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Érase en un lugar muy lejano que vivía un hombre muy sabio. Todos los días, al despuntar el sol, salía a pasear por la orilla del mar.
Aquel día pasó algo que consiguió llamarle poderosamente la atención. Había una bellísima y frágil muchacha que iba andando por la arena, de vez en cuando observó que la niña se agachaba a coger algo de la arena, y que inmediatamente lo devolvía a la mar. Intrigado viendo esta escena repetirse día tras día, decidió acercarse y ver qué era lo que con tanto afán aquella niña lanzaba al mar todas las mañanas hacía ya tanto tiempo.
Conforme se aproximaba a la muchacha, comprobaba como verdaderamente era de una belleza tan extraordinaria que más bien parecía un ángel. Observó con asombro que lo que la niña devolvía eran estrellas de mar que las olas habían arrastrado a la orilla.
-¿Por qué devuelves al mar las estrellas que arrastran las olas?
La niña respondió con una voz tan dulce y tan bella como jamás había escuchado:
-Es que si no las devuelvo pronto, cuando el sol esté más alto, con su calor las secará y morirán.
-¿Pero no ves la inutilidad de lo que haces? En estas orillas la mar arrastra miles de estrellas, y tú empleas tu tiempo en algo tan absurdo… Nunca podrás salvar salvo a unas pocas.
La niña miró al sabio con sus ojos de color violeta, sostuvo unos momentos su mirada y con una leve expresión de extrañeza y volviendo a su tarea, cogió una nueva estrella y la lanzó con fuerza al mar diciendo:
-Ésta ya se salvó.
Aquella noche el sabio no pudo conciliar el sueño, no podía dejar de pensar en aquella niña que tanta pena le daba. De pronto, una pesadilla horrible le hizo ver un cielo sin estrellas, un mundo seco y frío. Y es que cada vez que moría una estrella de mar, otra se apagaba en el cielo.
En cuanto amaneció el sabio se asomó a la ventana, vio como la niña ya estaba en la playa devolviendo las estrellas a la mar, no lo pensó dos veces y dándose toda la prisa que pudo bajó a la playa, se agachó, cogió una estrella y devolviéndola al agua dijo:
-Ésta ya se salvó.
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