que sacaba una cajetilla de tabaco, pero lo que en realidad cogió fue su Luger, robada semanas atrás a un coronel durante una escaramuza en Normandía.
Dio media vuelta y sin dejar a los soldados ni un segundo para reaccionar les disparó en la cabeza. El tercer soldado, que había permanecido ajeno a la presencia de Dunot, corrió hacia el camión gritando como loco, pero Dunot le esperaba agazapado detrás de un neumático para lanzarle su cuchillo al gaznate.
Tomó un rifle que había pertenecido a uno de los soldados y siguió con la tarea de cargar las cajas. Para cuando terminó, ya tenía a una guarnición de soldados tras él, además de algunos policías de la Gestapo que merodeaban por la zona.

- Bien, juguemos - pensó lleno de excitación, mientras se subía a la cabina.

Y tanto que querían jugar los alemanes, que apenas había entrado en el camión, una bala atravesó el espejo retrovisor.

No muy lejos de allí, en un luminoso despacho con vistas al Seine, el teniente a cargo de las cajas que había robado Dunot, alertado ahora por los gritos del soldado, telefoneaba frenéticamente a varios puestos de mando para solicitar ayuda. Sin embargo, sabía que debían ser cautos y no montar demasiado revuelo, dada la atmósfera de tensión en la que estaba envuelta la ciudad.

En cuanto llegaron al camión, que apenas había comenzado a moverse, los guardias y soldados abrieron fuego contra los laterales del camión y los neumáticos, de forma que las balas no alcanzaran las cajas de explosivos. Pero pronto dejaron de disparar tan pronto como el vehículo se mezcló con el tráfico.

- Y ahora qué - dijo para sí.

Al final de la avenida por la que circulaba en ese momento un tanque le cortó de pronto el paso. Dunot dio un volantazo y se metió por un desvío, no sin antes tener que esquivar un coche que acabó empotrado contra una farola.
El espía aceleró y continuó un par de calles más adelante hasta que un grupo de soldados que pasaba por allí sospechó de aquello y disparó a los neumáticos, provocando que el camión volcase.
Dunot sintió un fuerte dolor en el costado y la espalda, pero pensó que si no se movía sentiría más dolor a manos de los alemanes, así que abrió la puerta de una patada y salió a toda prisa.

Atravesó la calle y se metió en un portal que estaba abierto. Los soldados le siguieron de cerca y de vez en cuando dispararon por el hueco de la escalera. Arriba en la azotea, Dunot corrió hasta la cornisa y miró abajo. El camión yacía de lado sobre la calzada de adoquín, rodeado de soldados y curiosos.
En ese momento el ruido cercano de una avioneta se unió a la amalgama de sonidos que poblaban la ciudad. Dunot alzó la vista, y vio un pequeño aparato con el fuselaje rojo del que pendía una cuerda. Mientras hacía gestos al piloto para que se acercase, los soldados irrumpieron en la azotea.

- Date prisa, joder, que me van a dejar como un colador - dijo entre dientes.

La avioneta llegó hasta donde estaba y Dunot agarró la cuerda con firmeza. Ya en el aire, se echó a reir y gritó:

- Otra vez será, caballeros.

Apenas había terminado de hablar cuando una fuerte explosión sacudió la zona.

- Mmm, los explosivos. Me alegro, si no podemos usarlos nosotros, que tampoco puedan ellos.

Volvió a reír, y luego se relajó mientras disfrutaba de las inmejorables vistas.
Datos del Cuento
  • Autor: Ruben
  • Código: 20908
  • Fecha: 09-04-2009
  • Categoría: Bélicos
  • Media: 5.78
  • Votos: 82
  • Envios: 0
  • Lecturas: 7954
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