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Categoría: Terror

Ojos de diamante

La tempestad gruñe fuera del ático. Los entrecortados destellos se filtran por las altas ventanas de la pared ridiculizando la debilidad de las gotas de la tormenta que no pueden más que estamparse contra el cristal y morir frente a él, resignadas e impotentes. 
Dentro reina el frío. La efímera penumbra permite observarnos unos instantes: yo de pie, tú en el suelo; mientras la escolta de los gritos de los truenos ensordece los alaridos desprendidos por tu boca. Luego se engendra la totalidad de las sombras y el terror acalla los chillidos. Puedo sentir el fluir de tu sangre bajo el cuero de mis botas. Es cálida y espesa, como el semen de un mujeriego.
Odio a los mujeriegos, siempre los he odiado. ¿Sabes por qué? Porque gozan de la oportunidad de concebir el amor y lo sacrifican a favor del sexo. Yo siempre anhelé el amor por encima de todo; el sexo nunca abarcó el arca vacía de mi felicidad, quizá porque los muros de la soledad se erigían demasiado vastos y elevados.
Furioso conmigo mismo te ataco precisa y directamente con la punta del duro calzado. Te aplasto la entrepierna sin piedad mientras tus ojos azules se estremecen por el dolor. Tu rostro se contrae. Me pareces un papel viejo, arrugado y amarillento, fácil de estrujar y de lanzar a la basura.
Para mí no eres más que eso: basura.
Los truenos enmudecen unos segundos, dejándome a solas con los aullidos de tu sufrimiento, tan ajeno y visible. Parece que duele... sí, debe escocer mucho que pulverice el símbolo de tu virilidad. No debería importarte mucho; la última mujer que dormirá entre tus brazos será la muerte.
Mujeres... ¿crees absurdo que una mujer sea la causa de este episodio de sangre y tormento? ¿Crees absurdo que el odio sea el hermano mayor del amor? Sí, a mí también me hubiese parecido absurdo hace muchos años, antes de enamorarme, antes de conocerla. Ahora, empero, lo absurdo es tan cotidiano e inapelable como los latidos del corazón.
Escupo al suelo y divago lentamente por el ático dibujando círculos a tu alrededor como un buitre hambriento. Estás tirado en mitad de la áspera y fría superficie. Ni siquiera tienes fuerzas para moverte o pedir auxilio. 
De poco te serviría...
Pulso el interruptor de la luz. Estoy cansado del rumor y de los pestañeos de la tormenta, harto de vislumbrar tu mirada dolida y tus labios rotos vestidos de penumbra. Bajo la luminosidad de la bombilla desnuda que pende del techo puedo observarte mejor y deleitarme aún más con la desdicha de tu destino.
Te odio.
Los celos, la envidia y el rencor son como el cariño, el amor y el apego, pero en un formato destructivo capaz de arrasar los corazones expuestos a su furia. Y mi corazón tiempo atrás fue arrasado por los ojos de una chica... 
Ojos... no; ¡balas de diamante! ¡Flechas de sol! Si hubiese nacido ciego, no me habrían arrancado el corazón. Y tú estarías sano y salvo.
Pero es irreversible. A cada cual le corresponden ciertas cualidades, eventos y alternativas. Lo único que nos corresponde es la elección, una elección siempre subordinada a nuestro propio ego. Muy pocos son capaces de perfeccionarse así mismo, de renunciar a su personalidad y de engrandecer su alma para encontrar la felicidad, el orgullo y la gloria de quien ha cambiado para bien. 
Yo, por ejemplo, he cambiado. He arruinado mi existencia por esa chica de ojos de diamante; he derrochado tiempo, amistades y fortuna por ella; he trastornado mi comportamiento por querer lograr su corazón. Pero no he cambiado para bien, sino para mal. 
Lo que te estoy haciendo lo demuestra.
Una gota de fatiga me está enfriando por dentro. El esfuerzo me agota. Comprendo que tras esta noche me consumiré en la apatía y en la indolencia, seré un bastardo insensible con el único destino de colmar unos deseos desconocidos para sí mismo, buscando una felicidad que el propio corazón no puede comprender, que desconoce, y que no obstante, lo enriquece y alivia.
Es tarde, mejor será abandonar las reflexiones sobre el porvenir que sólo atestiguarán mi incertidumbre. Mejor será acabar cuanto antes…
Tras haber encendido la luz del ático, puedo descubrir una silla de madera ubicada contra la pared. La agarro por el respaldo y la sitúo frente a ti sin cesar de mirarte. Me siento en ella con el respaldo de la silla por delante de forma que puedo apoyar los codos sobre ella. 
Veo que intentas incorporarte. Inútil. Las ataduras en muñecas y tobillos te impiden maniobrar. Sonrío. Nunca pensé que la crueldad pudiera embargarme de bienestar y consuelo, nunca creí que el odio pudiese parecerme algo tan hermoso como el amor. ¿Pero quién no se ha equivocado una vez, o muchas? ¿Quién puede ser tan vanidoso y empedernido como para no pedir perdón y no admitir sus defectos, sus desaciertos? ¿Quién?... Sólo se me ocurre un nombre... 
Ella siempre fue tan sólida, tan inconcusa, tan soberbia y altiva. Tan orgullosa y terca. Y sin embargo, supongo que los dioses deben ser engreídos y arrogantes, pues si humildes y honrados fuesen, degeneraría su poder hasta el punto de la debilidad. Ella siempre fue una diosa, mi diosa.
Supongo que alguna vez se lo dije, en vano.
En esta obra de teatro que es la vida, donde no somos sino títeres encabezados por los hilos del tiempo y de la casualidad, nunca comprendí que pudiésemos ser hacedores de nuestro propio destino, de la senda de nuestra existencia. Ahora lo comprendo. Es tan sencillo manejar esos hilos del tiempo y de la casualidad. Un corte certero o un tardo desgarro que quiebre definitivamente el hilo y de esta suerte, que el último afán de nuestra voluntad pueda ser desempeñado por la muerte creándonos dueños del último segundo de nuestra vida.
Porque el control sobre la vida reside en determinar cuando queremos morir.
¿Fácil, verdad? Una pistola puede engendrarme señor de tu vida y de la mía. Y por ello me siento poderoso, como un océano cuya marea asciende desorbitadamente tras un lustro de sequía.
¿Y tú... cómo te sientes? 
Podría preguntártelo, pero me viene a las mientes la rotura de tu mandíbula. Las pocas palabras que suspiran por tus labios no son sino gemidos y lamentos suplicantes; gemidos que me hinchan de bienestar y lamentos que ignoro como si un supremo silencio me hablase. 
Lanzo una mirada por las ventanas del ático cerciorándome de que la tormenta prosigue aun cuando han reprimido sus truenos. Extraigo una cajetilla de tabaco y enciendo un cigarrillo. 
Me arrellano en la silla y disfruto..., disfruto del aroma del tabaco que se estremece en mi alma como la caricia de un amante durante una noche apasionada; disfruto del sonido acompasado y armónico de la lluvia al batir el cristal de las ventanas como un timbal ajeno a la orquesta que recrea una música más sublime que el de la cofradía; disfruto del sabor aterrado que se derrama en mis labios cada vez que sorbo el aire de la atmósfera como el aliento de un café caliente en una gélida noche de invierno; disfruto de la visión sádica de tu cuerpo indefenso arropado en sangre y piel desgarrada. 
Disfruto del recuerdo, de las líneas del pasado que se esbozan tras mis ojos dibujadas por los lápices del más expresivo y preciso pintor. Evoco sus labios, chicos como una perla, que pese a su pequeñez, resplandecen más que el más grande diamante. Y más feliz me siento, a más recordar las noches que nutrí entre sus brazos, bebiendo de su piel. Mas el recuerdo... es nostalgia, añoranza, menos felicidad.
Te miro. Te envidio. Te odio. Te recuerdo con ella, junto a ella.
Una lágrima se derrama desde mis ojos. Yo la amaba, yo la he amado más que cualquiera, yo me he rendido a sus encantos ofreciéndole el sacrificio de los míos, yo la he adorado como a una deidad, la he amparado como a un frágil tesoro..., y tú me la arrebataste, aun cuando no era mía.
Observé durante tantas noches como abrías tu pasión ante el fruto de sus labios, me atormenté con el pensamiento de vuestro romance durante tantos días... Arrancados el alma y el corazón por la obsesión, ni siquiera el cerebro me pertenecía después de recluirme en mis sentimientos. Sus ojos me descubrieron esclavo al enseñarme su amor, un amor que perduró como un suspiro sin aire y un esclavo que fue inmortal sin afán de vivir.
¿Por qué el amor me ha hecho tan desdichado? ¿Y a ti y a ella, tan venturosos? ¿Dónde encuentras ese camino, ese recodo, ese acantilado o ese océano infranqueable que te permite encontrar el jardín o el lago o la isla de la felicidad, de la fortuna, del cariño? 
Si la envidia es un pecado capital del mismo modo que lo son la ira, la gula, la lujuria, la pereza, la soberbia y la avaricia, ¿por qué no resumirlos todos con un nombre masculino, como el amor? El pecado de amar: tan traicionero como un océano repleto de sirenas; sirenas de canto arrobador que te hechizan y te consumen hasta la muerte.
Ella fue una sirena, una hermosa sirena de verano que marcó mi existencia atrapándome en las líneas de su cuerpo que tan turbiamente dilucidaban mis ilusiones. Amar... una ilusión. Odiar... un hecho.
Con las lágrimas quemándome el rostro me atrevo a deslizar la mano al interior del bolsillo de la chaqueta. De ella extraigo una pequeña lámina de papel no más grande que mi mano, pero tan soberbia y temible como la propia muerte. 
Es una fotografía, una fotografía que marca un antes y un después en el camino de la vida, cual símbolo que se adhiere a una sabiduría vendida por el dolor. El rostro de ella se figura sonriente en el interior del daguerrotipo con los labios abiertos y curvados y la enseña de los dientes centelleando y desafiando las virtudes del sol. La foto se concibe sobre un fondo blanco, como nubes de cielo o espuma de mares, pareciéndome ella un ángel en la pureza del esplendor. 
Es tan hermosa..., siempre lo ha sido.
Observo detenidamente su rostro fotografiado mientras la nostalgia, el deseo y el recuerdo frenan el paso del tiempo en la realidad que nos esclaviza. Examinando la pulcritud de sus mejillas, el resplandor de sus pupilas y el fuego ostentoso de sus cabellos parezco un anciano momificado incapaz de morir, condenado a una eternidad de pesadumbre y avidez, de sed y de hambre.
Cierro los ojos, aislándome todavía más en los abismos de la discordia mental. Y veo... y la veo tendida sobre el colchón de su dormitorio con los muslos medio desnudos y la cabeza apoyada contra la almohada, mientras sus ojos entornados me vislumbran de soslayo iluminados por una chispa de pasión y confidencia. De sus labios tan solo recuerdo el tacto trémulo y vago de una gloria antaño hermosa y compartida, y ahora lóbrega y anhelada. 
Abro los párpados de súbito porque la memoria de noches pasadas y distantes me atormenta como una daga clavada en las profundidades de las entrañas y cuyo óxido se dispersa lentamente hacia el entorno del alma. Mis ojos se encuentran con la fotografía, la hermosa estampa de su rostro eternamente juvenil y encantador. Paso la vista por encima del retrato y te contemplo con desprecio, también con codicia y celos. Eres la persona a la que menos aprecio y a la que más envidio: 
Tú también apareces en la fotografía, junto al de ella.
Mis manos tiemblan con la foto a merced de un caos irrefrenable donde la furia y el cariño de mi corazón se enfrentan al contemplar el retrato de vuestros rostros. 
Ojalá pudiera durante unas horas ser un hombre feliz entre sus brazos y morir después amparado por la felicidad del momento. Ojalá tuviese la voluntad ingente y necesaria como para alzarme de la tumba de mi cerebro y vivir durante un tiempo con el corazón.
Pero mi única opción es resignarme, derretirme a merced del tiempo mientras el frescor de las lágrimas de mis ojos me rememora el sufrimiento que significa el vivir. Y tras el afligido espejo de dichas lástimas, observo agónico tu agonía, conociendo en el fondo de mi alma y aborreciendo aún más en el fondo este conocimiento, que el último consuelo y bienestar para mí está encadenado, irremediablemente, a tu sufrimiento y destrucción. Porque el amor, cuando es tan grande, no tiene cabida dentro de un único corazón y así termina explotando y convirtiendo lo más hermoso en lo más brutal.
Aspiro el concluyente aliento del cigarrillo y arrojo el deshecho al suelo, inmune a toda moral y respeto. Con ambas manos y empleando ligeramente las puntas de los dedos, coloco la fotografía en diagonal a la luz que fluye del techo.
Y todo se ilumina. ¿Por qué? Porque su rostro de dieciséis veranos paralizado en el pasado, pero igualmente grácil, me sonríe. Y todo se oscurece. Porque junto a su mejilla morena de terciopelo, se ríe tu rostro, tus labios de muchacho ambicioso y apuesto capaz de seducir a cualquier chica.
Ignoro cuando fue tomada la foto, pero tu retrato y el suyo parecen estar representados fuera del tiempo y del espacio. ¡Y no! No quiero. Quiero olvidar que estuviste con ella, amándola como yo la amé. Quiero olvidar que la belleza de la chica más hermosa de la historia de la humanidad no fue tocada por nadie, salvo por mí. Quiero soñar, olvidar tu cara y deleitarme con la suya sin el acecho de tu mirada azul.
Furioso, deshojo el daguerrotipo por la mitad, arrancando tu semblante de la fotografía y estrujándolo poco después. Esbozo una sonrisa repleta de maldad. Ahora ella es la única silueta del retrato, y rodeada de soledad, es como el sol: demasiado esplendorosa y deslumbrante como para poder ser acompañada por otros astros o satélites.
Sonrío viendo la foto, ahora libre de ti. La acerco a mis labios y la beso tiernamente como si la realidad engendrase un amante ilusorio. Suspiro de complacencia y guardo la foto en el bolsillo, eludiendo arrugar los vértices.
Ahora me siento mejor.
Me levanto de la silla y devuelvo la mirada a tu cuerpo hundido en sangre. Continúas en el mismo estado, aunque más cerca de la muerte. Como todo, tu final se avecina. Ya no me regodeo con la imagen de tu sufrimiento. El placer del pretérito ha sucumbido a la monotonía, tal y como tarde o temprano sucede con todos los placeres. Siempre me faltó imaginación para no caer en la rutina. Ora poco importa.
En un rincón del ático yace una vieja escopeta que perteneció a mi abuelo en tiempos de guerra, utilizada en defensa de la república y de la democracia. Yo la utilizaré en defensa del amor y del odio; que al fin y a la postre, semejantes son: locuras del sentimiento humano.
Te apunto con el arma. 
Un rayo resplandece fuera del ático y de seguido el rugido de su paso devora la resonancia de la bala. Cierro los ojos, intentado recobrarme del áspero olor del humo polvoroso. 
Cuando los abro y me topo con la muerte de tu cuerpo, me embarga el mismo sentimiento que me embargó cuando culminó mi primera relación sexual. Me siento fatigado, pero ansioso de un placer que ya ha sucedido. Ojalá pudiese volver a matarte. Es extraño. Ni siquiera entiendo porqué sigo hablando contigo, ahora que has muerto.
¡Qué importa...!
Minutos después me encuentro en la calle caminando bajo la lluvia, pensativo y acompañado por la muerte, perseguido por el recuerdo de un sangriento homicidio, por la huella de una infamia que me acosará hasta el fin de mis días. 
El frío me golpea la cara con suavidad como si quisiera despertarme cariñosamente de mis sueños, y humedece mi extravagante y enigmática sensibilidad con un rocío de amparo y comprensión. Ni siquiera la naturaleza, aun siendo yo hijo de su virtud, me entiende. 
Continúo deambulando por la acera, tan muerta como la soledad, tan sola como la muerte, y luego de un paseo donde se bifurcan mis pensamientos y converge mi destino, me detengo en un elíseo parque, fúnebre a causa de la tormentosa madrugada.
Abro la mirada hacia la vertiginosa lluvia que cae de arriba abajo, igual que siempre y sin pausa. Se me figuran las gotas el paso del tiempo de cada una de las vidas del mundo. Tarde o temprano, todas se estrellan contra el suelo. Traspaso con la mirada los umbrales de la vida y de la muerte. En el firmamento no hay luces. ¿Dónde se resguardarán los ángeles del cielo en tales noches de diluvio? ¿Y cómo puede calentarse un corazón tan frío como la muerte, pero aún vivo?
¡Qué más da! Poco importa. ¿Qué estimar más que la felicidad de cada uno, la felicidad del egoísmo? 
Entonces, me pregunto, ¿soy feliz? Me río, resignado... 
No, claro que no lo soy. Pero unos minutos atrás, mientras le torturaba, sí lo era.
Deslizo la mano hacia el bolsillo del abrigo y extraigo la fotografía donde aparece el rostro de ella, de mi amada. Es tan hermosa, tan delicada, tan grácil... 
Y me pregunto: ¿soy feliz? No, no lo soy, pero muchos meses atrás, mientras estuve con ella, sí lo fui.

Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
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