Se instalaron en una primorosa cabaña que ofrecía servicios de hotel. Tenía algo de spa, lo que orilló a Martina a sentirse en su elemento. Solía someterse a diversos tratamientos de belleza. En cuanto a Martín, su novio, se había avenido a acompañarla para gozar de su cuerpo reiteradamente. No había muchos huéspedes más, y los pocos con que se cruzaron eran hoscos. De todos modos, Martín y Martina no habían ido a ese sitio a socializar, sino a relajarse mediante masajes y demás y la práctica del amor.
La primera y única noche que pasaron en el sitio no fue como la esperaban. Martín se empeñó en beber cierta marca de cerveza que no tenían en la cocina, de modo que decidió buscarla en el pueblo cercano. Martina se quedó sola. Pese a que ella no había conducido, el viaje la había cansado; tras darse un baño, se acostó desnuda un rato, pero no pudo conciliar el sueño porque la inquietaba un sillón ubicado en una esquina. Se trataba de un mueble de hermoso diseño y bien cuidado. Martina, harta de no poder dormir, decidió leer. Se levantó y, aún desnuda, libro en mano tomó asiento en el sillón.
No había leído aún dos páginas cuando el frío arreció. Bajó el libro que sostenía ante sus ojos con el ánimo de ir por una bata, pero en ese instante recibió, a saber de quién, una bofetada sonora que casi le paralizó la mejilla y la obligó a hundirse en el sillón. Segundos más tarde, mientras intentaba comprender qué había ocurrido, sufrió una nueva bofetada. Ello bastó para hacerla mandar el libro a lo lejos y salir corriendo de la habitación. Una camarera la vio con estupor, pues era infrecuente que los inquilinos vagaran desnudos. Martina se detuvo ante el mostrador y sólo obtuvo ardientes miradas masculinas y envidiosos vistazos femeninos. La gerente, una gorda de pelo recogido, se quitó el saco y con él cubrió a Martina; pero su intención no era manifestar empatía, sino poner orden. Metió a Martina en una oficina y la regañó como a una párvula. ¿Cómo se había atrevido a correr desnuda por todas partes?
—¡Me abofetearon! —chilló Martina.
—Yo te abofetearé si no sales a disculparte con los huéspedes —advirtió la gorda.
—¿Qué pasa aquí?
Martín había llegado y en el acto se había enterado de lo ocurrido con su novia. La gorda le pidió que controlara a la mujer, so pena de ser echados del hotel.
—Desde luego que será reembolsado, señor —dijo.
—¡Qué irnos ni qué nada! —rugió Martín—. ¿De quién es este saco?
Arrojó el saco al rostro de la gorda y usó su chamarra para cubrir a Martina. Previno a la gerente que, si movía un dedo con tal de echarlos, habría problemas de índole judicial que afectarían la imagen del hotel. La oyente suspiró y pidió que Martina se estuviera quieta.
La pareja regresó a la habitación. En el trayecto, Martín pretendió intercambiar insultos con huéspedes masculinos, pero era prioritario saber qué había pasado con su mujer. Ya encerrados, Martín sirvió la cerveza que había comprado y ofreció un vaso a Martina. Ella no lo tomó por estar ovillada en la cama, pálida y con la vista fija en el sillón. Martín se cansó de sostener el vaso y de mirar el rostro ido de su mujer, así que bañó éste de cerveza fría. Martina volvió en sí y miró perpleja a su hombre.
—¡Habla! —exigió Martín.
Martina habló al tiempo que empezaba a llorar. Contó lo que había pasado y enseguida rogó que se marcharan inmediatamente.
—¿Cómo se te ocurre? —dijo Martín—. ¿Y que esa gerente y los demás se mofen de mí?
El orgullo lo movió a sermonear a Martina y a decidir pasar la noche en el sillón, para probar que nada había que temer.
—Tal vez alguien no quiera que te sientes ahí —murmuró Martina.
—¿Qué fue eso? —preguntó Martín—. ¿Quieres hacerme enojar, tonta?
Martina redobló su llanto y se encerró en el baño para enjugar las lágrimas. “Maldita”, farfulló Martín antes de acabar con una botella de cerveza y fumar a sus anchas. No tardó en sentir mucho sueño. Él había conducido desde la capital, y el viaje al pueblo para comprar la cerveza había terminado de cansarlo, por no hablar del papelón que había hecho en la recepción por culpa de su mujer. Se dejó caer en el sillón y, mientras esperaba no una bofetada, sino que Martina reapareciera, se quedó dormido.
Lo despertó un dolor agudo en la mejilla derecha. La resaca se traducía en un tremendo dolor de cabeza, que la bofetada incrementó. El cuarto estaba en penumbras, pero la luz de la luna permitía ver a Martina tendida en la cama, durmiendo a pierna suelta. Martín se preguntaba si ella había tenido tiempo de abofetearlo y regresar al lecho antes de ser advertida cuando, con terrible violencia, una nueva bofetada lo tiró al suelo. Lanzó un grito, pataleó y, tras ponerse dificultosamente en pie, halló el interruptor de la luz y lo accionó.
Incorporada en la cama, Martina dijo:
—¿Ahora me crees?
Martín la contempló con ojos desorbitados y boca entornada y seca. Tardó casi media hora en decidir moverse. Por fin se acostó con Martina y no fue capaz de tocarla, pues se limitó a orar en su fuero interno y a esperar que no hubiera más sobresaltos antes del amanecer. Desvelado, con resaca y mal humor, se bañó deprisa y se vistió mientras, a gritos, ordenaba a Martina que se preparara.
—Nos vamos —dispuso.
Martina no se hizo rogar. Se bañó, se vistió, hizo las maletas y, de la mano del novio, se alejó de aquel cuarto. La gerente los recibió en la recepción.
—¿Se van?
—Así parece —dijo Martín, desplegando billetes para pagar la cuenta.
—Su reservación fue por tres días.
—¡Ya nos vamos!
—No se enoje, señor —pidió la gorda—. No es mi culpa que no hayan visto el aviso.
—¿Qué aviso? —preguntó Martina.
Mientras preparaba una factura, la gorda comentó:
—El sillón del cuarto que ocuparon es una antigüedad. No debe usarse. Hay un aviso que dice: “No sentarse.”
—¿Un aviso? —dijo Martín—. ¿Dónde? ¡No vimos nada!
Otras personas se habían mantenido expectantes al desarrollo de la discusión, que subiría de tono a menos que algo se hiciera. La gorda pidió amablemente a Martín y Martina que la acompañaran. Fueron al cuarto y, en efecto, no había aviso alguno sobre el sillón.
—¿Ya ve? —preguntó Martín.
La gorda hizo un esfuerzo sobrehumano y se puso de rodillas, enseguida se agachó y, sin tocar el asiento del sillón, pasó una mano debajo de él.
—¡Aquí está! —exclamó, mostrando un aviso acartonado que podía doblarse en dos. Agregó: —Es que a veces lo quita.
Se dirigió a la puerta.
—¿Quién lo quita? —preguntó Martina.
—Acá le daré su factura —dijo la gorda sin volverse, y se marchó.
Martín y Martina intercambiaron una mirada y, cabizbajos, prefirieron dejar el asunto en paz y regresar por donde habían venido.