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Todos sabían lo peligroso que era Shuala aburrido. Con el tiempo tomo el hábito de salir a dar prolongados paseos por los pequeños valles interiores de la cordillera a lomo de su cabalgadura, labor que lo ausentaba semanas enteras, para alivio de todos. Cuando volvía generalmente organizaba alguna incursión menor contra alguna tribu recóndita escondida entre las montañas y volvía con algunas decenas de esclavos para engrosar su ya abultada colección. Claro, por cada diez individuos esclavizados otros cien eran asesinados, ese era su método. Pero fue en uno de esos paseos que la fortuna le sonrió y de muy buena manera.
Había oído hablar de ellos pero nunca los había visto. Sabía que existían, en todo el mundo se comentaba de su existencia y muchos decían haberlos avistado pero Shuala no. Afortunadamente estaba bien lejos cuando los divisó dado que sabía de su legendaria peligrosidad. Lo primero que vio fue el pájaro plateado, en rigor los destellos reflejados de Khala que trascendían las copas de los árboles. Inmediatamente se echó al suelo y recorrió los próximos trescientos metros arrastrándose. Cuando se encontró a casi doscientos metros se congeló, se paralizó y solo se dedicó a escuchar y espiar. Suponía que a esa distancia no lo detectarían pero una decena de metros más y probablemente sería fatal. El pájaro plateado estaba a no más de quinientos metros pero la espesura no le permitía ver más que la parte superior negándole la visión de lo que ocurría más abajo. Así estuvo un par de horas, moviéndose apenas para no ser detectado. Otro hubiera huido al primer avistamiento pero Shuala no. Pero lo que ocurrió a continuación le congeló la sangre.
No supo nunca como no lo había visto pero el hecho era que estaba allí, a veinte metros de su posición. El Dios plateado se movía lentamente con “la vara de fuego”, esa letal arma que carbonizaba a cien al mismo tiempo, en su mano derecha. Caminó unos pasos y se sentó en un tronco caído dejando la vara apoyada en el mismo. Shuala no entendía como no había sido detectado pero sus ojos solo se enfocaban en el arma del Dios, si lograba poseerla conquistaría el mundo entero. Su intelecto asesino le dictó que si no había sido detectado tenía entonces la ventaja de la sorpresa y la posibilidad de atacar con buenas probabilidades de éxito. Tanteó su espada corta y se fue acercando lentamente, centímetro a centímetro, mientras el Dios realizaba, aún sentado en el tronco, algunas incomprensibles tareas. Solo cuando estuvo a unos tres metros Shuala se puso de pie y alzó su espada contra la espalda del Dios, que se ofrecía generosa. Toda su brutal musculatura se tensó y todas sus artes de ataque afloraron al momento que, estando a dos metros, dio un salto y descargó su brazo armado contra la mitad exacta de la espalda del Dios… Pero nada pasó, o mejor dicho, nada de lo que Shuala esperaba que pasara. No hubo sangre ni la deliciosa sensación del metal entrando en la carne ni la del cuerpo que cae esperando ser rematado, no, no, nada de eso. En lugar de todo ello la hoja de la espada se partió como si de madera fuese y el Dios, alertado, se puso de pie ante él. Shuala era un individuo alto, muy alto, pero su contrincante le sacaba al menos dos cabezas. Se quedó viendo como el ente plateado miraba como asombrado cierto objeto que pendía de su cinturón, con la inofensiva empuñadura de su espada en la mano. Pero la pausa fue breve. El Dios reaccionó y le descargo un tremendo golpe de puño en su rostro con una velocidad y celeridad tal que ni los reflejos felinos de Shuala pudieron evitar. Literalmente voló por los aires y, totalmente aturdido, vio como el Dios se le acercaba nuevamente para rematar la faena pero dejando la vara atrás, sobre el tronco. Sacando fuerzas quien sabe de donde Shuala se impulsó hacia atrás y, en un acrobático movimiento, se colgó de una rama cercana y de un salto terminó detrás del Dios, a menos de un metro de la vara. La tomó entre sus manos y la apuntó al Dios, un torrente de fuego brotó del arma y lo calcinó junto con todo lo que había en cincuenta metros a la redonda. Sin aliento el bárbaro miraba el resultado de sus acciones y no daba crédito a sus ojos. ¿Cómo había salido el fuego del arma?. Murmullos agitados venían del lado donde se hallaba posado el pájaro plateado. Seguramente al ver el humo del incendio algunos compañeros del asesinado vendrían hacia el lugar. Debía correr y rápido y para eso Shuala era muy bueno. Su atlético cuerpo rápidamente puso metros entre él y el lugar del incidente y de un salto se encaramó a su cabalgadura y se alejó a toda velocidad. A medida que cabalgaba, cuando aún su aliento estaba agitado, su mente se negaba a creer la proeza realizada: “Había matado a un Dios y le había robado su vara de fuego”. Su euforia le hacía lanzar risotadas histéricas, estaba en el clímax, imágenes de conquista, masacre y destrucción desfilaban por su mente como diapositivas diabólicas y apocalípticas. Muy pronto el mundo entero se postraría desesperado a sus pies.
…………………………….
Vio su mano aún sosteniendo la espada pero su brazo no estaba ya ligado a su cuerpo. Los mástiles que veía eran lanzas clavadas en su pecho y abdomen. Su respiración se hacía burbujeante y pesada, imposible. De su boca manaba sangre con abundancia creciente. Sabía que estaba teniendo una agonía atroz pero no era eso lo que le amargaba lo poco de vida que le quedaba sino el hecho de no poder ponerse de pie y seguir matando a aquellos que lo habían derrotado definitivamente. Iban y venían pasando a su lado, incluso encima de su cuerpo, hasta a veces lo pisaban o pateaban restándole toda importancia. A veces algunos soldados rasos le dedicaban socarronas sonrisas y despectivos comentarios. Volvían a despreciarlo, moría en el fracaso, no pudo hacerles tragar su orgullo, su soberbia junto a su sangre. Pero lo que realmente lo volvía loco era ignorar que había pasado, que había fallado. Lo tenía todo perfectamente planificado, ajustado, ensayado. Ese pensamiento lo acompañaba lenta y dolorosamente hacia la muerte.
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