La primera curda de mi vida me la agarré a la temprana edad de 7 años. Fue un domingo a la mañana, cuando fui con mi viejo al taller mecánico para arreglar el FIAT 600. “El casco” lo habían bautizado al auto, porque mi viejo era cabezón y si se apoyaba en el fitito parecía un corredor de motocross con el casco abajo del brazo. Esa mañana mientras el mecánico y mi papá estaban en la fosa, yo, inocente criaturita de apenas 7 añitos de edad, abrí la heladera que el mecánico tenia en el taller y encontré un vinito termidor a medio tomar, lo probé y cerré la heladera, me acerque a la fosa para ver si me habían visto en la heladera, como nadie dijo nada, fui nuevamente y tomé otro sorbito más de vino. Después de varios circuitos heladera-fosa, mi papá me miró a los ojos y no tuve mejor idea que empezar a reírme a carcajadas. De inmediato se dieron cuenta que algo estaba haciendo, no tardaron en darse cuenta del estado alcohólico que había adquirido éste pequeño niño de 7 años, pero velozmente comencé a hablar en mi defensa, y quise comprobarles que mi estado era el mismo de siempre, con un poquito de olor a vino en mi boca, entonces comencé a saltar en una pata, así demostraría que podía controlar mis movimientos.
No sé si fue al cuarto o quinto salto que se me rompió la chancleta de goma azul y me pegué un golpe que para que te cuento... encima mi papá me obligo a ir saltando en una pata hasta mi casa mientras él me iba pateando el culo cada tres saltos.
Aprendí la lección esa misma mañana, para cuando me agarré la segunda curda de mi vida, también a los 7 años, antes me aseguré de tener puestas las zapatillas.