Esa tarde iba caminando por la avenida Lexington cuando los vi. Corrección; realmente no los vi, pero casi como un golpe en mi espalda, los presentí.
Fue esa especie de cháchara que surgía a borbotones pero sin llegar a la vocinglería, esa mezcla de diálogo, discusión, risas y gruñidos plenos de sobreentendidos. Me di vuelta e inmediatamente los identifiqué entre la multitud.
Eran un matrimonio de ancianos que por sus rasgos, no podían ser sino europeos. No pude identificarlos de momento; tanto podían ser italianos como alemanes o de alguna de las repúblicas bálticas. Tampoco podía distinguir su idioma, pero era tan verborrágico como gestual y había detalles en su indumentaria que, aunque americana, guardaba en el uso particularidades de su origen; la gorra y la singular manera de anudar la bufanda en él y la gruesa pañoleta tejida a mano o su actitud al aferrar la cartera. Pero lo más sorprendente era su forma de conducirse.
Caminaban con esos pasos cortos y acelerados de los ancianos que no van a ningún lado. Tanto se tomaban del brazo por alguna ocurrencia que festejaban a carcajadas como se separaban con el ceño fruncido por algún momentáneo enojo.
A pesar de todo, los envolvía un halo de indisolubilidad. De esos que se consolidan a lo largo de toda una vida de estar juntos, de alegrías y tristezas compartidas de penas, dolor y muerte. Del conocimiento profundo de las miserias, flaquezas y virtudes mutuas. Cuando estuvieron cerca, comprobé que estaba acertado.
Esos ojos acuosos y brillantes lo habían visto todo. Habían comprendido y perdonado todo, tanto a sí mismos como al mundo y ya no se importaban más que ellos. Podía el planeta girar a su alrededor como una marioneta loca, sin que los afectara en absoluto. En un momento dado, se largaron a cruzar la avenida por la mitad de la cuadra, ajenos e indiferentes a los frenazos, bocinas e insultos. iban envueltos, acorazados en su burbuja de vida-muerte que los acompañaba desde hacía tanto tiempo.
Una vez del otro lado, tomados cariñosamente de la mano, se confundieron entre la gente y los perdí de vista. recuerdo que recuerdo.
Nuestra patrulla era en verdad una avanzadilla táctica para confirmar si en terreno estaba libre para el despliegue de la Compañía. Dos días llevábamos ya en medio de la selva y estábamos tomando un descanso, cuando ellos, como surgidos de la nada, aparecieron de pronto entre nosotros.
No los hubiéramos hecho prisioneros de no vestir la negra casaca, pantalón y sombrero cónico de Cong. El mantenía despejada su frente con un rojo pañuelo anudado a manera de vincha, lo que significaba que, sin ser un guerrero, era cabeza familiar de algún clan, a pesar de no aparentar tener más de cincuenta años. A ella, de delicado y ovalado rostro cubierto de arrugas, le calculé no más de cuarenta y cinco, aunque su pelo, tirante y recogido en un rodete a la nuca, estaba salpicado abundantemente de canas.
Ambos se plantaron silenciosamente frente a nosotros. tras hacernos una solemne y profunda reverencia, se declararon prisioneros y se instalaron.
Tanto mis hombres como yo dominábamos el vietnamita, pero ignorando con sonrisas y reverencias nuestras preguntas, se ubicaron en un rincón y armaron su propio campamento.
Rechazando con dulzura nuestras raciones K, ella desenvolvió las esteras que cargaba en la espalda y de unos lienzos sorprendentemente blancos, aparecieron varios cuencos de madera de los que sirvió al hombre arroz hervido y frijoles de soya.
Después que hubieron comido calmosa y silenciosamente en medio de mutuos gestos de amabilidad, ella caminó hasta un arroyo cercano y volvió con los cuencos escrupulosamente limpios y su sombrero lleno de agua. Quitándole las sandalias a su marido y utilizando el sombrero como una palangana, le lavó cuidadosamente las manos y los pies, secándoselos luego amorosamente.
Acomodó meticulosamente cada uno de los enseres y estirando las esteras sobre un colchón de hojas, se acostaron a dormir plácidamente.
La verdadera tortura comenzó a la mañana siguiente, cuando la patrulla se puso en movimiento. Activándose como una especie de mecanismo perverso, ellos comenzaron a hablar interminablemente. Oyéndolos todo el día como una cantilena, fui descifrando sus conversaciones y confirmando mis suposiciones.
Habían nacido en plena guerra y cuando esto aun era Indochina. Para ellos la vida y la muerte sólo eran una circunstancia más en lo cotidiano; ni le temían tanto a la segunda ni despreciaban a la primera. Vida y muerte, muerte y vida eran causa y efecto de una misma cosa. Vivían con intensidad cada día porque no sabían si mañana la muerte estaría escondida en una mina anti-personal, en una bala perdida o en una bomba de napalm.
Hablaban todo el día como si sufrieran de hemofilia parlante o incontinencia oral; a veces discutiendo acaloradamente, otros jocosamente, pero nunca haciendo referencia a la guerra. Recordaban con ternura y nostalgia circunstancias de su juventud, de cómo se habían conocido, de largos y románticos paseos tomados de la mano por la foresta que rodeaba a Xun Pai, su aldea nativa o cuando ella, coquetamente, le daba celos con algún soldado francés o algún miembro del partido que visitaba el poblado.
También hablaban incansablemente del presente familiar; del crecimiento y alguna monería particular de alguno de sus nietos, del próximo casamiento de su hijo menor, del embarazo avanzado de su tercera hija o de alguna festividad que la aldea esperaba ansiosamente. El futuro tenía cabida en sus planes; reparar la techumbre de la casa antes de la época de monzones, preparar las esteras para regalar a sus hijos y hasta construir nuevos juguetes y cohetería para que sus nietos pudieran alardear de la jefatura del abuelo y muchísimas cosas más.
Era casi insoportable escucharlos todo el día, pero al mismo tiempo sorprendía esa especie de burbuja particular que los protegía del mundo exterior, esa indisolubilidad de caracteres, ese mimetismo espiritual y casi físico que los hacía una sola persona, una misma circunstancia ante la vida y la muerte.
No obstante la fascinación que habían llegado a ejercer sobre el grupo, yo tenía una misión que cumplir y debía desprenderme de ellos. Al segundo día mandé a mi guía laosiano a contactarse con alguna patrulla enemiga que también estuviera demorada por cargar con prisioneros y convenir un canje tácito. Estos canjes formaban parte de un cruel y monstruoso código no escrito que se había establecido entre patrullas de avanzadas de los dos bandos. Ese atardecer volvió el guía con el canje concretado.
A la mañana siguiente, entre la densa bruma del amanecer, llegamos a un pequeño claro en la jungla. Los Cong ya estaban allí con cinco prisioneros; tres soldados regulares sudvietnamitas, un Ranger negro con la rodilla destrozada por un balazo y un joven voluntario de los cuerpos de paz.
Ni les presté atención; había hecho demasiados canjes tácitos en estos cinco años y ya casi no significaban nada para mí, sólo un trámite burocrático que ni siquiera supervisaba y en el cual no quería involucrarme.
Un canje tácito era que los prisioneros que entorpecían el trabajo de patrullas de avanzada, se entregaban a otra patrulla enemiga, previo el requisito de llenar unos formularios en los que figuraban sus datos para entregarlos a los Cuerpos de Paz de las Naciones Unidas y a la Cruz Roja, luego de lo cual, cada patrulla ejecutaba sumariamente a esta gente y se hacía constar que se recibían cadáveres.
Aunque fuera una practica cruel y deshumanizada que no dejaba contenta a ninguna de las partes, no era más terrible que la guerra misma y así, asegurábamos nuestra supervivencia al quedar con las manos libres para seguir combatiendo.
El teniente Cong inició sus ejecuciones por el simple trámite de pegarle un balazo en la nuca a sus prisioneros que ya estaban en fila y arrodillados de espaldas a él.
Yo me había sentado sobre mi casco y fumaba despaciosamente mientras contaba mentalmente los disparos. Luego del cuarto, se produjo una pausa y levanté la vista para tropezarme fugazmente con la mirada del joven voluntario; en ese momento, el Cong le voló la cabeza.
Durante todo el tiempo que duró esto, mis prisioneros no habían cesado de parlotear y nosotros, ya acostumbrados a ese ruido de fondo, ni les prestamos atención. Cuando decidimos hacer nuestra parte, vimos que se habían alejado en la espesura y antes de esfumarse en la densa niebla me pareció, sólo me pareció, que el hombre besaba amorosamente a su mujer en la frente.
Tres días más tarde ocupábamos lo poco que quedaba de Xun Pai, arrasada por las bombas de napalm. Yo estaba en un jeep, junto al nido de ametralladoras que cubría la entrada al pueblo. Delante se abría un amplio claro con un sendero que se hundía en la jungla y de pronto, los vi.
Ella, con su máquina de hablar funcionando a pleno, pero caminando según el rango y tradición, un paso por detrás de su marido. El jefe, con el rojo pañuelo ciñendo su frente y el rostro adusto, volvía a la aldea vistiendo el blanco atuendo que imponía el luto. Avanzaron hacia nosotros, haciendo caso omiso de los soldados y los nidos de ametralladoras.
Cuando la gente que deambulaba entre los restos aun humeantes de la aldea los vio, acudió a su encuentro rodeándolos amorosamente y entre la jerigonza entremezclada con el llanto, alcancé a distinguir que toda su familia había sido masacrada.
Al llegar junto al jeep, se detuvo y por un brevísimo instante nuestros ojos se encontraron. En ese fugaz vistazo, hubo una chispa de angustiosa tolerancia y comprensión sobre el dolor, el destino, la vida y la muerte.
Esa misma chispa que brilló en la mirada de aquel voluntario. el menor de mis hermanos.