Nunca me llamaron la atención las llamadas telefónicas, los largos viajes de mi papá o las extensas reuniones de trabajo. Hasta los dieciséis mi único problema era la perfección de mi vida. La monotonía de no tener los problemas de mis amigos, las drogas, las familias deshechas, los escándalos escolares. Mi burbuja era "simplemente encantadora".
Un día llegó mi mamá y me dijo llorando que se iba de la casa y que mi papá tenía una amante desde hace dos años. Ahí me quedé sentada en la cocina abrazándola y diciéndole que me iba a portar bien. Sola en la cocina miraba por la ventana como mi madre se subía al auto con gruesos anteojos oscuros para que no la viera llorar. Estaba considerablemente delgada por la depresión y el pelo lo tenía suelto desparramado sobre la cara. Quién diría que alguna vez había sido de las mujeres más arregladas y bonitas que había conocido.
No lloré. No lo hice porque no entendía. Todo había sido tan rápido como lo cuento. En dos minutos se me vino un muro encima y quedé aplastada en el suelo sin saber a donde ir, hacia donde mirar...
Estaba desamparada. Mi hermano no estaba y por suerte mi padre tampoco. Caminé por la casa abandonada. De repente entendí. Una maldita perra había destruido todo lo que mi madre le había costado tanto construir. Una bruja había derrumbado mi cuento infantil y me había convertido en la nueva dueña de casa. De esa casa que de a poco se venía abajo. En ese momento lloré. Lloré como si fuera mi último llanto o quizás el primero. Me senté en el suelo de la cocina y recordé cada detalle de mi antigua vida. De eso que ahora era un sueño, una fantasía muy lejana. Miré las cortinas con dibujos de manzanas que mi madre había cosido y que mi padre había colgado. Recordé cuando tomábamos desayuno todos juntos en la mesa y también comprendí que eso ya no existía. Mil memorias vi esa tarde, que a pesar de estar soleada y veraniega se había nublado como el peor de los días invernales.
Por fin me cansé. Mi cara estaba roja y los ojos me ardían. Bajé al subterráneo y me acurruqué en el sillón de mimbre. Ahí me dormí esperando despertar de la pesadilla, pero no fue así. Simplemente pasé a ser un número más en las estadísticas de familias disfuncionales en Chile. También de un día para otro fui adulta. Ya las responsabilidades emocionales no se podían evadir. Ya no había más cuentos.