Luego de instalar trabajosamente su maleta en la repisa del compartimiento del tren, Davor, se dejó caer en el banco. Sólo en ese instante, sentada enfrente, la vio. Era una muchacha bellísima de pelo color avellana, boca llena y sugerente y un dejo de ensoñación en sus intensos ojos azules. La chica ni siquiera levantó la vista del diario de vida en el que se daba a escribir con denuedo. Él no pudo sino quedarse alucinado, mirándola. Después, Davor, se quedó dormido. Era de noche cuando despertó. La bella dormía con la cabeza ladeada contra un hombro. El diario yacía en el piso. A fin de conquistarla trató de alcanzarlo, mas éste, por efecto de un bandazo que dio el tren, fue a dar al pasillo. Allí, Davor se puso a buscarlo. Con el rabillo de un ojo pudo ver como el esquivo cuaderno caía por entre las barandas de ese, el último carro. El vista que ahora el ferrocarril reducía considerablemente su velocidad pues, tomaba una pronunciada curva, él no dudó en saltar fuera. Al rato, pudo hallarlo entre las traviesas usando una pequeña linterna que llevaba consigo, pero era demasiado tarde para volver a bordo: el convoy era entonces un manojo de luces desvaídas. Lanzó mil denuestos por haber sido tan bruto. Después, resignado, se puso a caminar por la vía y aprovechó de leer, bajo la luz de la linterna, las confidencias de la joven. Dos horas más tarde aún leía ensimismado y no oyó los fuertes pitazos del expreso de las cuatro que, finalmente, lo embistió. En el momento del impacto, Davor, daba con la siguiente confidencia: “Esto nunca se lo diría a nadie, pero me encantaría que un hombre muriese por mí”.