Lejos de cualquier poblado, a la vera de un gran bosque, había una modesta pero acogedora casita.
La habitaba una viejecita solitaria. Su marido había muerto varios años antes y sus hijos habían formado sus propias familias a gran distancia. Rara vez recibía visita de sus hijos o nietos y se entretenía tejiéndoles prendas de lana o confeccionando galletas y mermeladas que luego les enviaba.
Una agradable tarde de primavera se había sentado en el jardín para dejarse acariciar por los rayos del sol poniente. Se adormiló, sin embargo, y no se percató cuando su tejido cayó de su regazo al suelo, ni tampoco que ya había oscurecido. De pronto se sobresaltó al oír un tenue batir de alas. Abrió los ojos y vio a un pajarillo que se había posado frente a ella, muy cerca, y que le pareció que la miraba dulce e intensamente. Y entonces casi se murió la buena anciana ¡porque el ave hablaba! -No te asustes, abuelita querida- dijo el pajarillo. -Soy un hada a quien una bruja le hizo el maleficio de transformarla en pájaro-
Esto ocurrió hace mucho tiempo y desde entonces he estado en muchos lugares y he visto muchas cosas. Deberé seguir siendo pájaro, sin embargo, a no ser que encuentre a una persona dispuesta a transmitir mis experiencias a los niños del mundo, y a los que tengan alma de niño. He observado que vives sola y te propongo lo siguiente: yo vendré todas las tardes a esta misma hora y cada día te contaré algún episodio de mis numerosas correrías, para que tú a tu vez lo des a conocer a la infancia. Te sentirás más útil y menos solitaria, te llamarás Abuela Cuentacuentos y yo romperé el maleficio y volveré a ser hada. ¿Aceptas?.
-¡Sí!- exclamó la viejita. -Acepto-. Había nacido la Abuela Cuentacuentos, porque el pajarillo cumplió su promesa y llegó en cada crepúsculo a contarle una de sus aventuras. Cuando le narró la última, volvió a ser hada.
Es un cuento muy lindo. Me hizo recordar aquellos días de mi infancia, cuando las abuelas nos contaban muy hermosos cuentos, de esos que ya nadie cuenta.