La niña estaba inmensamente feliz, había recibido a sus 11 años su primera flor. Podría decirse que un obsequio floral que llenó de entusiasmo su vida aquella mañana cuando fue a la iglesia a su primera comunión. Era una hermosa rosa amarilla envuelta en papel celofán.
Al llegar a su casa la colocó sobre la mesa de su habitación dentro de un vaso de agua a medio llenar. Todas las tardes contemplaba la rosa detenidamente, como queriendo llenar sus pupilas de aquel color amarillo que como tibia fogata le aminoraba su frío interior. La olfateaba con respiraciones pausadas y suaves, como queriendo llenar sus pulmones de aquella fresca fragancia que le perfumaba la vida.
Este ritual duró pocos días, la rosa poco a poco comenzó a marchitarse, sin pensar que su corta vida, le dio fuerza y vigor a otra que apenas comenzaba.
Una tarde mientras la niña contemplaba la flor, una suave brisa entró por la ventana abierta y desgajó los treinta pétalos ya marchitos los cuales se desplomaron en el mantel de la mesa. Y así mientras la suave brisa seguía soplando dentro de la habitación en forma de espiral, los pétalos caídos formaron quince pares de alas y se convirtieron en quince mariposas amarillas que revoloteaban inquietas por toda la habitación hasta llegar a la abierta ventana por donde salieron rumbo al jardín a donde pertenecen, ya como flores, ya como mariposas, para seguir llenando la vida de sueños.